Hace unas noches volví a soñar con que me dejaban. Recuerdo el sentimiento de estar sola rodeada de todas mis amigas, apoyándome, como han hecho siempre. Sin soltar una lágrima. Y no porque no le quiera. Sino porque siempre tengo a mano ese escudo que cada día es más fuerte, más robusto, más a prueba de balas, más impermeable a cualquier emoción humana.
El vacío, el dolor, el recuerdo de los que anteriormente lo hicieron se juntó, y aún así, no lloré, no sentí. Es como si un juguete no pudiera estar más roto, un juguete que ya no funciona, ni funcionará. Un monstruo lleno de cicatrices, de heridas, frío. Pero es que cuando has rozado el fondo, cuando perdiste todos los caminos, cualquier luz que te iluminara, cuando te sumiste en la oscuridad más dolorosa, pocas veces sales ileso de ello.
Vi la película del francotirador, no sé si la habréis visto, pero me siento algo identificada con el personaje. Ves, sientes, haces, te hacen cosas que te marcan de tal manera que no vuelves a ser tú, que tu esencia se pierde con cada disparo que recibes, que tu forma de ser, tu amor hacia los demás se va junto con la sangre que se derramas.
Respiras, es cierto. Vives, sí. Pero los días no cuentan, los días solamente pasan.
Eso sí, cuando desperté y le vi a mi lado. Hice lo que siempre hago cuando dormimos juntos, buscarle. Se ha convertido en mi bote cuando la marea amenaza, en mi aire cuando siento que no puedo respirar, mi suelo si siento que mis cimientos se tambalea. Le busqué y le toqué. Esa es su magia, darme la paz que necesito hasta cuando él duerme.
No es mi pegamento, no es mi escudo, ni es mi príncipe azul que vino a salvarme de toda la mierda que tengo encima, no es el borrador que vino a limpiar mi pasado. Es la paz, la estabilidad y la felicidad que un juguete roto necesita para volver a vivir.
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