miércoles, 9 de enero de 2019

Un bar no es una patria, pero su nombre se escribe con la tinta de los mapas

Llegar, abrir la puerta, descender
al cálido refugio en las noches de lluvia.

El mundo es insolente en su precariedad,
mantiene las distancias
igual que los poetas engreídos.

Pero hay raros momento de plenitud y abrazo.

Recuerdo algunas tardes del otoño
en mi ciudad tocada de violeta,
y oscuridades con jazmín,
y la espalda de mar
-muy de mañana-
cuando el azul y el sol no pertenecen
a los bañistas o al verano,
sino a la perfección de un mundo convencido
de su propia verdad.

Y recuerdo también la hospitalaria
sonrisas de los bares,
después de que las luces de sus puertas
no hayan defraudado.

Bares como descuidados en la lluvia,
en el vientre salvaje del frío y la distancia
o en la prisa de todo lo que huye.
Me dieron un lugar
con sus sillas vacías,
sus huecos en la barra
y sus botellas firmes como viejos soldados
de un ejército amigo.

El hombre solitario del rincón,
la pareja del beso,
la extranjera de ojos familiares,
el viejo que no quiere envejecer
con sus camisas de colores altos,
el músico cansado que repite
las canciones de un tiempo que fue nuestro,
los raros y sus penas,
las risas y sus labios,
han bebido conmigo,
me han hecho comprender
la violeta que guardan las ciudades
y la verdad de un mundo
que a veces es azul
con un sol en la puerta de su noche.

El nombre de los bares
se escribe con la tinta de los mapas.

Luis García Montero



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