No quiero hablar de nacionalismo, de ese sentimiento de pertenencia a algún sitio o de ese amor del que tanto hablamos por un lugar en concreto. No, es más que eso. Es un lugar maravilloso, donde los viernes, como hoy, me gusta refugiarme. Irme a curar del estrés de la ciudad, ese estrés que parece ser muy necesario en los madrileños, a veces es comparable con la droga.
Hoy necesito de sus campos, de sus montañas, de mi casa, de mi chimenea, de mi jardín. Es mi infusión de tila, es mi calma, es mi momento. Y sí, estamos hablando de un pueblo, pero de un lugar mágico y especial. En el que recargo las pilas mirando al valle desde mi ventana. Donde las puestas sol son espectaculares y ni las miles de fotos que hacemos, les hacen justicia.
Aquello es vida. La mente se relaja, el corazón vuelve a su ritmo natural. Sana.
Necesito a alguien que me diga: ¡Para! El estrés del día a día me consume. Soy mucho más fuerte de lo que creía. Mi mente es más fuerte, es la que manda, la que desgasta al cuerpo y en su carrera, le deja atrás. No me doy cuenta, no soy consciente de que tengo que dormir, que tengo que echar el freno, que necesito un momento conmigo misma. Me encanta mi trabajo, me gusta estudiar, estar con mis amigos, salir, entrar, conocer sitios. La vida es muy muy corta. Los años pasan demasiado deprisa, las horas vuelan... ¿Veis? Ya empiezo a pisar el acelerador. Me gusta la velocidad, en la carretera y en mi vida.
Quiero volver a mi lugar favorito. Es casi una necesidad. Adoro Madrid, pero a veces tenemos que darnos un tiempo.
Patricia Izquierdo Díaz
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