Se vuelve decidida hacia él:
—Oye, ¿es que no tienes nada mejor que hacer?
—No.
—Pues búscatelo.
—Ya he encontrado algo que me gusta.
—¿Y se puede saber qué es?
—Ir a dar un paseo contigo. Vamos, te llevo a la calle Olimpica, corremos un poco con la moto, te invito a comer y luego te devuelvo a la salida de clase. Te lo juro.
—Me temo que tus juramentos valen bien poco.
—Eso es cierto —sonríe—. ¿Ves?, ahora que sabes tantas cosas de mí, confiésalo, ya empiezo a gustarte, ¿eh?
Ella se ríe y sacude la cabeza.
—Vamos, ya basta —dice, y abre un libro que ha sacado de la bolsa Nike de piel—. Ahora debo concentrarme en mi verdadero y único problema.
—¿Cuál es?
—El examen de latín.
—Creía que era el sexo.
Ella se vuelve, molesta. Esta vez ya no sonríe, ni siquiera de mentira.
—Quita la mano de la ventanilla.
—¿Y dónde quieres que la ponga?
Ella pulsa un botón.
—No puedo decírtelo: mi padre está presente.
La ventanilla eléctrica empieza a subir. Él espera hasta el último instante y después aparta la mano.
—Nos vemos.
No le da tiempo a oír su seco «No». Tuerce ligeramente hacia la derecha, toma la curva, escala con las marchas y desaparece veloz entre los coches. El Mercedes prosigue su viaje, ahora más tranquilo, hacia el colegio.
—Pero ¿tú sabes quién es ése? —La cabeza de la hermana asoma repentinamente entre los dos asientos—. Lo llaman Matrícula de Honor.
—Para mí es sólo un idiota.
Después, abre el libro de latín y empieza a repasar el ablativo absoluto. De repente, deja de leer y mira hacia afuera. ¿Es ése realmente su único problema? Por descontado, no es el que dice ese tipo. Y de todos modos, no va a volver a verlo. Retoma la lectura decidida. El coche gira a la izquierda, hacia la escuela Falconieri. «Sí, yo no tengo problemas y no volveré a verlo nunca más.» En realidad, no sabe lo mucho que se está equivocando. Sobre ambas cosas.
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