Esa primera vez -no sé si la recuerdas-
estaba ya, mi cuerpo sin saberlo,
condenado a tu piel. Y tú no eras
la mujer de mi vida. Y yo tenía
el corazón perdido en mis asuntos.
Yo no te amaba aún. Era el deseo
corriendo a borbotones por mis venas.
Era un cuerpo, la carne, lo que andaba
arañando tu piel. Y hasta mis besos
eran necesaria pasión de madrugada.
Apenas si me hablaste. Susurrabas
con torpeza mis nombre. Y asustada
me mordiste en el cuello. No te dije
ni mi amor, ni mi vida, ni las cosas
que luego mordería de tu boca.
Cuando bebí de ti, cuando rompiste
en un grito imposible, cuando el mundo
se deshizo lo mismo que tu vientre,
ni siquiera -ya ves- en ese instante
me enamoré de ti. Sólo el deseo.
Esa primera vez, al levantarnos,
en silencio los dos y sin mirarnos,
y salir a la calle, tu cintura
grabada aún en las yemas de mis dedos,
buscamos un café.
Y fue en ese momento.
Sonreíste y alzándote en la silla
me besaste en los labios muy blandito,
Y yo miré tu cara. El dulce roce
de tus pezones rompiendo la camisa,
tus ojos que buscaban el recuerdo
de la pasión sentida en mis mejillas...
Y, sobre todo, ese gesto que luego adoraría:
tus dedos recorriendo la palma de mi mano.
Y fue entonces,
supe que te amaría para siempre.
Rodolfo Serrano
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