Mucha gente ve la música como un pasatiempo,
como ese trabajo menor al que dedican sus años
esos jóvenes con vida de cigarra
al lado del hormiguismo colectivo
que realmente trae riqueza a este país,
riqueza contante y sonante,
la de los trabajadores que olvidan sus sueños
de 8 a 2,
de 4 a 7.
Lo creen.
Pero cuando les rompen el corazón,
no van al dentista a quitarse una caries del pecho,
ni a una oficina bancaria para que los asesoren
sobre los tipos impositivos para los amores terminados.
No acuden a una fábrica de producción en cadena
en busca de consuelo en serie para amantes rotos.
No pueden.
Entonces acuden a una canción,
abren su gramola,
buscan los versos certeros de un poeta
que dio alas a la vida volcándola en un disco
y se quedan a vivir allí, entre esos acordes,
en ese dolor que también explica su dolor
y la escuchan una y otra y otra y otra vez.
Y lloran.
Por eso, cada vez que se te pase por la cabeza
que la música es un trabajo menor,
un mero pasatiempo,
piénsalo de nuevo, esta vez pensando en ti,
en lo que has recibido de sus manos.
Tal vez la música sea la única que entonces acuda a tu rescate.
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