viernes, 13 de marzo de 2020

He aprendido a irme

He aprendido a irme.

No sé cómo ni cuándo, peor lo hice.
Y es tan difícil que debería ser considerado un arte.

Aprender a irte conlleva muchas cosas:
Para empezar, el hecho de hacerte entender a ti mismo que irte no es rendirte, ni desistir, ni renunciar. Irte es quererte (mucho, casi siempre) y saber que has hecho lo que tenías que hacer y toca cambiar el rumbo. Por supuesto no hablo de irte dejando una historia a medias, o desaparecer, o esfumarse por miedo -eso lo condeno totalmente-, odio a la gente que se va por no hacer frente a algo o no se atreve. Hablo de irte cuando ya no tiene sentido que estés ahí, cuando un día quisieron que estuvieras pero ya no, cuando nunca lo han querido, o cuando no te queda más por decir ni por hacer.

Hubo un tiempo en el que no sabía hacerlo.
Tal vez por ego o por orgullo -en contra de lo que se pueda pensar-, porque ese orgullo me hacía encabezonarme en demostrar que yo era diferente, que yo no me iba a ir como se habían ido todos, que no pararía hasta conseguirlo... y entendí que no hay que hacer eso siempre (más bien casi nunca). Que hay que decidir muy bien cuándo, cómo, por quién y por qué se hace.

Que uno de los errores más grandes que solemos cometer es pensar que porque queremos a alguien ese alguien se merece todo lo que sentimos, sin pararnos a entender que la capacidad de querer está en nosotros mismos, no (al menos, no en todos los casos) en ese alguien. Siempre tendemos a creer que la otra persona es especial, pero nunca nos damos esa condición a nosotros mismos.

He aprendido a irme.
A recoger mis cosas callado y a echármelas al hombro, a tachar nombres que escribí a bolígrafo en vez de a lápiz "sin querer" (pero en realidad era a propósito), a mirar al espejo y decirle que paz, que no entraré en guerra con él, que le hago caso y nos vamos juntos de ahí.


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