Ella lo tenía claro, que por su forma de vivir, la península le quedaba pequeña.
Nada más despertar, veía por la ventana esa intensidad llamada vida.
Nada más amanecer, ya quería comerse el mundo, ni le daba tiempo al café, a quitarse la pereza, que él, ya veía su sonrisa.
Y al tocar la calle, ella ya esquivaba la rutina, ya dibujaba su camino de baldosas amarillas, ya volaba más rápida que el tiempo.
Ella era capaz de dejar títere sin cabeza. Llamémosle títere: a los políticos, a los ladrones, a los suicidas, a los toca niños, a los corruptos…
Solo con mirarlos, los dejaba sin argumentos, ya que la intensidad de una mirada es más eficaz que la falsa inocencia.
Por eso ella era única, era esa intensidad que le falta a uno y les sobra a otros. Porque la intensidad se lleva dentro, pero muy pocos saben cómo usarla.
Ya que no es fácil saber vivir con una sonrisa en la cara, o con un libro debajo del brazo, o cantar bajo la lluvia, o ver el mar en plena Gran Vía. Por eso ella era tan intensa. Era tan suya.
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