jueves, 27 de octubre de 2022

Pero si solo fue un segundo

 Los ahogamientos suponen la segunda causa de mortalidad accidental infantil en menores de catorce años en España.

Más de cinco mil niños mueren ahogados cada año en Europa.

—¡Cariño, este año tiramos la casa por la ventana! ¡Qué bien hemos hecho alquilando esta casita con piscina particular! El niño ya tiene cinco años y lo disfrutaremos de lo lindo. Voy a hacer algo de compra y vengo enseguida —dijo Diego entusiasmado.

—Perfecto, yo voy a deshacer las maletas —contestó Silvia con la ilusión de una niña con zapatos nuevos.

Acababan de llegar a la casa de veraneo, un precioso chalet en la costa del Mediterráneo.

—Álvaro, cariño, voy al baño un minuto. A ver cómo tocas el tambor, que yo te oiga —le dijo su madre.

Álvaro empieza a tocar con toda la energía de un niño feliz, sin preocupaciones y con la excitación de comenzar las vacaciones familiares en una casa nueva.

«Pom, pom, pom», escuchaba su madre desde el baño.

De pronto, el tambor dejó de sonar.

«Tiene cinco años, Silvia, relájate, ya es mayor», pensó mientras terminaba de hacer pipí.

¿Conocéis ese sexto sentido de una madre que a veces te empuja a pensar lo impensable? Pues ella lo pensó, lo imaginó, lo vio y salió corriendo, aterrada.

—¡Álvaro! ¡Álvaro! ¿Dónde estás?

Silencio.

El tambor estaba en mitad del suelo del salón, sin Álvaro aporreándolo. Vio la puerta del garaje abierta y bajó las escaleras de dos en dos:

—¡Álvaro! ¡Álvaro! ¡Contéstame! —gritó.

Silencio.

Llegó al garaje, no había nada, no había nadie. Volvió a subir las escaleras, esta vez de tres en tres. Su corazón no podía latir más deprisa, sus pensamientos la asfixiaban. Entró de nuevo al salón. Una corriente de aire movió las cortinas que invadieron la mitad de la habitación en señal de aviso, de alerta, de alarma: la puerta hacia el jardín estaba abierta.

«¡Dios mío! ¡La piscina!», pensó.

Nunca había tenido una casa con piscina, por lo que esa no fue la primera opción y por lo que inconscientemente pensó en las escaleras hacia el garaje, en una caída, en un tropiezo, lo que fuera menos en la piscina. No, eso era impensable, inimaginable.

Pero fue. Salió al jardín y lo vio. Silvia me asegura que su corazón se paró durante tres segundos cuando encontró a Álvaro. Y la creo.

El pequeño estaba en el fondo. Boca abajo. Hundido. Ahogado. Silvia afirma que estaba muerto. Se lanzó al agua, lo sacó, lo reanimó. Nadie le había enseñado, pero ella lo hizo. Gritó, lloró, suplicó ayuda mientras masajeaba el cuerpo inerte de su hijo, mientras le insuflaba aire a sus pequeños pulmones, mientras imploraba otra oportunidad de vida.

—¡Por Dios, que alguien venga a ayudarnos! —gritó. Y habló en plural, ayudarnos, porque Álvaro iba a salir vivo de esta, lo iba a hacer.

La ayuda llegó: primero un vecino que escuchó los alaridos de una madre desesperada, luego la Guardia Civil y finalmente el SAMU. Para entonces su madre ya le había salvado la vida. No sabía cómo lo había hecho, pero lo había conseguido.

Tras tres días ingresado en el hospital, Silvia me mandó un mensaje con una foto de Álvaro. Estaba feliz, con un pijama azul dos tallas más grande, sonriente, con el pulgar hacia arriba y con un: «Hace cinco años le salvaste la vida, en esta ocasión se la he salvado yo. Muchísimas gracias por preocuparte, por existir y por permanecer en nuestras vidas. Volvemos a casa».

Los ahogamientos suponen la segunda causa de mortalidad accidental infantil (después de los accidentes de tráfico) en menores de diecinueve años en Europa y en menores de catorce años en España. 

Más de cinco mil niños mueren ahogados cada año en Europa.

En España, cada año sufrimos la pérdida de cuatrocientas cincuenta personas de todas las edades: entre veinte y treinta de los fallecidos son niños.

Nací y crecí en Asturias. Mi contacto con las piscinas durante mi infancia no salió de la municipal de Oviedo y de los siete u ocho días soleados de nuestro verano cuando, mochila a los hombros y bocata de atún en mano, pasábamos la tarde entre amigos. Nunca escuché que nadie se ahogara en piscinas, el motivo es evidente, casi no existen las piscinas privadas, el clima no acompaña. Sin embargo, los asturianos, como los cántabros, gallegos y vascos, tenemos un respeto profundo por el mar. Traicionero, peligroso y, en ocasiones, despiadado. Cada verano las portadas de nuestros periódicos se llenaban de historias desgarradoras de niños, adolescentes, padres y hasta expertos marineros ahogados en el Cantábrico.

Cuando llegué a Alicante y comprobé que muchas de las urbanizaciones tenían piscina y que la mayoría de ellas no estaban valladas, me sentí desconcertada. Cuando además descubrí que muchas de ellas ni siquiera tenían socorrista porque las dimensiones de las piscinas no obligaban a ello, pensé: «¡Qué temeridad!». Pero cuando empecé a ejercer y llegó el primer niño ahogado a mi guardia, me vine abajo.

—Pero si solo fue un segundo —repetían una y otra vez aquellos padres destrozados y abatidos de dolor y culpa.

Días después de este drama se celebró la primera reunión de comunidad de mi urbanización. En ella observé atónita cómo buena parte de la reunión discurría entre los pros y los contras de poner una valla alrededor de la piscina.

«¿Cómo? ¿He oído bien? ¿Están hablando de contras?», pensé.

Al ser la recién llegada, decidí seguir escuchando antes de intervenir.

Había escuchado bien: contras de poner una valla. ¿Sabéis cuál era la razón principal por la que un grupo de vecinos no quería ponerla?

Por estética. Según ellos, era antiestético.

—Yo siempre he vigilado a mis hijos en la piscina y nunca les ha pasado nada.

Pero ¿qué tipo de razonamiento era ese? Pero ¿de verdad pensáis que los padres que han vivido la desgracia de perder a un hijo ahogado no hubiesen dado su vida por haber cambiado ese segundo de su historia?

No daba crédito a lo que oía. Cuando pensé que ya lo había escuchado todo vino la peor parte.

—Como no nos ponemos de acuerdo, vamos a votar: valla, sí; valla, no —dijo el presidente de la comunidad.

«¿Votar? ¿Votar para evitar accidentes? Someter a votación el poner una valla que evite ahogamientos es como someter a votación “drogas, sí; drogas, no”, en el recreo del instituto», pensé indignada.

En ese momento no quise intervenir porque, ingenua de mí, daba por hecho que este sector del «no a la valla», aunque ruidoso, era minoría. Mi sorpresa fue mayúscula cuando ganaron por goleada: no a la valla y no al socorrista, «que costaba mucho dinero y, total, para lo que hace».

Sintiéndolo mucho y aun corriendo el riesgo de ganarme el calificativo de la oportunista de turno, intervine:

—¿Antiestético? ¿Estáis hablando en serio? ¿Sabéis que el uso de medidas de protección y barrera es la medida más eficaz para prevenir ahogamientos? ¿Sabíais que la segunda causa de mortalidad infantil por accidente en España es justamente esa, que uno de nuestros hijos muera ahogado? Todos los que estamos aquí tenemos hijos pequeños... ¿Estáis seguros de lo que habéis votado?

— Pues sí —me contestó una madre ofendida—. Aquí, en esta urbanización, cada padre vigila a sus hijos. Hemos votado y no hay nada más que decir.

Creo recordar que fue la última reunión a la que asistí. Durante los años que viví en esa urbanización me pasaba más tiempo en el jardín que en mi propia casa, «chupando banco», como solía decir, vigilando a mis hijos ya fuera primavera, verano, otoño o invierno. Aun con todo, una fría tarde de enero, al anochecer y delante de mis narices, presencié cómo mi propio hijo se caía de cabeza a la piscina, con abrigo, botas y bufanda, al salir corriendo detrás de un amigo y resbalarse en el bordillo.

Maldije aquella reunión y maldije aquella votación.

Afortunadamente, Carlos, a sus seis años, ya sabía nadar. Antes de que me lanzara a la piscina a por él (también con abrigo, botas y bufanda), él salía a flote y nadaba hasta la orilla entre sollozos de miedo, frío y angustia.

Mientras le consolaba, mientras le quitaba la ropa empapada y le abrazaba fuerte en un intento de que entrara en calor, en calor de madre y en calor de vida, mi mente viajaba por tres historias de tres familias que había conocido en el hospital.

La primera fue en el mar. Sí, en el mar Mediterráneo, ese que dicen que es tan tranquilo y que no tiene olas y que en nada se parece al traicionero mar Cantábrico. Allí mismo, en la orilla. Dos años. No pudo celebrar ningún cumpleaños más.

La segunda fue en una bañera; sí, en una bañera. Padre en el trabajo, madre con tres hijos. Hora del baño. Decide bañar a los tres a la vez. No es la primera vez que lo hace, ahorra tiempo y agua. Momento de salir: primero uno, luego otro y por último el tercero, de diecisiete meses. Cuando están los tres fuera con sus pequeños albornoces, suena el teléfono fijo. La madre sale del cuarto de baño en dirección a la habitación, que se encontraba a unos escasos cinco metros y dice:

—Ahora no puedo hablar, luego te llamo.

Al volver, el hijo pequeño se había asomado a la bañera aún con agua, a coger uno de los juguetes. Nadie se acordó de quitar el tapón... No logró salvarse ninguno: ni el juguete ni el niño. Dramático. Devastador.

En un palmo de agua y en un segundo.

Y la tercera fue un niño como Carlos, en la piscina de una urbanización como la de Carlos. Final feliz, como Carlos. Salvó la vida. Y la salvó no su madre, ni su padre, ni siquiera él, que aún no había aprendido a nadar, la salvó un vecino que nadaba en la piscina en esos momentos y que alcanzó a sacar al niño cuando ya estaba sumergido en el fondo con la inmensa suerte de que además tenía conocimientos en reanimación cardiopulmonar. Lo sacó adelante. Creo que esos padres no tendrán vidas para agradecer lo que hizo por ellos. Tras un par de días ingresado porque sus pulmones no terminaban de oxigenar adecuadamente, regresó a casa, sano y salvo, a su bonita urbanización sin la antiestética valla.

Una vez seco, desnudo y envuelto en mantas, Carlos dejó de tiritar de frío y yo, empapada en sudor y en recuerdos, empecé a tiritar de miedo pensando en lo que todos aquellos padres me habían dicho:

—Pero si solo fue un segundo.



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