Era viernes noche en Madrid. Oleadas de personas
llenas de prisa se desplazan hacia todas partes y te hacen sentir partícipe del
ritmo de vida madrileño y de su magia. Algo irónico, porque, precisamente, lo
peor de Madrid es ese estrés que todos te transmiten con tanta facilidad. Voy
vestido de traje y corbata –acabo de salir de trabajar-, algo que me ilusionaba
mucho cuando conseguí el trabajo, pero que en pocos días he empezado a odiar.
Me parece algo caro, incomodo e innecesario, aunque supongo que no estoy para
exigir.
He quedado con un amigo del pueblo en las
afueras de Madrid, cerca de donde vive, para irme con él en su coche y así
pasar el fin de semana en casa. Ahora mismo me siento un poco nervioso porque
es la primera vez que cojo el metro –llevo muy poco tiempo viviendo aquí, y
para ir al trabajo no lo necesito-. Voy solo, como todo lo que hago en esta
ciudad –aquí estoy lejos de familia o amigos y apenas conozco a nadie-. Al
subir al tren, consigo asiento en un rincón. Inmediatamente después, un poco
avergonzado por estar rodeado de tanto desconocido, dirijo mi mirada hacia el
suelo e intento pasar desapercibido en un vagón atestado de gente.
“Al final no se ha dado mal”, me repito una y
otra vez. Por norma general me considero bastante inseguro, y salí del piso con
el miedo a equivocarme de tren o a protagonizar una de mis frecuentes torpezas,
pero al final no he tenido ningún contratiempo.
Las paradas se van sucediendo y, poco a poco, el
metro se va vaciando de gente según vamos recorriendo la línea. La mía es una
de las últimas paradas, y ahora, con el vagón algo más vacío, me siento más
valiente para levantar la vista y fijarme en las personas que quedamos en él.
Quienes más llaman mi atención son un matrimonio joven, que están sentados a mi
lado intentando controlar las trastadas de su hijo pequeño, al que ya se le ve
en la cara que es un diablillo. También hay dos chicos, de unos veinte años,
que van escuchando música, un tanto rara, a través de un altavoz portátil, cosa
que no entiendo y que me molesta a partes iguales. Uno de ellos luce una
camiseta en la que aparece una foto de Michael Jordan con una de sus citas
célebres: “Key to success is failure”. Y, la persona que más me llama la
atención, es ella. Es guapa. Guapísima. De pelo negro y uno sesenta y pico de
altura, estimo. Lleva una sudadera gris ceniza, unas mallas negras y unas
zapatillas de color blanco nuclear. Ella sola ilumina el vagón. Me atrevería a
decir que su sonrisa destaca más que la luna llena sobre el cielo estrellado
que luce hoy, orgullosa, Madrid. Va acompañada de un chico, supongo que será su
novio. Tras deducirlo, siento envidia de él y vuelvo a mi mundo.
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