Eran días de lluvia en un invierno propio.
Ni siquiera las fiestas,
ni las tarde de sol sobre las calles
llegaban a esconder
la débil soledad de los saludos
sin corazón, la nieve
de los pasos perdidos.
Despeinado, deshecho,
la ropa vieja y sucia,
la mano con el vino tembloroso,
la camisa por fuera del pantalón caído
como un adolescente de suburbio,
la sombra descosida en sus talones
y los zapatos rotos.
Parecía un mendigo entre la gente.
Luego llegaba a casa, se duchaba,
abría los armarios,
con cuidado elegía una camisa nueva,
un pantalón planchado
y unos ojos más suyos
con los que sostener por un minuto
la verdad del espejo receloso.
Cuando ya estaba limpio,
se sentaba a escribir.
Dichoso tú,
dichoso tú, amigo mío,
que conservas razones para cuidar tu piel
en los días de lluvia y en los inviernos propios.
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