jueves, 27 de octubre de 2022

Eres un padre maravilloso

 «Hola, Lucía, soy un padre cualquiera. 

Te escribo esto desde el pasado, desde el día que fui padre, desde ese día.»

Era una fría mañana de primavera. Ese día libraba. Me encantan esas mañanas robadas al calendario en las que tengo la suerte de no trabajar. La noche anterior me acuesto relajada y tranquila, incluso algo más tarde de lo habitual; no tengo prisa ninguna.

Tras llevar a los niños al colegio y recoger el desayuno, me tumbé en la cama a leer un rato antes de activarme definitivamente. Pequeños placeres que me regalo cuando mis obligaciones me lo permiten.

Abrí el correo electrónico con la intención de echar una ojeada rápida para luego retomar el libro que me había dejado sin aliento la noche anterior. Nada más abrir la bandeja de entrada me encontré con la carta de un lector. No tuve más que leer las tres primeras líneas para saber que esa mañana no abriría mi libro:

Hola, Lucía:

Soy un padre cualquiera. Te escribo esto desde el pasado, desde el día que fui padre, desde ese día.

Te escribo motivado por una frase que te he leído donde hacías un llamamiento a cuidar también a la madre que recientemente ha dado a luz, a tener en cuenta no solo al bebé, sino también a la mamá. Una vez más esa frase se olvida de algo..., del padre.

Soy más que consciente de que la madre es la que ha sufrido el parto, los nueve meses de cambios internos, físicos, psíquicos y hormonales.

La mujer es la que se ha ido haciendo a la idea de ser madre todo este tiempo, lo ha interiorizado, ha convivido con nuestro hijo todos estos meses, mientras que yo intentaba cazar un ligero movimiento en su barriga como si de un Pokémon GO se tratase. Nunca se me dio bien la caza. Pero la cara de la madre con ese «uy, casi» es media vida.

Ese es mi contacto con el bebé durante nueve meses, lo que me cuentan y lo que intento notar. Luego llega el día, ese día. Y ya sea corriendo porque ha roto aguas o por una cita programada con la clínica, tú terminas mirando a un niño que es tuyo. Que no sabes ni cómo coger, ese día, ESE, y no otro, tú eres padre. No los nueve meses de antes, es ese día y no otro, cuando lo sientes, cuando te inunda la alegría y te desborda el miedo, todo a la vez.

Ese día y no otro.

Y ese día tú has de multiplicarte por dos, ¿qué digo por dos? ¡Multiplicarte por diez!

Tienes un bebé que llora, caga, tiene hambre, una madre dolorida y exhausta por el parto, una sala fría con enfermeras que dan por supuesto cosas, como por ejemplo que vas a saber atar una gasa a un cordón umbilical. Y una familia deseosa de noticias.

Llamadas de teléfono, atender a la madre, vigilar al niño, informarse del papeleo burocrático necesario y organizar las visitas de los familiares que empiezan a llegar. Tú, como padre, no has parido, pero miras esa camita hasta con envidia, olvidando por un momento el dolor que siente la madre, tú solo ves una cama, como Bugs Bunny cuando ve en su amigo un trozo de zanahoria por cabeza.

Llegan las visitas y todo el mundo coge al niño, lo besa, habla con la madre, y el padre va, poco a poco, echándose para atrás, un pasito más, solamente la mirada de la madre te mantiene dentro de la habitación; eres semiinvisible.

Los días siguientes van por caminos similares, tú solo deseas que la madre esté bien, pero también tienes que atender a la burocracia, el supermercado, las llamadas telefónicas y, sobre todo, al bebé. Nunca sabes lo cómodo que es un baño hasta la primera semana que eres padre, ¡qué silencioso se está ahí dentro!

No sé muy bien cómo terminar esta carta, querida Lucía, solamente quería levantar la mano en nombre de todos esos padres, semiinvisibles, a los que ese día, ESE día y no otro, nos cambia la vida y nos damos cuenta de que no nos habíamos ni preparado ni mentalizado, pero que eso está allí. Que vamos a tener que trabajar mucho para toda la familia, se nos vea o no se nos vea. Y lo mejor de todo es que sacamos pecho y sabemos a ciencia cierta que vamos a saber hacerlo, porque ese día, ESE, y no otro, ha llegado.

Pepe Delpueyo

Barcelona

Dejé el teléfono en la mesita y cogí el iPad dispuesta a volver a leerla, esta vez con las pausas que merecía, con toda mi atención e intención, con los cinco sentidos. Desde ese día la he leído ya más de diez veces y en todas ellas le he dado las gracias mentalmente a Pepe por su valentía al escribirme. Tiempo más tarde pude darle las gracias personalmente en Barcelona, sentados en un banco, bajo un árbol, a la salida de una de mis conferencias, hablando como si nos conociéramos de toda la vida.

Me quedaba una hora antes de coger un taxi que me llevaría al aeropuerto de vuelta a casa, así que decidí sentarme en un parque a la salida del Palacio de Congresos donde minutos antes había impartido una conferencia a más de ciento cincuenta personas. Me senté allí a descansar tras las emociones vividas aquella tarde y sonreía yo sola recordando las muestras de cariño de tantísima gente. Entre recuerdo y recuerdo, y con la mirada perdida en ellos, apareció Pepe:

—Hola, ¿estás sola? —preguntó entre risas.

Antes de invitarle a sentarse, él se sentó a mi lado. Minutos después vino Noe, su mujer. Y allí, los tres sentados, alejados del tumulto que se había organizado hacía un par de horas, bajo aquel árbol, compartimos una conversación inspiradora.

«Familia con magia», pensé al despedirme de ellos.

—A la próxima, prométenos que nos dejarás llevarte a un japonés a cenar —me dijeron.

—Prometido —les contesté segundos antes de cerrar la puerta del taxi.

En el avión de regreso a casa reflexioné sobre todo lo ocurrido, vivido y sentido, y al encender el teléfono, como si de una broma se tratase, apareció un e-mail de otro padre, Manuel, un lector gallego, reprochándome «sin llegar a poner puchero», añadía, que le encantaba cómo escribía, pero que echaba de menos un poco más de presencia de los padres.

Le di la razón y le dije: «Escribo como madre, porque soy madre. Reivindico las emociones de las mujeres, porque soy mujer, pero prometo escribir más para padres, rendiros un pequeño homenaje a todos los que me leéis. Y digo pequeño porque unas cuantas líneas no hacen justicia a la maravillosa labor que hacéis en este camino».

Sois pieza clave en este puzle. Cada semana recibo en la consulta a docenas de padres y os confesaré que me encanta escucharos, me encanta contemplar vuestra visión de la paternidad desde ese prisma que nosotras no alcanzamos a ver. ¿Sabéis qué? Que envidio vuestra mentalidad práctica.

Las revisiones de salud a las que acuden los padres sin sus mujeres son por definición más cortas, van al grano. Hacen pocas preguntas y todas ellas importantes. A veces solo necesitan saber:

«¿Está todo bien?». Nada más. En muchas ocasiones terminamos hablando de otros temas que se alejan de la crianza y de la salud de los niños. Es realmente curioso y digno de estudio.

¿Y vuestra sensibilidad cuando habláis de vuestros hijos? Me enternece ver cómo os quitáis los escudos en la consulta o en vuestros e-mails y habláis de vuestra paternidad real, con vuestras luces y vuestras sombras, que también las tenéis. Sé que a vosotros os cuesta mucho más que a nosotras hablar de emociones; por eso, cuando lo hacéis, lo valoro tremendamente, es como si me hicieseis un regalo.

Nosotras hablamos de emociones casi a diario, no supone un esfuerzo; de hecho, lo necesitamos y por supuesto intento estar ahí, al pie del cañón, escuchándoos a todas. Nuestras necesidades emocionales son altas, como lo son nuestras expectativas.

Admiro vuestra capacidad de entendernos o al menos de intentarlo, porque reconozco que somos complicadas.

Hace unos días un compañero de profesión y de fatigas, amigo en las buenas y en las malas, me confesaba:

—Fíjate, Lucía, con la cantidad de niños que han pasado por mis manos, la cantidad de familias a las que he ayudado en todos estos años, con todos mis conocimientos y años de estudio, últimamente tengo una pregunta que me roba el sueño...

—¿Entonces? ¿Qué ocurre? —le pregunté preocupada.

—No te rías, ¿vale?

—¡Pero cómo me voy a reír! No seas tonto —le reproché mientras le apretaba fuerte la mano.

—Lucía... ¿Tú crees que seré un buen padre? —me dijo con una mirada hasta entonces desconocida para mí; una mirada de vulnerabilidad sin límites con destellos de miedo y emoción.

Soy de lágrima fácil, ¡qué le vamos a hacer! Pero en ese momento yo era la fuerte, ¿no? Sonreí, le puse mis dos manos sobre sus hombros y le dije:

—Serás un padre MARAVILLOSO.

—Eso espero —suspiró aliviado.

—Mira, a ti que te gustan tanto las historias, te voy a contar una, de un padre maravilloso, como lo serás tú.

Y esta fue la historia que le conté.

Hace unas semanas vino a revisión una niña que se llama María acompañada de su padre. No ha sido un padre joven, pero tiene tanta energía y desprende tanto amor que cada vez que entra por la consulta me alegra el día. Su mujer es tan encantadora como él, pero trabaja tanto que no es raro que sea él quien venga a consulta. Sin ninguna duda forman un gran equipo. Los adoro.

Era una mañana tranquila, lo que me permitió ir más relajada y profundizar un poco más en otras cuestiones que habitualmente, con el ritmo frenético de las mañanas, me veo incapaz.

Ese día venía muy contento, feliz. Y su hija, sentada en sus rodillas y orgullosa del papá que tenía, le colmaba a besos.

—¡Qué bien te veo! —le dije—. ¡Y qué bien lo estáis haciendo con María! —le felicité. Su historia era atípica, no fue fácil.

—Lucía, yo no sé si lo hago mejor o peor, lo que sí pretendo con María es ser el segundo mejor padre del mundo —me contestó.

—¿El segundo mejor padre del mundo? —le pregunté con curiosidad infantil.

—Sí, el segundo, porque el mejor padre del mundo ha sido y es mi padre. Así que yo, con llegar a ser la mitad de lo que ha sido mi padre para mí, conseguiré ser el segundo mejor padre del mundo. Aquello me dejó sin habla. Me eché hacia atrás en la silla, suspiré profundo y observé durante unos segundos cómo le apartaba el pelo de la cara e intentaba rehacerle la coleta con precisión de cirujano a pesar de sus grandes y bastas manos.

El tiempo se detuvo. Me hubiese quedado allí, como mera espectadora, durante horas, robándole esos minutos de intimidad a ese padre del que, sin saber demasiado de él, puedo asegurar que es un gran padre. No dejó de sonreír ni un solo instante, no dejó de mirarme a los ojos más que para mirar a los ojos de su hija. María no necesitaba más. Tenía todo lo que necesitaba en esos momentos: un padre sonriente y feliz que había ido a buscarla al colegio, que la había llevado al médico, que le había rehecho la trenza mucho mejor de lo que se la hubiese hecho yo y que, tras terminar la consulta, la llevaría a casa para comer juntos las lentejas que había dejado preparadas mamá. La cena le tocaría a él, en ese caso, esperaría a su mujer para poder compartir los tres juntos el día que habían pasado.

Porque no es tan difícil, porque las barreras nos las ponemos nosotros. Porque a María poco le importa a qué se dedica su padre, ni siquiera lo sabe, ni siquiera yo lo sé tampoco.

Porque lo que de verdad le importa a María es que papá está.

«Que papá me cuida porque me lleva al pediatra, que aunque no me gustan mucho las lentejas me las como porque mi papá también se las come, y se las come a mi lado. Que en los festivales del cole nunca falla. Que si me despierto por la noche con una pesadilla siempre tiene una historia divertida que contarme o una caricia que darme. Que me llena de besos y abrazos. Que aunque haya días que venga cansado del trabajo siempre tiene un ratito para estar conmigo, para jugar conmigo, y yo no entiendo de relojes ni de minutos, pero lo que está me sabe a gloria. Que, si hay días en los que no aparece por estar de viaje, al volver es tanto lo que recibo de él que se me olvidan los días de ausencia.»

Lo que de verdad le importa a María es que es su padre, que no tendrá otro y que pase lo que pase siempre podrá contar con él.

Porque si pienso en mi padre no podría imaginarme un mejor padre que el que ha sido. ¿Perfecto? Por supuesto que no, pero es mi padre, insustituible. Y al pensar en el padre de mis hijos y en el amor profundo y sincero que demuestran hacia él, tampoco podría imaginarme un padre mejor. ¿Con defectos? Por supuesto, ¿y quién no? Pero es su padre, insustituible.

Mi amigo se emocionó al escuchar la historia.

—Quizá no seas el mejor padre del mundo, ¿quién mide eso? Es probable que te equivoques, como nos equivocamos todos, es posible que «en casa del herrero, cuchillo de palo». ¿Te crees que a mí no me ha pasado? Pero esto, querido, no entiende de sexos. Somos imperfectos por naturaleza, pero nos une algo que va más allá de lo inimaginable, que es el amor incondicional por nuestros hijos. Eso nos hace ser mejores personas, ellos sacan lo mejor de nosotros mismos, nos transforman en seres más generosos, empáticos y compasivos, y eso nos convierte en padres maravillosos.

Sí, amigo mío, sí; no lo dudes más, serás un padre maravilloso y yo estaré aquí para recordártelo.



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