La chica que tiene fobia a que le despeinen el flequillo y que sonríe como Chip y Chop; demasiado tiempo que no lo hacía. Acostumbrada a compartir la misma mesa con mantel cada noche de enero a diciembre. Dejando casi olvidado y enterrado el verbo amar. Guardándose besos en el segundo cajón de la mesilla. Durmiendo en una cama de dos más fría que una noche en el Polo Norte. Compartiendo amigos, pero ninguna confidencia. Hay otra casa donde la consideran una hija más. Su cabeza saca las llaves de carcelera para encerrarla sin rejas. Soñando que cinco años después todo será como el primer día. Sin decepcionar a Papá. Dando el «sí, quiero».
La chica que conoció al chico que consiguió volver a despeinarle el flequillo. La que sonrió más veces en cinco horas que en cinco años. Mirando sincera, como si nunca hubiera temblado tanto. Con los ojos en blanco con cada roce en su pecho. Con los besos desperdigados encima de la cama. Sin esconderse. Que no se hubiera cansado nunca de escucharle mientras hablaba sentado en el sofá. O cuando la dejaba sin palabras bajando a por helado sin avisar. Y cada despedida en la puerta eran minutos de besos sin quererse marchar. Ya es tarde.
Camina de noche por la ciudad, pensando. Abre la puerta de casa. Él ya duerme. Se ducha rápido, de madrugada. Una madrugada algo más especial. Sabiendo que mañana empezará este texto por el principio. Otra vez.
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