Se comían el mundo y la boca sedienta.
Eran sus manos
manual de exploradores
en nuevos territorios.
Era una tierra inhóspita y vacía
aquel vagón del metro.
Allí no había relojes que marcaran
el tiempo. No corría
la vida entre sus brazos.
Se besaban con prisa, con el último
aliento de los seres que sienten
que la muerte no existe.
Estaba la belleza contenida
en los viejos vaqueros desgastados,
en el cabello de ella y la camisa a cuadros.
En el ruido
den tren y en el silencio
de tantos pasajeros somnolientos.
empezaba la historia un poco más arriba
de los labios abiertos,
en el cuerpo vencido y tembloroso,
caricia apresurada,
definitivo amor en el que estaba
toda la poesía de la tierra.
Se bajaron, felices de saberse los únicos,
en la estación sin nombre.
Y dejaban atrás, como si fuera
la manzana prohibida,
la dulce tentación, algún rumor de besos
y -juraría- que algún batir de alas.
Rodolfo Serrano
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