He pedido volver a verlo. Y no sé si sucederá. He vuelto allí donde pasé mi infancia. Y espero. Es por la
mañana temprano. Sobre la arena, que tiene aún el sabor de la noche, ligeras huellas de gaviotas. Han
venido a escuchar el mar antes que yo. Y ahora se han ido. Miro a lo lejos y reconozco todo aquello que
me hizo compañía durante tantos años. En la playa no hay nadie. En aquella larga playa de hace tanto
tiempo. Y de ahora. El mar silencioso está tranquilo, parece casi un animal. Permanece inmóvil, listo
para atacar. Su respiración lenta se interrumpe de vez en cuando como el suave ronquido de un hombre
borracho que, tras haber comido mucho, se ha quedado dormido. Bajo los tres peldaños. La arena aún
está fría. Doy unos pasos. Borro algunas huellas, patitas en forma de «v» con una «i» en el centro. Al
cabo de un instante, pasan al olvido, borradas. Una fila ordenada de sombrillas aún cerradas. Allí abajo,
a lo lejos, un bañero está abriendo algunas. Más lejos aún, el quiosco. Las duchas están cerradas. El mar
está en calma. Son las ocho y media. En la playa no hay nadie, a excepción del bañero. Continúa su
trabajo tranquilo. Uno tras otro, retira plásticos azules y abre las sombrillas. Sus músculos se perfilan de
vez en cuando con un movimiento imprevisto. Y, en esos momentos, resplandecen sanos, reflejando la luz
de la mañana aún fresca, serena, silenciosa, de un día que está a punto de comenzar, que traerá consigo
curiosidad y encuentros. Tal vez. O nada. Sólo el rumor de las olas. Pero más tarde, porque ahora el mar
todavía duerme. Barcas lejanas. Alguna vela abierta se destaca, roja de su color, al filo de aquel
horizonte decidido. Mar. Mar de amar.
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