Hablemos claro
Distintas emociones, distintas velocidades. Respeta lo que tu pareja siente y cómo lo siente y pídele que él haga lo mismo.
No te exijas tanto, no exijas tanto.
Déjate fluir y deja fluir.
Busca puntos de encuentro y no de desencuentro.
Aprende a delegar y... disfruta del viaje.
Sentimos diferente porque somos diferentes. No en cuanto a derechos y obligaciones, es evidente que no. No hablo de hacer o no hacer. Hablo de sentir.
La llegada de un hijo nos cambia la vida, a todos. Y las mujeres somos conscientes de ello desde el mismo momento en el que el Predictor nos da positivo. Y no solo nos cambia la vida, sino que nos cambia el cuerpo, nunca volveremos a tener el cuerpo que teníamos antes. Es la naturaleza humana.
Para los hombres también es un shock coger por primera vez en brazos a un bebé que, de pronto, pasa a ser su responsabilidad ya para siempre y sin marcha atrás. En ocasiones me entretengo observando a los padres, cómo colocan sus brazos para recibir por vez primera a su hijo recién nacido. Me quedo con cada uno de sus gestos, con sus manos temblorosas, sus frentes perladas en sudor, su «un momento, ¿así está bien?».
Me enternece verlos tragar saliva antes de pronunciar las primeras palabras a su hijo. Lo hacen tan suave, tan dulce y tan tierno que en lugar de tanta foto yo grabaría estos efímeros instantes de sus vidas que ya no volverán.
Las mujeres, sin embargo, cogen a sus criaturas sin pedir permiso, con decisión, con un ímpetu que no deja de sorprenderme; como si hubiesen pasado años cuidando bebés, reclamando con ansia lo que les pertenece por pleno derecho, por plena vida. Es maravilloso.
Sin ninguna duda vamos a velocidades diferentes.
Las mujeres empezamos este viaje de lleno, con todo el equipaje listo, preparadas, concienciadas, emocionadas y excitadas por arrancar. Temerosas a veces, pero decididas a emprender el viaje más fascinante de nuestras vidas. Y empezamos este camino el día en el que acudimos por primera vez al ginecólogo y escuchamos el latido de un nuevo ser dentro de nosotras. En ese momento pisamos el acelerador y ya no nos detendremos.
Cuando nace nuestro hijo tras nueve largos meses de llevarlo en el pensamiento a cada instante, es como si hubiésemos vivido con él toda la vida. «¿Y qué hacía yo antes de ser madre?», te preguntas en el primer cumplemés de tu hijo.
Sin embargo, los hombres empiezan mucho más despacio, van cogiendo velocidad con el paso de los meses, van experimentando las maravillas de la paternidad en su propia piel poco a poco. Y esto también es la naturaleza humana, incluso animal.
Las hembras de los mamíferos están programadas genéticamente para cuidar de sus crías como su única prioridad. Durante un tiempo no hay nada más importante que mantenerlas a salvo y alimentarlas. Y este sentimiento, esta necesidad de las osas o de las leonas, también lo tenemos las mujeres.
«Es que no puedo entender cómo se te ha ocurrido eso. Lo que pienso es que no quieres a nuestro hijo como yo le quiero», escucho de vez en cuando en la consulta tras una discusión acalorada que no tenía por qué haber presenciado.
Error. Nos equivocamos las mujeres si pensamos que nosotras queremos más a nuestros hijos que los padres.
«Si quisiera al niño como yo le quiero, no habría hecho eso», me confesó una madre hace no mucho.
Una vez más, error.
Padres y madres queremos muchísimo a nuestros hijos. De hecho, los queremos todo lo que se puede querer a alguien. Lo máximo. En nuestra escala del querer, nuestros hijos llegan al tope, a lo más alto.
¿Qué ocurre entonces? Que hombres y mujeres manejamos escalas diferentes.
Si a un padre le preguntas si sería capaz de dar la vida por su hijo, no te dejaría terminar la pregunta. La respuesta afirmativa llenaría toda la sala.
«Sí, sin duda. Ahora mismo. Sin despedidas. ¡Ya!», te diría.
En su escala de diez sobre diez, sin lugar a dudas es un diez. Exactamente igual que la mujer: diez sobre diez. Pero nuestros sistemas métricos son distintos. Y debemos aceptarlo.
Del mismo modo que no eres capaz de preguntarle a tu hijo: «¿A quién quieres más, a papá o a mamá?», no hagas la afirmación equivocada: «Yo quiero más a mis hijos que su padre», porque no es así.
Evidentemente hay de todo en este mundo y hay padres cuyo sentimiento de paternidad ni lo han conocido ni lo van a conocer, y mujeres a las que les ocurre algo similar, pero no hablamos de excepciones, sino de lo habitual en familias que pasan a diario por mi consulta, algunas de las cuales se enzarzan en discusiones absurdas que están mal concebidas desde su origen.
Veo a mujeres darse cabezazos contra la pared cargando contra sus maridos porque no son capaces a renunciar a determinadas cosas de su vida a las que nosotras hemos renunciado sin que nadie nos lo pidiera. Y se escudan en el equivocado: «No le quiere como yo». Y no llegan a comprender que, una vez se hayan repartido todas las tareas por igual, una vez hayamos cumplido con todas las obligaciones por igual, podemos invertir el escaso y pequeño tiempo que nos queda en lo que nos llene. Quizá él necesite una hora de deporte y sin embargo tú prefieres quedarte en casa con tu hijo plácidamente viendo juntos una peli o simplemente verle jugar entre tus piernas. ¿Qué hay de malo? Confieso que en mi primer año de maternidad yo no deseaba otra cosa que invertir mi tiempo libre en familia, juntos. Con los años empecé a necesitar otras cosas y sí, yo también sentía la necesidad de mi hora de deporte al día o de mis momentos de intimidad en exclusiva.
Reconozcamos que a las mujeres durante ese primer año nos cuesta enormemente separarnos de nuestros hijos, también esto forma parte de la naturaleza animal (cuidar de nuestras crías), pero no te enfades ni culpabilices a tu marido si él necesita emplear ese breve espacio de tiempo de descanso en otras cosas que no sea su hijo. No por ello le quiere menos, en absoluto.
Eso sí, partiendo siempre de la base de que las tareas y obligaciones familiares y del hogar han de ser repartidas entre ambas partes; de lo contrario, rompemos la baraja, yo la primera.
Actualmente, hombres y mujeres trabajamos a pleno rendimiento, nuestras obligaciones y exigencias laborales son, en muchas ocasiones, equiparables, así que, si ambos hemos decidido tener hijos y ambos hemos optado por no renunciar a nuestra vida profesional, ambos debemos asumir la responsabilidad de cuidar de los hijos, de la casa y de la familia, por igual y sin excepciones.
Con el paso de los años, una descubre que también necesita un paréntesis en la crianza, con el tiempo empiezas a desear salir de nuevo a comer con tus amigas, incluso programar una cena y unas copas después. De pronto reivindicas tu derecho a desconectar como madre y hacer cosas que nada tienen que ver con la crianza de tus hijos, y no por ello los querrás menos, todo lo contrario, los querrás más y más. ¿Qué ocurre entonces? Que efectivamente nosotras también tendremos esa necesidad, pero nace más adelante.
Hombres y mujeres llevamos ritmos diferentes, velocidades diferentes y, por supuesto, sentimos diferente.
El inicio de todas estas conversaciones que presencio en mi consulta deberían empezar con un...
«Yo siento diferente que tú. Primero porque soy mujer y tú eres hombre y eso ya nos diferencia. No soy mejor ni peor, soy y siento diferente. Lo que para mí es importante, quizá para ti no lo sea, y a la inversa. Soy mujer y eso me hace ser más emocional y sentimental, quizá no sea tan práctica y clara como tú, pero este es mi sentir y es tan válido como el tuyo, el cual respeto.»
Cuando las madres vienen solas, tras varias visitas hablando de lo dura que es la maternidad, de lo solas que se sienten en ocasiones, de la cantidad de dificultades que se han encontrado y de las que nadie les había hablado, muchas de ellas terminan expresando el deseo de cambiar a sus parejas.
«Quiero que cambie, necesito que cambie», me dicen.
Y yo no es que no crea en los cambios, por supuesto que creo, pero no creo en los cambios impuestos, ni en los cambios bajo amenazas, ni en los cambios que suponen una traición a tu propia esencia. Y nuestra esencia como mujeres es diferente de la de los hombres, nuestras velocidades también lo son...
Hace tan solo una semana lo volví a vivir. Una madre, fruto de la desesperación y al borde del divorcio, le reprochaba en mi presencia a su marido un sinfín de cosas. Aquel hombre con el bebé en brazos mantuvo el tipo todo lo que pudo; sin duda, aquella explosión de su mujer le había pillado por sorpresa. A mí también. Intenté desviar la conversación para calmar los ánimos, pero ella, al ver que él no reaccionaba, atacó su manera de ser, atacó a su yo más íntimo y personal. Pude coger aire antes de que el tsunami nos alcanzara...
—¡Ya está bien! —gritó el padre—. ¡No intentes cambiarme! ¡Soy como soy! ¡No intentes cambiar mi manera de relacionarme con mi hijo! ¡Es tan válida como la tuya!
Y, tras el tsunami, el silencio invadió la habitación. Hasta el bebé se quedó inmóvil, con su manita pegada a la barba de su padre, con la que hasta hace unos segundos jugaba alegremente. Solo movía sus ojos, miraba a papá, miraba a mamá, volvía a mirar a papá. Finalmente acurrucó su cabeza en el pecho del padre en busca de un lugar seguro. Su diminuta mano derecha trepaba de nuevo hacia la barba de papá y su mano izquierda de pronto se alzó llamando a su mamá.
Su madre captó el llamamiento, el mensaje. Se acercó, le besó la manita y le dijo entre lágrimas:
—Ya está, cariño, ya está. Mamá está aquí.
La escena me enterneció.
Desde mi posición, emociones aparte, lo vi claro: velocidades diferentes, prioridades distintas. Ella, absorbida por una maternidad llena de sombras, de miedos, de preocupaciones, de futuribles... Él, viviendo el momento con tranquilidad y sin prisa, ajeno a las necesidades de su mujer, reconociéndose por fin como padre del bebé que tenía en brazos y que había pasado los primeros seis meses de su vida mamando sin descanso, pero que ahora, al fin, jugaba con su barba.
Y cuando volvía a casa pensando en esta familia y en lo que les había intentado explicar, no sé si con éxito, pensé en mi propia maternidad, en la llegada de mi primer hijo a casa hace ya más de nueve años, y deseé que alguien nos hubiese explicado esto mismo:
Distintas emociones, distintas velocidades.
Respeta lo que tu pareja siente y cómo lo siente, y pídele que haga lo mismo.
No te exijas tanto, no exijas tanto.
Déjate fluir y deja fluir.
Busca puntos de encuentro y no de desencuentro.
Aprende a delegar y... disfruta del viaje.
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