Pasé gran parte de mi infancia rodeado de
libros. Solía ir las tardes de invierno a la biblioteca pública de mi barrio y
allí, refugiado del frío hacía los deberes, reía con mis amigos de clase y
comenzaba a descubrir un mundo que poco a poco se convertiría en algo
fundamental durante toda mi vida. El mundo de los libros. Allí viaje con
Asterix y Obelix por tierras romanas, viví cientos de aventuras con Tintín y el
capitán Haddock, con Lucky Luke, con aquellos libros de tapa roja de “Elige tu
propia aventura” (qué triste fue descubrir más tarde que en la vida real no se
puede volver a la página anterior para tomar la decisión correcta). En aquella
biblioteca viví otras vidas, una diferente por cada libro que existía.
Una de aquellas tarde invernales entró ella. Yo
tenía doce años, ella trece, estaba en un curso superior al mío en el colegio.
Cada vez que la veía en el patio pensaba que nunca podría ni llegar a soñar con
una chica así. No era solamente por mi timidez intrínseca, era que,
simplemente, ella era guapísima y sobre todo, ella era “mayor”. Pero ahora
estaba allí, en mi terreno, y yo me sentía invencible rodeado de todos aquellos
libros. Parecía que aquellos personajes que habían sido mis compañeros
infatigables de tantas noches solitarias me animaban a intentarlo, a lanzarme a
la aventura.
Así que de forma automática comencé a mirarla
fijamente cada tarde Para mi sorpresa, empecé a darme cuenta de que ella me
devolvía las miradas, que me sonreía vagamente y con timidez. Pasé enamorado de
ella varias semanas, imaginando qué le diría, cómo me acercaría hasta su mesa y
le hablaría por fin, pero un aciago día aparecieron dos de sus amigas del
colegio que, al darse cuenta de nuestros juegos, decidieron reírse de mí y un
poco imagino que de ella, devolviéndola a la realidad.
Quizás le dijeron que quién era ese crío que
miraba tanto, quizás le insinuaron que ella no sería tan idiota como para que
le gustara un niño como yo. Al día siguiente no apareció, ni al otro. Pasado un
año se marchó del colegio y también del barrio.
No volví a verla hasta hoy, veinte años
después, tras la barra de un bar de copas. No tuve dudas, era ella. Después de
contarle la historia al amigo que venía conmigo, me obligó a decirle algo, a
contárselo. Tembloroso, me acerqué a la barra y pedí una copa. Ella estaba
igual. Al darle el dinero le pregunté: “¿Perdona, te llamas Olga?”, “¿cómo
sabes mi nombre?” me dijo entre sorprendida y alerta. “Es una larga historia”,
contesté mientras me daba la vuelta y salía del bar hacia el frío de la noche.
Supe que ya era demasiado tarde.
Ya no estábamos en aquella vieja biblioteca.
L. Ramiro
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