Y luego estaba el mundo. La tristeza
de una habitación deshabitada.
Estaba el hombre. Y ese puro instante
en que la vida misma se asomaba
como un sueño sin dios ni pastillas.
Vivíamos sabiendo que las cosas
no tienen el final que uno desea.
La palabra y el viento conocido,
los años por el agua, cuando todo
es una fiesta inútil y perdida.
Devorábamos besos. Y las manos
buscaban los momento más intensos,
la pureza de una carne en la alta noche,
el deseo más limpio y primitivo,
las horas desatadas de los días.
Y cuando todo al fin fue cuerpo muerto
y vinieron a la puerta los temores,
entonces no supimos enfrentarnos
a la desesperación de haber perdido
el paraíso, la patria de la infancia.
Rodolfo Serrano
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