Él la mira. La ventanilla está bajada; un mechón de pelo rubio ceniza descubre levemente su cuello suave. Un perfil amable pero decidido, los ojos azules, dulces y serenos, escuchan soñadores y entornados una canción. Tanta calma le impresiona.
—¡Eh!
Ella se vuelve hacia él, sorprendida. Él sonríe, inmóvil junto a ella, en aquella moto, los hombros anchos, las manos tempranamente bronceadas, pues están a mediados de abril.
—¿Te apetece dar un paseo conmigo?
—No, tengo que ir a clase.
—¿Y por qué no haces ver que vas y te recojo delante de la escuela?
—Perdona —ella exhibe una sonrisa forzada y falsa—, pero me he equivocado de respuesta: no me apetece ir a dar un paseo contigo.
—Pues te divertirías...
—Lo dudo.
—Resolvería todos tus problemas.
—Yo no tengo problemas.
—Ahora soy yo el que duda.
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