Que levante la mano la primera madre o el primer padre que no ha llegado en alguna ocasión al trabajo un lunes, tras un agotador y desastroso fin de semana, contento y feliz de volver a sentarse en su silla.
¿Qué tienen la maternidad y la paternidad que, cuando crees que ya lo has vivido y sentido todo, de pronto, ante una nueva situación, te sientes como un auténtico novato?
Y además cuando esto te ocurre te crees que eres la primera que ha pasado por ello o la única que lo va a experimentar, ¿verdad? Sí, así es. Y este tipo de sentimientos si no los compartimos nos frustran, nos desaniman, nos preocupan y nos van minando poco a poco hasta que llega un día en el que explotas y decides hablar.
—Pues yo estoy deseando incorporarme al trabajo. ¡No puedo más! Necesito volver a recuperar mi vida más allá de la maternidad. Necesito arreglarme, salir de casa, despreocuparme de papillas y pañales, y volver a ejercer, sí, volver a coger las riendas de mi profesión y emprender el vuelo —me dijo una paciente cuando hablábamos de lo difícil que resulta incorporarse al mundo laboral con un bebé tan pequeño—. Mira, Lucía, yo, incluso, he guardado para más adelante el mes de vacaciones. Necesito volver a mi trabajo. Es que lo necesito. ¿Me comprendes? —me preguntaba a la desesperada.
—Pues claro que te comprendo —le dije ofreciéndole esa aprobación que sospecho no recibía de su entorno.
¡Qué complicadas somos! Si con un primer hijo te lleva la pena y la amargura cuando tienes que volver a tu profesión, con un segundo, en ocasiones, lo que te pueden son las prisas por salir de casa y desconectar de la crianza. Quiero a mis hijos exactamente por igual. Han sido niños buscados, deseados y concebidos con el amor más grande que podíamos sentir, pero he de reconocer que con mi hija pequeña me ocurrió exactamente lo mismo que a esta madre y a las docenas de madres que escucho en mi día a día.
Cuando mi hija nació, su hermano tenía veinte meses, nunca había ido a la guardería ni iría hasta que cumpliera los tres años y entrase directamente al colegio.
Carlos empezó a andar a los dieciséis meses, nunca gateó, por lo que hasta ese momento en el que decidió «independizarse» un poco de mí, se pasaba el día en sillita, en hamaca, en su parquecito infantil o en mis brazos «amasando pan» debajo de mi camiseta, incluidos los nueve meses de embarazo de su hermana Covi, en los que se volvía loco por «amasar», ya que, para su deleite, el tamaño de la masa había aumentado considerablemente.
Me dio cuatro meses de tregua antes de que naciera su hermana para tener las dos manos libres y caminar relajadamente por la casa. Cuando nació Covi, como es lógico, dio un pequeño paso atrás y la independencia que había adquirido, de pronto, se esfumó. Reivindicaba su estado de bebé y su profesión de panadero y quería seguir enganchado a mí.
Difícil situación la del príncipe destronado, muy difícil. La verdad es que su hermana me lo puso fácil porque mamaba, sonreía y dormía; mamaba, sonreía y dormía; pero aun así el día tenía veinticuatro horas y, con dos bebés en pañales por casa, la familia a mil kilómetros de distancia y el papá de las criaturas trabajando de sol a sol, las horas pasaban muy lentamente, al menos para mí.
Entre cambiar pañales, preparar papillas, dar el pecho, salir a pasear, subir al mayor al tobogán, volver a casa, baños, cuentos, y horas y horas sin dormir entre llantos de uno y tomas nocturnas de la otra, llegó un momento en que, cuando me llamaron mis jefes para preguntarme cuándo tenía pensado incorporarme, me dije: «¡Madre mía! ¡Que yo soy médico! ¡Que soy pediatra! Que hay vida después de la maternidad, que hay carreteras más allá del parque, y gente además de las mamás de la urbanización».
Y escuché una música celestial que decía: «¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya, aleluya, aleeeeeluyaaa!».
Durante un brevísimo espacio de tiempo el sentimiento de «mala madre» me invadió. Pero reconozco que me duró apenas unos minutos.
«Pero vamos a ver, Lucía —me dije—. No te permito que te sientas culpable. Eres una madre maravillosa y adoras a tus hijos, los quieres por encima de todo. Pero te recuerdo que la pediatría no solamente es tu profesión, es tu pasión. Que has luchado mucho por llegar al lugar donde estás, que nadie te ha regalado nada y que, si lo has logrado, es porque disfrutas de tu trabajo. Eres buena pediatra como eres buena madre. Necesitas recuperar esa parcela de tu vida. Escucha tus necesidades y hazles caso. Déjate de ñoñerías y ponte a trabajar, que lo estás deseando. Ya te cogerás el mes de vacaciones más adelante, cuando de verdad lo vayas a disfrutar.»
Y eso hice. Me incorporé a las dieciséis semanas y la verdad es que me sentí fenomenal. Recuperé parte de mi identidad y disfrutaba más aún de mis hijos al llegar a casa. Comprendí que mamá no es imprescindible las veinticuatro horas del día, que ocho horas estaría fuera de casa, pero el resto del tiempo se lo dedicaría a mi familia, y me funcionó. Una vez más, hice caso a mi voz interior y reservé las vacaciones para más adelante. Cuando llegaron las disfruté plenamente, sin el agotamiento de los primeros meses tras dar a luz y tras llevar trabajando ya unos meses, con lo que las cogí con unas ganas tremendas de desconectar y valorar al cien por cien el tiempo de calidad en familia.
Así que comprendo perfectamente a todas aquellas madres que rozan la depresión cuando llega el momento de incorporarse al trabajo porque puede resultar realmente duro y difícil, lo sé, pero también entiendo a aquellas madres que no solo desean volver a su profesión, sino que lo necesitan. A todas ellas las animo a que se liberen de la culpa, del sentimiento de «mala madre», del dañino:
«Pero ¿por qué siento esto con mi segundo hijo y no fue así con el primero, ¿acaso lo quiero menos?» Ya sabes la respuesta, por supuesto que no. Deja de castigarte.
Que levante la mano la primera madre o el primer padre que no ha llegado en alguna ocasión al trabajo un lunes tras un agotador y desastroso fin de semana, contento y feliz de volver a sentarse en su silla.
Pues a mí me ha pasado y aún me pasa, y no tengo ningún problema en admitirlo. Hay fines de semana en familia deliciosos, inolvidables; domingos que no deseas que se acaben nunca en los que todo va sobre ruedas: los niños se han levantado un poquito más tarde de lo habitual, por lo que os han dado una tregua y habéis podido dormir un par de horas más, suficiente para recuperarse del cansancio de la semana. Además se han levantado contentos, que no siempre ocurre, y colaboradores, que tampoco pasa todos los días. Os habéis venido arriba y habéis decidido salir a comer. Se han portado aceptablemente bien, no han montado ningún numerito, os habéis divertido con un par de ataques de risa espontáneos que os cargan las pilas. Al volver a casa les habéis puesto una película, los astros se han alineado a vuestro favor y se han quedado dormidos en el sofá: ¡oportunidad de oro que nunca se ha de desperdiciar! Deliciosa siesta, sin prisas, con su aperitivo correspondiente que te endulza el día... Despertar apacible, sin gritos ni llantos infantiles, todo lo contrario, con un buen postre.
—¡Estamos que nos salimos, hoy, cariño! —te dice tu chico mientras te desnuda.
Y os levantáis como si os hubiese tocado la lotería, porque, cuando esto ocurre, realmente lo vivimos así: es un premio, ¿verdad?
Pero hay fines de semana en los que todo sale justamente al revés de como lo habías programado. O tú te has levantado con mal pie y todo te parece mal, o son los demás los que se empeñan en amargarte el día. Los niños se despiertan más temprano que nunca tras una noche toledana de múltiples llamadas y lloros. El desayuno a destiempo, cada uno por un lado. Llegan las doce de la mañana y ya estás tan cansada que no te apetece ni pensar en qué vais a comer y mucho menos en salir por ahí. Si decidís salir de casa, los niños se portan fatal en el restaurante, intentas arreglarlo con una buena y reparadora siesta, pero no hay manera, las interrupciones son tantas que al final desistes y te enfadas más aún... Total, que termina el día, te vas a la cama después de haber preparado la cena de mala gana y haber dejado a los niños sin cuento y lo único que deseas es que suene el despertador a la mañana siguiente para meterte en la ducha, arreglarte un poquito, montarte en tu coche, poner la música a tope y llegar a trabajar.
Entras por la oficina con una sonrisa de oreja a oreja, feliz y relajada, y curiosamente lo que piensan los demás al verte es: «Menudas siestas se ha echado este fin de semana. ¡Las hay con suerte!».
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