Era la tarde larga. Caminaba
por calles donde el aire era silencioso.
En mis manos, La Iliada. Releía
la guerra de los héroes.
Una muchacha, la misma que tú eras
hace ya tanto tiempo, me sonríe
al cruzar nuestros cuerpos.
Morena y tierna. El pantalón vaquero
ajustado como un verso buscado.
Despacio, lentamente, me sonríe.
Se aleja luego, y vuelve
la cabeza al instante. Me atraviesan
como la lanza de Aquiles las palabras
que jamás me dirá. Y sé que eres
tú misma la que hurga por mi pecho.
Tal vez el pelo sea
un poquito más largo y más moreno.
Y esos ojos
probablemente tengan muy poco de los tuyos.
Bien mirando, tal vez
su cadencia al andar no sea la misma,
ni el suave movimiento de sus manos.
Sus caderas, que todas
las naves de los aqueos no podrían sitiar jamás, sí me recuerdan
la redondez del cuerpo
que en las noches bebí como se debe
el placer animal de un amor nuevo.
Adivino su piel
debajo de la blanca camiseta. El bello tacto
que se esconde bajo el pliegue de sus pechos.
Sin embargo, en la tarde y el ruido de la calle,
hay algo que se rompe en el recuerdo:
la mirada burlona, esa ironía
que adivino en sus ojos cuando ella,
lo mismo que si fuera la Helena
causante de una guerra,
me busca de reojo
mientras muerden sus dientes
los labios del dios joven que la espera
en la entrada del metro.
Rodolfo Serrano
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