Nadie puede salvar a otro de sus dolores, de sus seísmos, de sus incendios elegidos. Cada uno tiene su precipicio del que enamorarse, el huracán que lo hace sentir tan vivo como devastado acaba dejando su pasado cuando éste se dirige al porvenir.
Intentamos rescatar al resto para que no les duela, para que no tropiecen, pero cada uno toma sus decisiones, cada uno hace sus elecciones y poco podemos prevenir. ¿Qué le dices al joven que vive una relación de bandazos en la que alterna tormento con pasión en carne viva? ¿Que se aparte de alguien que le provoca ese fuego irreparable? ¿Que renuncie a esos minutos que nunca más tendrá en su vida? ¿Que no juegue el torneo? ¿Te dejarías tú convencer por alguien que te dijera eso? ¿Por alguien que te sugiriera que midieras, mientras tú flotas por encima del colchón al lado del rostro más hermoso, del cuerpo más devastador?
Necesitan vivir esas pieles para aprender que esos amores dan muy buenos poemas y muy malos momentos, noches de ensueño y días rotos, expediciones a lo desconocido y el asco de los sueños al romperse contra el suelo, cumbres y plagas. Necesitan esa pasión destructiva para aprender algo, lo que sea que necesiten aprender: que ningún amor puede salvarlos, que la pasión es impagable pero se apaga y entonces deja al descubierto un amor raquítico de vuelos sin motor y pérdida de todo. Tienen que perder para crecer. Perder, solo eso. Necesitan perder la inocencia, probarlo, golpearse, deshacerse en el placer, acribillarse, diluirse el uno en el otro, romperse el uno al otro, matarse el uno al otro, beber del manantial de sus sentidos antes de pisar tierra firme.
Y nos duele. Nos duele no poder rescatarlos de aquello que nosotros vemos (o ya vimos en nosotros) y ellos, ciegos de saliva no ven. Pero no podemos vivir por nadie, aprender por ellos, traspasar nuestra experiencia con las manos como quien entrega un paquete a otro. Cada cual tiene su tiempo, cada corazón se rompe de un modo y cada uno elige el camino para ser feliz aunque en este caso sea el camino para dejar de serlo. Porque el fuego que arrasa solo deja ceniza a su paso y hay que asumirlo. Porque el amigo o la hermana que se hunde en esos rotos algo tiene que probar, algo tiene que aprender y hay que hacerlo, sea como sea, dejar libre la pista para que se estrelle a su manera y esperar. Esperar a que un día ya esté todo lo suficientemente roto como para que solo le quede un amigo o un familiar al que agarrarse para salir de la espiral que nos fabrica la pasión cuando es sin parachoques. Y ahí estaremos esperando para ayudar, como otros lo estuvieron con nosotros.
He escrito esto porque tengo un amigo que pasa por esto y ha dejado sin pistas a una mujer maravillosa con un agujero en la tripa. La ha cambiado por una pasión ciega de caballo desatado, atizado por un deseo inabarcable que le clava las espuelas y no se ve capaz más que de una cosa: correr hacia ese cuerpo. Correr sonámbulo, en un sprint hacia una pared con nombre de mujer. Pobre. Le deseo la mejor de las suertes porque le va a hacer falta. No sabe dónde se ha metido, ni lo más importante, en quién se ha metido.
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