Permítele SER.
Él no ha nacido para ser tu viva imagen.
No es ni será un minitú.
Él ha nacido para ser un miniyó que se convertirá en un granyó en el futuro.
Respeta su manera de sentir y de vivir, y déjale fluir.
—Buenos días, Lucía. Aprovechando que estamos en verano, he cogido cita con los cuatro para que les hagas una revisión, que hace siglos que no venimos —me dice sonriente una valiente madre que tras su tercer hijo tuvo claro que quería repetir el modelo familiar de su casa y formar una gran familia numerosa.
—¡Qué alegría volver a veros! ¡Y qué mayores estáis todos! Menos tú, claro —le dije a la madre guiñándole un ojo—. Tú estás estupenda, como siempre.
Uno a uno fuimos revisando cada una de sus peculiaridades y actualizando sus datos en la historia clínica. Tras explorar detenidamente a todos ellos y comprobar el buen estado de salud de los cuatro, la conversación terminó con el ya conocido...
—Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?
—Yo quiero ser futbolista —contestó Roberto, el mayor de los hermanos. A sus catorce años ya era toda una promesa en su categoría. Su condición física y su pasión por ese deporte le daban muchas opciones para seguir disfrutando del balón y, ¿quién sabe?, quizá algún día jugar con los grandes.
— ¡Qué bien, Roberto! Pero, cuando ganes tu primera liga, prométeme que te acordarás de tu pediatra y me dedicarás la copa, ¿eh? —le dije entre bromas.
Roberto se sonrojó y levantó una ceja que le delató: «Sí, en eso estaba yo pensando», alcancé a leer en ese inocente gesto.
—Y tú, Ana, ¿qué quieres ser?
—Yo quiero ser veterinaria, me encantan los animales —dijo la niña con una ternura especial que conectó con mi infancia.
Creo que casi todos los niños en algún momento han querido ser veterinarios para trabajar con perros y gatos. La primera vez que vi parir a una vaca en una aldea asturiana y escuchar sus mugidos de dolor, oler la sangre fresca, observar pasmada cómo el veterinario sacaba de su maletín un guante de un metro de longitud que cubría mano, antebrazo y brazo, y cómo lo metía dentro de aquella vaca parturienta hasta que el hombro le impedía avanzar más, se me quitaron las ganas para siempre. Me reservé este impactante recuerdo y mantuve intacta la romántica idea de Anita de curar a los perritos y gatitos del barrio.
—Y tú, Juan, ¿qué te gustaría ser? —le pregunté intrigada al tercero de los hermanos.
—Pues no sé... Mamá, ¿yo qué quiero ser? —le preguntó a su madre cogiéndole de la mano.
—Pues, hijo, lo que tú quieras: profesor como papá, ¿qué te parece?
—Sí, profesor como papá —afirmó convencido.
«¡Ay!», pensé. Qué fácil es influir inconscientemente en los pensamientos y deseos de nuestros hijos. Juan nunca tuvo la iniciativa de su hermano mayor, ni su fortaleza física, ni había sido delegado de curso como él. Tampoco desprendía la ternura de su hermana Ana, ni sonreía a todas horas. Él, antes de hablar, miraba a su madre o a su padre buscando su aprobación; parecía hacer y decir lo que ellos esperaban que hiciese o dijese. Su timidez e indecisión, junto a la energía excesivamente controladora de su madre, hacían que ella fuera marcando la hoja de ruta del niño y él se dejaba llevar. Su madre no se daba cuenta, de hecho, pensaba que le estaba ayudando.
Los que tenemos más de un hijo sabemos que, a pesar de educarlos en los mismos valores y vivir las mismas circunstancias, cada uno se comporta de forma diferente. Y en ocasiones me encuentro con padres que me dicen:
—¿Cómo puede ser que criándolos de la misma manera sean tan diferentes?
—Pues tú lo has dicho. Porque son diferentes. Son personas independientes. Y las estrategias que te funcionan con uno, con el hermano no te funcionan. Y quizá con uno has de ser más estricto que con otro, o permitirle más licencias que al hermano. Pero es así. Ni son iguales ni debemos educarlos igual. Cada uno de ellos tiene unas necesidades diferentes que debemos atender. Cada uno de ellos le da importancia a unas cosas que no debemos ignorar. Cada uno tendrá unas fortalezas que tenemos que potenciar y unas debilidades que debemos trabajar; pero quizá no sean las mismas.
Mi hija Covi siempre ha tenido ansia de libertad, de explorar, de investigar, de empezar a conocer el mundo desde muy pequeña. Cada situación nueva para ella supone un reto, un estímulo, un chute de energía que la mantiene viva y feliz. Y en esa libertad la he intentado criar y en ello estoy aún. ¿Por qué? Porque lo necesita. Gateadora precoz en su afán explorador. Sus ansias de libertad me las pedía a gritos con sus exageradas y explosivas rabietas, con su intolerancia a permanecer mucho tiempo en espacios cerrados, con su claro y conciso «ya no esto, ahora quero esto» a sus dos años, mientras señalaba con su diminuto dedo lo que deseaba a cada momento. Sé positivamente que viajará más que su hermano, que explorará mundo y que no habrá reto que se le resista, irá a por él, lo peleará y dirá, como me dijo hace unos meses cuando era incapaz de hacer correctamente una tarea que le había encargado su profesora:
—No lo dejamos para más tarde, no. YO NO ME RINDO, mamá. —Y me lo espetó a sus siete años, mirándome fijamente a los ojos, levantando la barbilla y secándose las lágrimas de impotencia.
Y lo consiguió, por supuesto que lo consiguió.
Para mí hubiese sido más cómodo y fácil mantenerla en mi zona de confort, más segura y tranquila, sin tanto estímulo externo, sin tantas actividades de niñas mayores que ella, pero comprendí que esa era mi zona de bienestar y no la suya.
Su hermano, por el contrario, es un explorador de emociones internas. El mundo exterior tardó mucho en descubrirlo; nunca gateó, su lugar favorito era mi pecho, pegado a mí, mamando cada dos horas hasta bien mayor. No le interesaba demasiado lo que había ahí fuera, sigue sin interesarle mucho; sin embargo, empezó a desarrollar una increíble capacidad para analizar y reconocer emociones siendo muy pequeño. Capacidad que me pilló totalmente desprevenida, pero que supuso un vivir con las emociones a flor de piel con cada uno de sus razonamientos que aún hoy me conmueven. Con tres años, una mañana vino caminando a mi cama y tras la guerra de cosquillas correspondiente y de jugar a la tienda de campaña con su padre, bajo las sábanas, me preguntó:
—Mamá, ¿por qué soy feliz?
Y lo dijo sin pensar, en un arranque de emoción tras haber compartido risas y juegos juntos.
—No lo sé, cariño, dímelo tú —le dije emocionada.
Se me quedó mirando, me acarició la mejilla, me besó y se acurrucó en mi regazo. No dijo nada más. No hizo falta. Y así nos quedamos varios minutos hasta que se durmió exhausto de tanto sentir.
Ahora, con sus nueve años, sus preguntas y reflexiones han evolucionado mucho. Sus necesidades, en su caso, emocionales, son muy diferentes a las de su hermana. Sus preguntas son más complejas y no, no puedo tratarle igual que a Covi. Sería injusto para ambos. Incluso los límites que les marco a uno y a otra, en ocasiones, tampoco son los mismos.
—Mamá, tengo mis principios —me dijo la semana pasada cuando le pregunté por qué no había hecho lo mismo que sus compañeros.
Y así es. Él tiene sus principios y yo los respeto profundamente, aportándole luz y experiencia para que estos sean sólidos. Y, cuando su comportamiento difiere mucho del que yo tenía a su edad, me repito una y otra vez:
Permítele SER.
Él no ha nacido para ser tu viva imagen.
No es, ni será unminitú.
Él ha nacido para ser unminiyó que se convertirá en ungranyó en el futuro.
Respeta su manera de sentir y de vivir y déjale fluir.
Y esto que quizá os parezca obvio nos cuesta mucho aceptarlo y asumirlo. Veo a padres que hacen de sus hijos copias exactas, metiéndoles con calzador sus mismos gustos y preferencias cuando en ocasiones es evidente que no son compartidos.
Veo a madres que proyectan sus sueños no logrados en sus hijas:
—Quiero que sea la pianista que yo no pude ser.
Y apuntan a la hija a clases de música que ella termina por aborrecer, pero por miedo o por pena o por temor a defraudar a su madre no dicen nada y callan.
Para terminar con la familia numerosa con la que empecé este capítulo, os contaré que lo mejor vino cuando le pregunté a Jaime, de nueve años, el menor de los cuatro hermanos, qué quería ser de mayor.
Él sí sonrió, no sin antes mirar a su madre. Él sí miró al frente, sacó pecho y me dijo:
—Yo quiero bailar.
—¿Quieres bailar? —le dije asombrada y también emocionada por el brillo de sus ojos al reconocerlo—. ¿Has visto la película Billy Elliot?
—Pues claro —me contesta con tono condescendiente—, es mi película favorita.
Antes de que pudiéramos seguir, su madre, en un intento de justificar esa conversación que a mí me resultaba maravillosa, añadió:
—Sí, finalmente le hemos apuntado a clases de danza. Intentamos el fútbol, el baloncesto, el judo y hasta el ajedrez, pero no hubo manera. Él siempre ha querido bailar y este curso empezará.
—Pues me parece estupendo. Serás un gran bailarín y me encantará verte en los teatros más importantes de España.
Su sonrisa lo decía todo. En unos segundos ambos volamos mentalmente y nos transportamos al Teatro Real de Madrid, donde Jaime interpretaba magistralmente El lago de los cisnes y yo aplaudía embargada por la emoción.
Al volver a casa, me encontré con una amiga. Nos fuimos a tomar un café antes de que salieran los niños del colegio. Entre unas cosas y otras terminamos hablando de mi pequeño paciente y su deseo de convertirse en un gran bailarín. Tras escuchar la historia ella dijo:
—Pues la verdad es que no entiendo cómo los padres no atendían a los deseos de su hijo y no le apuntaron a ballet desde el principio. ¡Qué manía con lo de actividades para niños y para niñas! ¿Qué necesidad había de que hiciera fútbol, baloncesto y demás actividades en las que él probablemente lo pasaría mal?
Y de nuevo pensé: «Qué fácil resulta opinar, buscar culpables, en definitiva, juzgar?». Y le dije:
—Estas situaciones nunca son fáciles ni para los niños ni para los padres. Aunque a priori pienses que no tiene nada de especial que un niño quiera hacer ballet o una niña jugar al fútbol, la realidad es que aún queda mucho trabajo por hacer. Al principio, los niños se sienten diferentes al tener unos gustos que se alejan de lo convencional; los padres también. Los niños intentan jugar a lo que los demás juegan, es como si se dieran esa oportunidad de sentirse reconocidos dentro de su grupo. A los padres les ocurre algo similar y por este motivo los apuntan a las actividades socialmente más aceptadas por el entorno. Tras un proceso más o menos largo, de pronto lo tienen claro, más claro que nadie, y te lo dicen: «¡Yo lo que quiero es... bailar!». Y la inmensa mayoría de los padres, ¿sabes qué? Que respiran aliviados porque sienten que ya no tienen que pelear más, que ya no tienen que buscar nuevas actividades, que van a apoyar a su hijo incondicionalmente. Y, aunque te parezca un pequeño e insignificante paso, no lo es, es un paso de gigantes, es un paso de valientes.
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