Tú me enseñaste, padre, a andar en bicicleta
y a mirar la pobreza con orgullo y sin miedo.
Y que todo es de todos cuando el hambre lo dice
y que el dinero vale para comer hoy mismo.
Recuerdo tu sudor amasando el adobe.
Y los sacos de pájaros que te daban a cambio
de limpiar los tejados y la fiesta que era
aquella noche en casa -risa y pájaros fritos-.
Yo no sé si he tenido tiempo para contarte
de mis libros y versos. De mis tristes triunfos,
de mis dulces fracasos. Ni de las muchas veces
que te he echado de menos cuando he llorado solo.
Y de lo que me gustaba el mediodía del sábado
cuando los dos tomábamos en aquel bar de Poli
un vino y me decías que, al final, los socialistas
subirían las pensiones. Había que darles tiempo.
Luego una sombra oscura te cubrió la memoria.
Y tu mundo fue negro como el de aquellas noches
de los cuentos de madre en la cocina fría
y mirabas sin vernos. Y llorabas a veces.
Ahora, en estos días azules de mi infancia,
cuando tengo los mismos años que tú tenías,
te recuerdo callado y me dicen a veces
que soy como tú mismo. Y, como tú, yo callo.
Rodolfo Serrano
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