A veces la vida no lo pone fácil
porque hay días que son como pasillos angostos
que debes cruzar a través de fantasmas y despedidas.
Son días que se asumen como rotos,
en los que la resta está garantizada
y en donde no hay mejor motivo
que esperar a que baje sus párpados la noche
y se deje ir como un muerto necesario.
Son malos días para subirse a un libro de Pessoa
o para abrir la voz de Damien Rice por el pasillo
aunque sepas de sobra que ambos te comprenden.
Solo queda tratar de llenarlos con buena compañía,
con una película sin fondo o un partido contra la nostalgia,
-o con las palabras precisas de alguien que te haga ver
que no hay tanto desamparo en la caída,
que caer es una forma de sentirse vivo-.
Eso y esperar a que de madrugada el viento de la noche empuje,
como si de un barco se tratara, todo ese gris tan nuestro
y traiga limpio el porvenir,
porque lo cierto es que cuando vienen días como estos
y se quedan
uno tiene la sensación
de que la vida no ha empezado,
de que la vida aún
no ha empezado del todo.
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