sábado, 5 de noviembre de 2022

Amar por convicción y no por necesidad

 «No me interesa que me quieras mucho, sino que me quieras bien y cada día mejor.»

Walter Riso

—¿Cómo te quiero tanto? —le dijo él mientras le apartaba un rebelde mechón de flequillo y le colocaba el pendiente de su oreja izquierda, que se resistía a mirar al frente.

—No lo sé. Dímelo tú —le respondió Virginia con una sonrisa infantil y parpadeando rápidamente al estilo mariposa.

Tras besarla dulcemente y a pesar de llevar juntos unos años, le preguntó:

—¿Por qué yo?

—¿De verdad quieres saberlo? —contestó ella desafiante.

Por un instante se asustó, no estaba seguro de querer oír la respuesta. Estaba profundamente enamorado de aquella mujer. Había tardado en llegar, pero, tras su primer ataque de risa juntos y aquel primer beso con sabor a bienvenida, lo tuvo claro. «Es la mujer de mi vida», pensó. Así que cuando ella le retó a saber por qué él y no otro, no estaba seguro de querer conocer la respuesta. Aun así, supo que estaba en un punto sin retorno, que la huida no estaba entre sus opciones. Cogió aire y dijo:

—Sí. Quiero saberlo.

Entonces Virginia le miró fijamente a los ojos, como hacen los valientes y contestó:

—He decidido emprender este viaje a tu lado porque te quiero, porque me gustas, porque sumas en mi vida, porque me llenas de paz, porque yo te he elegido para mí, porque soy más feliz desde que te conozco y desde que me despierto a tu lado. Te quiero porque te quiero, no porque te necesito.

—¿No me necesitas? —contestó un tanto decepcionado, tratando de disimularlo sin demasiado éxito.

—No, no te necesito para ser feliz. «La necesidad te esclaviza, la preferencia te libera», dice Walter Riso. Y así es. Queriéndote de este modo soy más feliz aún, más libre. Quiero estar a tu lado, pero sin necesitarte. No creo en las medias naranjas.

—Sí, ya sé lo de que somos naranjas enteras cada uno de nosotros.

—Eso es. Naranjas enteras y completas por nosotros mismos, sin necesidad de sentirnos a falta de algo si no tenemos a alguien a nuestro lado. Y esta maravillosa manera de querer es grandiosa, ¿sabes?

— ¿Sí? —contestó él.

—Sí. Te quiero por lo que eres, por lo que sumas en mi vida y en mi sentir. Es más, me gustaría que me quisieras de esta misma forma: todo tú, pero sin perder un ápice de tu ser por el camino. Quiero que me quieras, sin necesitarme para ser feliz. No quiero que dependas de mí, no quiero esa responsabilidad sobre mis hombros. Tú por ti mismo eres un hombre excepcional y grande, por méritos propios. No necesitas sentirte completo con ninguna mujer. Quiero que conmigo sumes y sumes, sin límites.

De pronto, sintió un deseo incontenible de hacerle el amor, probablemente como nunca lo había hecho hasta entonces con ninguna de las mujeres que habían pasado por su vida.

Jamás antes le había hablado así una mujer. Por eso se había enamorado perdidamente de ella. En ese instante descubrió que de ella nunca escucharía un «sin ti me moriría» o un «¿qué sería de mi vida si tú no estás?» o «hago lo que me pidas, lo que tú quieras soy». No. Tampoco le cantaría al oído el «No puedo vivir sin ti» de Coque Malla, ni la vería llorar por las esquinas anhelando un amor perdido si su historia no funcionaba. Y no es que fuera una mujer fría y calculadora; todo lo contrario: era entusiasta y pasional, ardiente e intensa. Era una mujer que estaba viva, muy viva, que no se conformaba con cualquier cosa, que buscaba la excelencia en todo lo que tocaba, pero que, por encima de todo y de todos, tenía un profundo respeto hacia su persona, hacia sí misma, hacia su libertad y hacia su felicidad, y eso la convertía en una mujer completa.

Aquella noche hicieron el amor como él había imaginado, de la única manera que se puede hacer con una mujer así. 

A la mañana siguiente, Virginia recogía a su hija adolescente de un campamento de verano. Contaba las horas, los minutos y hasta los segundos para volver a verla, abrazarla y olerla en busca de algún resquicio de la niña que fue. ¡Cuánto añoraba aquella época infantil! Todo el mundo le había dicho que disfrutara de la infancia de sus hijos, que pasaba volando, y eso había hecho, intensa y plenamente, pero aun así le parecía que había pasado tan rápido, tan tan rápido que cada vez que lo pensaba la emoción la embargaba y la voz le temblaba.

Cuando vio bajar el cuerpo esbelto de su hija por las escaleras del autobús, pensó: «Ya es toda una mujer».

Y no se equivocaba. Ya era toda una mujer, con cuerpo de mujer y un corazón de mujer hecho añicos, aunque su madre aún no lo sabía.

Se fundieron en un abrazo eterno que puso en alerta a su sabia madre.

«Aprieta muy fuerte. Le pasa algo», pensó tras escuchar a su sexto sentido.

Así era. Una vez en casa y con una taza de Cola Cao en mano, rompió en llanto. Dejó que ahogara las primeras lágrimas en el silencio de la cocina, acariciando sus manos y esperando pacientemente unas palabras que acallaran los miedos y fantasmas de una madre. Al fin habló:

—Mamá, las cosas no van bien con Toni.

Toni era su novio desde hacía no más de seis o siete meses. Una pequeñez en el mundo de una mujer madura y una eternidad en la vida de una chica de diecisiete años.

—¿Qué ha pasado, cariño? —le preguntó su madre con toda la dulzura que merecía esa situación.

—Pues que ayer era nuestra última noche en el campamento y después de dar un paseo por la playa y ver las estrellas y..., bueno, después de estar muy bien con él, le pregunté si seguía enamorado de mí.

—¿Y qué pasó? —preguntó su madre, aunque bien sabía ya la respuesta, o más bien la «no respuesta».

—Pues, mamá... —De nuevo sollozos, lágrimas y mocos—. Pues que no decía nada. Y yo me empecé a poner nerviosa y él, ¿qué hacía él?, callaba. Después de un buen rato, va y me dice con la boca pequeña: «Alicia, yo te quiero mucho, pero...». Y me levanté y me fui corriendo. No podía seguir escuchando. Antes de acostarme le dejé una notita que decía: «Yo te quiero incondicionalmente, sin peros. Haría lo que fuera por ti. Te quiero sin esperar nada a cambio».

Esta mañana ni siquiera vino a verme, ni se sentó conmigo en el autobús, el muy cobarde.

De las lágrimas y el llanto pasó a la ira y a los reproches y así estuvo más de media hora «vomitando» todo lo que llevaba rumiando desde la noche anterior. Su madre escuchaba atentamente, sin perder detalle, sin interrumpirla, sin el «ya te lo dije» o el «qué ingenua has sido» que tanto daño hacen. Escuchó activamente, apoyando cada una de sus palabras con miradas de ternura, con caricias, con besos en la frente cuando el llanto la ahogaba. No opinó, no juzgó ni castigó. Decidió no intervenir hasta que ella hubiese acabado de vaciarse. Lo necesitaba. Recogió todos y cada uno de sus pedacitos de corazón roto y entonces, solo entonces, habló:

—Mira, cariño, hay una frase de un escritor que se llama Walter Riso del que justamente hablaba ayer, que dice: «No me interesa que me quieras mucho, sino que me quieras bien y cada día mejor». Y querer con peros no es querer bien. Recibir una nota de amor como la que él recibió ayer y no dedicarte unas palabras después de haberle regalado esta primavera y este verano a tu lado no es quererte bien.

»Le dices que “harías lo que fuera por él”, no mi amor, no cometas ese error. Harás lo que sea por ti, por ti misma, pero no por él. No seas sumisa. Quiérete, mímate y cuídate. Porque, si supeditas tu felicidad a otra persona, estarás en sus manos, cariño. Dependerás irremediablemente de él. Y tú eres una mujer lo suficientemente lista y valiosa como para que otros lleven las riendas de tu vida. Tú eres el jinete, tú marcas los ritmos, la velocidad, e indicas las paradas. Tú tienes el poder y la libertad de decidir lo que suma en tu vida y lo que te hace feliz.

»Y dime, cielo, ¿qué es eso de que le quieres incondicionalmente, sin esperar nada a cambio? No, amor, esto no funciona así. Te hablaré claro. Una quiere incondicionalmente a sus hijos, tanto nosotras, las mujeres, como ellos, los hombres, es un amor supremo. Pero de tu compañero de viaje, de vida o de verano, claro que esperas. Y esperas mucho, lo mismo que tú das. ¿De verdad crees que las parejas no esperan nada el uno del otro? Claro que esperamos. Es lo natural, lo normal y lo humano. No te conformes con menos.

—Ya, mami, tienes razón, pero no lo puedo evitar. Mis amigas me han dicho que quizá, cuando se dé cuenta de que ya no estoy, me valore y vuelva.

—Mira, mi amorín, el hombre que esté a tu lado tiene que saber y valorar lo que tiene cuando lo tiene, no cuando lo ha perdido.

Y se fundieron en un gran y reparador abrazo, un abrazo de los que te vacían y te vuelven a llenar, de los que te alimentan, te sacian y te renuevan. Y mientras Alicia le daba las gracias a su madre entre sollozos, su madre se despedía de su pequeña e inocente niña, definitivamente y para siempre.



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