sábado, 5 de noviembre de 2022

Tengo miedo

 Si la gente escuchara más nuestros suspiros y menos nuestras palabras.

Lunes por la mañana, llego a la consulta, enciendo el ordenador y empiezo a leer el largo listado de pacientes que tengo por delante. Los apellidos del primer niño que está citado me suenan mucho, sin embargo no soy capaz de ponerle cara. Entro en su historia clínica y compruebo que está vacía. Me pongo la bata, salgo a la salita de espera y allí la veo, sentada, con un bebé en brazos. Sus ojos azules y su tímida sonrisa me llevan hasta Benidorm, donde conocí a esta mamá. Habían pasado cinco años.

—Hola. ¡Qué sorpresa! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? Ya veo que has tenido otro bebé —le dije, feliz de reencontrarme con ella.

—Sí, cierto, ha pasado mucho tiempo. Mira, al final me he animado y he tenido otro —me contestó con una sonrisa forzada y una mirada que navegaba por unas aguas demasiado frías y oscuras.

Lo capté al instante. Mi sexto sentido se encendió. Algo pasa. Disimulé. Aparqué las sensaciones y le pedí que se sentara. Empezamos a hablar del embarazo, del parto, de la lactancia materna... Poco a poco fui recogiendo todos los datos que me hacían falta para completar su historia clínica. Y, mientras tecleaba en el ordenador, escuchaba sus suspiros casi inaudibles; digo casi, porque yo los oía.

Si los suspiros hablasen, ¿verdad?

Si la gente escuchara más nuestros suspiros y menos nuestras palabras.

Porque los suspiros hablan más alto, más claro y más fuerte que las palabras. Porque los suspiros no se fingen, son involuntarios, no pasan por nuestro cerebro lógico y autocontrolado. Los suspiros salen de dentro, de abajo, de la garganta, del corazón, del estómago, de nuestras entrañas... Y no mienten. Suspiramos de alegría, de felicidad, de emoción, de pena, de tristeza, de amor, de desamor, de placer..., y todos ellos son genuinos y traicioneros. Se escapan de cualquier filtro racional.

Tras realizar una detallada historia clínica donde recabé información que resultó reveladora de su entorno más cercano, empecé a darle forma a sus suspiros contenidos.

Exploré a su bebé minuciosamente. Su sonrisa, sus piernas rollizas y su corazón latiendo con fuerza mostraban a un niño sano y feliz. Su madre se mordía las uñas mientras yo la miraba por el rabillo del ojo.

—Vamos a ver cómo estás de fuerte. A ver esos reflejos —le dije al bebé segundos antes de explorar su desarrollo psicomotor.

La mamá llevaba un pañuelo al cuello. De pronto parecía que alguien se lo estuviese apretando por detrás cada vez con más fuerza. Comprobé cómo empezó a tocárselo en un intento de aflojárselo, de liberar la presión que literalmente la estaba ahogando. Lenguaje no verbal. Sus pensamientos la asfixiaban. Cuando ya estábamos a punto de dar por terminada su primera revisión, me lancé, y en un instante en el que finalmente me miró a los ojos firme y valientemente le dije:

—¿Cuál es el problema?

No me dio opción a continuar. Sus manos se echaron a la cara para recoger un mar de lágrimas. Me emocioné. Me levanté de la silla, fui hacia ella y le puse la mano sobre su hombro cargado, aplastado y casi devorado por sus fantasmas.

—Tengo miedo —logró decir entre suspiros...

Tenía miedo porque su sobrino había nacido con graves problemas y llevaban años luchando para poder celebrar pequeños avances en su desarrollo.

Tenía miedo porque el miedo es libre, porque aunque lo racionalicemos, cuando se presenta, se apodera de nuestra razón.

Porque en una mujer tan sensible como lo era ella, cualquier circunstancia le hacía conectar con una realidad cercana dolorosa y cargada de lucha. Porque todas aquellas dificultades con las que se había encontrado para conseguir una simple sonrisa de ese niño especial las proyectaba en su propio bebé. Porque la sola idea de que su hijo pudiese tener la misma enfermedad la paralizaba, la aterraba y la mataba en vida.

—Lucía, llevo años estimulando a mi sobrino. Llevo años trabajando con él para hacerle sonreír, para lograr que siga un objeto con la mirada, para fortalecer sus frágiles músculos y verle gatear. Años me llevó verle dar sus primeros pasos o pronunciar sus primeras palabras. Y ahora no puedo evitar hacer lo mismo con mi propio hijo —me confesó.

—Mira, cielo, tu labor ahora no es conseguir una sonrisa a toda costa de tu hijo. Tu labor no consiste en llevarle a programas de estimulación temprana, ni siquiera en comprarle juguetes para mejorar su desarrollo motor y cognitivo. Tu labor no es hacer una tabla de ejercicios diarios. No, no lo es. Olvídate de todo eso. Olvídate de apuntar cosas. Olvídate de vigilar si a los dos meses sigue con la mirada, si a los cuatro meses sujeta la cabeza o a los seis ya se sienta solito. Yo me encargo de eso.

— ¿Y entonces? ¿Qué hago? —me preguntó confusa.

—¿Qué haces? Ejercer de madre —sentencié.

En ese momento recibí un abrazo inesperado con un suspiro profundo en mi oído que sonaba a descanso, a fin, a «se acabó, por fin me voy a liberar».

La maternidad y el miedo, sobre todo al principio. Miedo a que las cosas no salgan como esperabas, miedo a que le ocurra algo a tu hijo, miedo a no estar a la altura, a no hacerlo bien, miedo a la enfermedad. No te permitas criar a tus hijos desde el miedo, harás de ellos niños temerosos e inseguros y eso no es lo que quieres.

Cuando tuve a mi primer hijo y me incorporé a trabajar exactamente en la semana 16, me aterrorizaba el pensar que le pudiera pasar algo en mi ausencia. En las largas veinticuatro horas de guardia veía tantas cosas que no podía evitar proyectar todo lo vivido en mi propia maternidad.

Lactante de ocho meses traído en brazos de unos padres aterrados. El niño se ha caído del cambiador. Diagnóstico: traumatismo craneoencefálico con hematoma epidural. Pasadas las primeras horas de carreras, pruebas, llamadas de teléfono y trabajo en equipo, una vez estabilizado, ingresado y a salvo, viene el bajón. Tras mantener un nivel máximo de concentración en lo que estaba haciendo y actuar como la profesional que era, busco una esquina cualquiera del hospital y llamo a casa. Solo necesitaba una cosa, oír su risa a lo lejos mientras le decía a su padre:

—Cuidado con el cambiador. No le quites ojo. Siempre con tu mano sobre su barriguita. —Y me quedaba tranquila.

Ingresaba un niño de la edad de mi hijo con una bronquiolitis de diez horas de evolución y no podía evitar pensar: «Llevo fuera de casa veinticuatro horas, perfectamente podría llegar ahora a casa y encontrarme a mi bebé con la dificultad respiratoria que tiene este niño ahora mismo. Ayer tenía algo de mocos, a ver si ha empeorado por la noche...».

Llegaba a urgencias un accidente de tráfico donde se habían visto implicados dos niños y de nuevo descolgaba el teléfono:

—Cariño, que no se te olvide ajustar bien las correas del coche cuando vayas a hacer la compra, ¿vale?

Y entonces comprendí, asumí, que todo esto estaba en el cargo de ser madre. No estaba paranoica, no.

Con los años descubrí que no estamos locas, no. Que mis miedos eran los de cientos de madres y de padres en mis mismas circunstancias. Que no somos tan diferentes, que nuestra esencia de madre, de padre, es muy parecida, y tomé conciencia de que mis hijos no necesitaban a una «controladora» en casa, ni siquiera necesitaban a una pediatra.

Mis hijos no necesitan una pediatra en su vida; mis pacientes, sí; mis hijos, no. No necesitan a una médico, ni a una escritora, ni a una conferenciante («¿qué es eso de conferenciante?», me preguntó mi hija antes de ayer). No necesitan a una madre que les calcule los percentiles cada mes, nique les dé lecciones sobre el manejo de la fiebre.

Mis hijos necesitan a una mamá que, si están malitos, los cuide y los bese mucho, que les rasque la espalda y les lea cuentos. Necesitan a una madre que de vez en cuando se enfade, que marque unos límites claros, firmes y adaptados a su edad, que les ayude a desarrollarse con confianza y seguridad para hacer de ellos personas autónomas, empáticas, decididas, respetuosas y seguras de sí mismas.

Necesitan a una madre que, como ellos, camine descalza por casa, que los despierte por las mañanas con un beso, que los acueste con una guerra de cosquillas...

Mis hijos necesitan a una madre de carne y hueso que no sabe cocinar, aunque según ellos hago los espaguetis más ricos del mundo. Necesitan a una madre que, si se equivoca, pedirá perdón; que, si grita, se arrepentirá y buscará una solución. Necesitan a una madre que les traiga la merienda al cole, que les ayude con los deberes. Mis hijos necesitan un hombro donde llorar sus aún inocentes y vírgenes lágrimas, sin juicios ni lecciones. Necesitan a una mamá que vele su sueño en sus noches febriles. Necesitan de unas manos que recojan sus trocitos cuando alguien les ha fallado profundamente. Necesitan de ese apoyo incondicional, de ese amor firme e inquebrantable que una madre o un padre les puede dar.

Una madre que a veces llora, ¿por qué no? Que a veces llora sus penas, una madre real que está nerviosa antes de un día importante. Una madre que, aunque la mayor parte del día sea como un faro en mitad de la noche iluminando su rumbo, a veces sea ella quien amanece perdida.

Necesitan de una madre optimista, soñadora, risueña y cantarina que convierta la cocina en una improvisada pista de baile. Que cante tenedor en mano mientras ellos hacen los coros. Necesitan a una madre que se suba con ellos a los columpios ante la mirada atónita de alguna abuela que espera un desastre. Necesitan a una mamá sin miedo, cuerda y firme, pero alegre y alocada en esos momentos elegidos.

Eso es lo que necesitan, a una madre, con sus defectos y sus virtudes, pero a una madre al fin y al cabo.




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