lunes, 31 de octubre de 2022

El temido momento de volver al trabajo

 Me da igual que lo hayan pasado millones de mujeres antes que yo.

Esto es lo que yo siento ahora, y lo siento dentro, por lo tanto es mío.

Es mi pena.

¡Dejadme en paz!

Hay mañanas en las que el sol entra de una forma especial por la consulta, hay mañanas en las que todo lo que te rodea te recuerda algo, hay mañanas singulares en las que la primera paciente te cambia el día, te recuerda que el tiempo pasa y que pasará para todos, para ella también, aunque ella aún no lo sabe.

Salgo del ascensor y aún con las luces apagadas vislumbro a una madre con su bebé de no más de seis meses en brazos esperando en la salita. Lo está meciendo mientras le canturrea una nana. Observo la maternal escena desde la distancia y a medida que me voy acercando, pienso: «¡Cómo se parece este bebé a mi hijo Carlos! ¡Y cómo le acuna su madre! Igualito que hacía yo».

Me sorprendí incluso al observar que la manita derecha del bebé se perdía en el escote de su madre en busca de su refugio, de su alimento, de su consuelo: la teta.

«¡Increíble! Exactamente igual que Carlitos. No había mejor calmante para él que dejarle explorar en las profundidades de mi pecho. Por aquel entonces yo me lo tomaba a risa y le decía: “Ale, hijo, a amasar pan, venga, dale”. Aún es el día de hoy y, de vez en cuando, lo intenta y es entonces cuando le digo: “No, cariño, tú etapa de panadero ya ha terminado”.»

Y nos empezamos a reír los dos, yo con la mirada puesta en el pasado, cuando él ni siquiera hablaba y Carlos, hecho ya un hombrecito, aferrándose a un tiempo del que le cuesta despedirse.

Volviendo a la madre de mi consulta, aquellas coincidencias no eran más que el principio.

—¡Buenos días! Vamos entrando y me vas contando qué tal —le dije sonriente mientras sacaba las llaves del bolso, dispuesta a abrir la consulta y empezar la mañana.

Intentó devolverme la sonrisa, pero no fue capaz.

«Algo pasa», pensé.

Una vez dentro, mientras me ponía la bata y encendía el ordenador, le dije:

—¿Qué tal? ¿Cómo estás? —Esperaba un «muy bien» por respuesta.

—Bueno, las cosas podrían ir mejor —me contestó con un nuevo intento fallido de sonrisa.

—Vaya... —alcancé a decirle, mirándola fijamente a los ojos, intentando leer entre líneas.

En esta profesión, tras una respuesta así, una está acostumbrada a escuchar de todo: «Me acaban de diagnosticar un cáncer», «Mi madre está muy enferma», «Mi marido se ha ido de casa», «Hemos estado ingresados la semana pasada y lo hemos pasado fatal», «Me voy a separar», «Me han echado del trabajo, no me renuevan»... y un sinfín de malas noticias que acompañan a ese «bueno, las cosas podrían ir mejor». Sin embargo, esta vez su respuesta me pilló por sorpresa, porque hacía muchos años que no recordaba los momentos que estábamos a punto de compartir.

Hay pacientes con las que definitivamente te apetece compartir experiencias, y esta era una de ellas.

—Me incorporo a trabajar —sentenció.

Y esta es una frase que, en sus circunstancias y en las que yo me encontraba cuando pasé por ello por primera vez, solo logras entender tras haberla vivido. Buenas noticias para miles de personas ansiosas por empezar a trabajar y un momento desolador para una «recién mamá» con un bebé de apenas seis meses en brazos, que de lo único que se alimenta es del pecho de su madre y que hasta la fecha no se ha separado de ella ni un minuto en los nueve meses más veinticuatro semanas de vida que tenía.

—Te puede la pena —le dije mientras le ponía mi mano en su hombro.

Estas cuatro palabras fueron suficientes para que empezara a «vomitar» todo lo que le llevaba robando el sueño en las últimas noches:

—Ay..., es que ¿cómo voy a ser capaz de separarme de mi hijo tantas horas? Lucía, solo quiere mamar y mamar, rechaza cualquier tipo de tetina, no quiere ni oír hablar de ellas, ¿de qué se va a alimentar cuando yo no esté? No entenderá lo que está ocurriendo. No puedo ni imaginar el sufrimiento que eso le puede generar...

La escuchaba atentamente y me estaba escuchando a mí misma hace nueve años, cuando intentaba explicarles esto mismo a mis amigas y nadie sabía darme una respuesta. Los parecidos entre su historia y la mía eran tantos que por un momento pensé que era yo la que hablaba.

—Vivimos aquí sin familia. El bebé no se ha separado de mí ni un minuto, además es un niño muy demandante, me pide cada dos horas. No consiente que nadie le alimente, ni siquiera con mi propia leche extraída, es inútil, termina en la basura. Llora y llora, solo se calma cuando está en mis brazos. Y sí, yo sé que por esto pasan todas las mujeres, pero es que...

—No te justifiques más. No tienes que hacerlo. Conmigo no lo hagas.

Retrocedí en el tiempo nueve años, cuando escuchaba a madres veteranas con dos y tres hijos decirme:

— Bueno, es lo que toca. Todas hemos pasado por ahí, no se acaba el mundo.

«¡Pues ya sé que no se acaba el mundo! —pensaba yo indignada en ese momento—. ¿A qué viene esta estupidez? Pues también sé que todas las mujeres trabajadoras han pasado por ello. ¿Y a mí qué? ¿Mal de muchos, consuelo de tontos? Pues va a ser que no. ¡A mí eso no me consuela un pimiento!», me apetecía gritar cada vez que me venían con la misma historia.

Me da igual que lo hayan pasado millones de mujeres antes que yo. Esto es lo que yo siento ahora, y lo siento dentro, por lo tanto, es mío. Es mi pena. ¡Dejadme en paz!

Así que después de intentar compartirlo y no encontrar nada que me convenciera, aprendí a vivirlo desde dentro. Sí, en la vida hay cosas que se viven desde y hacia dentro, como es la pena, y hay otras que se viven y se sienten hacia fuera, como es el amor o el deseo: si no lo expresas, si no lo compartes, explotas.

En ese instante en el que escuchaba a mi paciente comprendí que me encontraba con una mujer que bien podría haber sido yo hace nueve años. Y es en esos momentos en los que eres consciente del paso del tiempo, de la cantidad de cosas que has ido metiendo en la mochila: años de profesión, experiencias y confidencias, temores y miedos de madre; también metes nuevos y enriquecedores, incluso salvadores, puntos de vista al tener a tu segundo hijo... y te relajas, vamos que si te relajas.

Decidí en ese momento que iba a empezar la mañana ya con retraso porque de lo que teníamos que hablar era importante, así que no me quedaba otra que pedir disculpas a la siguiente familia que entraría a continuación e invertir toda mi energía y tiempo en esta mamá que tanto necesitaba que le dijeran esto:

—Lo que sientes es normal, más que normal, es natural. Tu bebé va a estar muy bien. Te voy a decir lo que va a pasar: los primeros días llorará porque efectivamente no comprenderá por qué mamá no está ahí con él, cuando en realidad lleva toda su vida o dentro de ti o a tu lado. Es probable que deje de comer unos días, sí, hará una huelga de hambre. Se negará en rotundo a tomar biberones, él querrá la tetita de mamá; es posible que incluso su sueño se altere las primeras noches, se despierte sobresaltado, quiera estar enganchado a tu pecho toda la noche en un intento de mantenerte unida a él eternamente. Las noches irán pasando y en esos momentos te dirás: «No puedo seguir así». Pero ¿sabes qué? Que podrás, claro que podrás.

Porque pasados unos días, que no son muchos, él volverá a estar feliz, comerá lo que le den, dormirá de nuevo a pierna suelta y cuando vuelvas del trabajo te recibirá con una plácida sonrisa en busca de tus caricias. Y entonces tendrás que empezar tú tu propio proceso. Porque esto ya es cosa nuestra. Es tu pena y has de superarla tú.

—¿Te tienes que incorporar sí o sí al trabajo? ¿Verdad? —Sí —me dijo.

—Pues ya está. Como me decía mi madre: «No te rebeles contra la evidencia». Hay cosas en la vida que no podemos cambiar, que no están en nuestra mano, al menos en estos momentos, por lo que invertir nuestra energía en ello no tiene mucho sentido. Has de mantener la cabeza fría y aprender a no desgastarte en cosas que no dependen de ti.

Ella asentía, veía como cada una de mis palabras calaba muy hondo. Supe que no olvidaría esta conversación en mucho tiempo, quizá nunca la olvidaría.

—Tenemos que volver al trabajo y no hay más. Tu bebé va a estar bien, eso es lo único que importa. Tu pena por no estar a su lado es tuya, y tú has de gestionarla desde dentro. Diferente sería si supieras que tu hijo no iba a estar bien cuidado, entonces sí vivimos la pena desde fuera..., con esa necesidad imperiosa y vital de intentar cambiar las cosas.

Pero cuando nuestros hijos están bien, todo lo demás es trabajo nuestro, trabajo de madre, de mujer.

—Así que, escúchame bien —le dije con una sonrisa—, vas a disfrutar del mes que te queda, vas a olvidarte de las papillas si no las quiere, deja de pelear, no merece la pena. Ofrécele los alimentos al mismo tiempo que coméis vosotros. ¿Que quiere coger la zanahoria hervida él solo?

Pues déjale. No quiero que cuentes cucharadas ni peses gramos de pollo. Disfruta, son treinta días los que aún tienes por delante. No los desperdicies peleando. Ya comerá; de hecho, ya te adelanto que, cuando tú no estés, comerá.

Su expresión facial se relajó, su mirada se iluminó. No dijo mucho, pero lo que dijo, me bastó:

—Gracias, Lucía. Lo necesitaba.

Y se fue...

Unos meses después volvió. Durante los primeros minutos de consulta me contó cómo habían ido las cosas; efectivamente, el niño se había negado a comer durante unos días, habían aumentado el número de despertares nocturnos y estuvo más irritable de lo normal. Pasada esa breve aunque intensa fase de adaptación, el bebé volvió a ser el niño risueño y sonriente que era, comiendo y durmiendo a sus horas. Ella estaba más tranquila, asumiendo su nueva situación de madre trabajadora; la encontré serena.

Al sentarse en la silla y coger en brazos al protagonista, este sacó inmediatamente la mano y fue directo a colarse bajo la camiseta de su madre.

«Ale, hijo, a amasar pan», pensé, y me entró la risa, risa que no pude contener.

Su madre se encogió de hombros, levantó las cejas, sonrió y me dijo:

—¿Qué le vamos a hacer si le gusta?

Hay cosas que no cambiarán nunca.



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