martes, 27 de marzo de 2018

EL SABIO

Le gustaba decir que lo imposible 
no es más que lo posible que se ignora.

Era uno de esos hombres que respiran
el aire caudaloso de los libros y piensa
que la sed de la vida sólamente la calma 
el agua dulce del conocimiento.

Solía repetir que las pasiones
son lo contrario de la inteligencia,
y la razón un fuego que se apaga
en cuanto se abandona:
lo mismo que la luz vuelve a la noche,
lo que se olvida vuelve a ser lo que no se sabe.

Al hablar, parecía
que abrirse las palabras con las manos
para buscar en su interior la esencia de la verdad
y el ámbar del sentido:
sus frases trituraban las ideas
como muelen el grano de los números
las aspas de las multiplicaciones.

Era tan sabio que era incapaz de admitir 
las normas del azar y la ley del deseo.
Tal vez es que viviese en la inocencia
de quien cree entender aquello en que no creee
y es parecido a un junco
que en mitad de un ciclón
pensara ser el látigo que va a domar al viento.

Un día, una mujer que no esperaba
le enseño de qué modo arden la lógica,
las certezas y el orden
dentro del corazón.
No quiso saber más; cerró los ojos 
y ya sólo buscaba aquella sangre llena de respuestas,
aquel calor sin interrogaciones.

Hoy ya ha vuelto a su mundo de horas fértiles
y tintas cosechadas.
Regresó entre sus libros lo mismo que el soldado
que al final de una guerra, lleno de cicatrices
que son el matasellos de la muerte,
vuelve a ser albañil o juez o panadero.

Cuando alguien le pregunta
qué aprendió en esos años, siempre dice:
- Es sencillo:
la palabra distancia cambia con los kilómetros
y la palabra amor con las heridas.

Benjamín Prado


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