Hoy alguien me ha preguntado si me ocurría algo. Yo he contestado “estoy bien”, y me ha dado miedo cómo ha sonado mi voz al decirlo.
La persona que preguntaba me creyó sin notar nada raro.
Y de repente (o de nuevo, u otra vez, o como siempre) me he acordado de ella. De esa niña salvaje y despeinada a la que no podía (ni sabía, ni quería) mentirle. Esa que me miraba seria, me clavaba sus ojos oscuros, y sin necesidad de hablar me decía que a ella no podía (y tampoco sabía, y tampoco quería) engañarle con mi palabrería.
No estoy bien. Hace mucho tiempo que no estoy bien. Aunque por aquí nadie parece notarlo y todos me felicitan, los hombres con chaqueta que me dan la mano y saben de números y las chicas con vestidos caros que siempre acaban tirados en algún rincón de mi habitación para no volverlas a ver al día siguiente, y me llueven los elogios, y todos envidian la manera en que me van las cosas, y me repiten que soy un afortunado. Y a veces me muero de ganas de gritar, de gritarles que no estoy bien, que no recuerdo la última vez que lo estuve, que cómo puede ser que mienta tan perfectamente que nadie nunca consiga darse cuenta, pero aunque lo intento nadie me escucha. Creo que nadie de ese montón de personas que me dicen todo eso diariamente se para a preguntarse nunca si estoy bien. No si tengo energía, no si estoy contento, no si estoy ilusionado, sino si “estoy bien”.
Nunca nadie se ha vuelto a preocupar por mí como aquella niña salvaje y despeinada, tan alejada siempre de los focos, tan en su mundo extraño y complejo, tan rara que me enamoró como absolutamente nadie ha vuelto a hacerlo.
Ella, en su encomiable intento de ser feliz sin lograrlo, y a la vez, sin darse nunca por vencida. Ella, llorando por ver a un perro callejero con una soga al cuello y poniendo su integridad en juego sin dudarlo para ir a quitársela desoyendo las voces de su madre preocupada advirtiéndole que ni se le ocurriera, ella, que ya de pequeña decía que ir al zoo era la crueldad más grande del mundo, ella, que en cuanto llegaba a casa se quitaba los zapatos y me bromeaba (no estoy tan seguro de que fuera broma) diciendo que un día iba a renunciar definitivamente a ellos e iba a ir descalza siempre.
¿En qué momento se separaron nuestros caminos? ¿En qué instante los focos brillaron tanto que cegaron todo lo demás? No lo sé, pero hoy me he dicho basta. Hoy me he dicho que no iba a pasar un día más sin atreverme a hacer lo que llevo años necesitando hacer, y sin darme tiempo a pensar (temía que de hacerlo volviera a ganar mi parte mentirosa) me he subido al coche y he conducido durante horas hasta aquí.
Inspiro, lleno de aire mis pulmones, y siento ese olor tan característico de este lugar. Diría que nada ha cambiado, pero me estaría mintiendo, y bastante lo he hecho ya todos estos años. He cambiado yo. Y habrá cambiado ella. No sé de su vida, de sus circunstancias, si quizás tenga pareja o incluso hijos, quien sabe. Han cambiado aquellos que fuimos, y ha cambiado absolutamente todo a nuestro alrededor.
…Y aun así, algo por dentro me late diciendo que hay cosas que permanecen por siempre.
Porque hoy alguien me ha preguntado si me ocurría algo. Yo he contestado “estoy bien”, y me ha dado miedo cómo ha sonado mi voz al decirlo.
Porque la persona que preguntaba me creyó sin notar nada raro.
Y porque sé que el planeta entero podría tragarse fácilmente mi palabrería, mi convicción y mi encanto cuando quiero disimular algo menos una persona.
Camino por las calles desiertas del pueblo hasta la suya (si es que sigue siendo la suya), como lo hice durante tantos años, y mientras lo hago vuelvo a sentir cosas que creí que habían desaparecido, pero no, tan sólo estaban adormecidas, entumecidas por un futuro “exitoso” en el que nos fuimos olvidando de cuál es el mayor éxito de esta vida y lo poco importante que es cualquier otro tipo si no tienes ese.
Camino por las calles desiertas y vuelvo a ser aquel niño, aquel adolescente que se sentaba en la esquina antes de llegar a su puerta durante horas esperando a que ella se saltara por la ventana en mi busca, y entonces el mundo volvía a dolernos un poco menos.
Giro la última esquina (esa esquina) antes de llegar a su puerta, y justo cuando me empieza a entrar la cordura y, por consiguiente, el temor a qué estoy haciendo, por el fondo de la calle aparece una chica con varias bolsas de la compra en ambas manos. Una chica salvaje y despeinada con un vestido rojo de tirantes que tiene pinta de ser absoluta y maravillosamente barato, con un viejo y fiel perro al lado al que ya ni siquiera se le nota que un día tuvo una soga en el cuello, y unos ojos oscuros se vuelven a clavar en mí haciéndome entender que, después de todo, hay cosas que nunca cambian.
Por cierto, la chica va descalza.
Suelto mi bolsa en el suelo, respiro, y por fin comprendo todo:
De todos los lugares del mundo donde podría estar ahora mismo, el único al que llamo hogar es ella.
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