La besó. Y ella le devolvió el beso. Un beso que contenía enamoramiento, y ansia, y deseo de no dejar de ser amado, un beso que era fuego abrasador, que arrasaba las preocupaciones, la soledad, el miedo, el tiempo, el ser e incluso la capacidad de pensar. Se besaron, abrazados, volando, y por especio de cien latidos no hubo más guerra, ni muerte, ni dolor, ni nada desagradable, nada espantoso; tan solo calidez y aceptación.
Mientras frenaban, a punto de finalizar su vuelo, cuando Kip se separó de Teia por fin y volvió a asomarse a sus ojos, supo que se había perdido dentro de ella. Y supo también, por último, cuál era la diferencia entre el amor y la necesidad.
El portador de la Luz
Brent Weeks
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