Hablábamos.
Y hacíamos de aquellas conversaciones
la manera más exacta de evitar la superficie,
de viajar hasta el centro de las cosas.
Ella me decía:
La poesía es una forma de iluminar
a quien tiene sombras dentro.
Yo recogía esas palabras
como quien descubre un paraíso
y respondía:
Lo malo no son las sombras
sino perder de vista la importancia de la luz.
Se anudaba mis palabras a su blusa y continuaba:
Lo malo no es perderse,
es no saber dónde te encuentras.
Cruzaba la noche como un gato entre nosotros
y el paladar se llenaba de respuestas:
Nadie tiene más urgencia
que aquel a quien nadie espera.
Hablábamos.
Y de ese modo tirábamos abajo nuestros muros,
creábamos los puentes, lo que va más allá de la piel.
Halábamos de todo,
de la fragilidad del deseo,
del tiempo que nos toca,
de la desgracia del hombre de la calle:
Quizá el dinero no sé la felicidad
pero un monedero vacío sí la quita.
Y ella seguía:
Es curioso, el dinero va donde lo llaman
no donde lo esperan.
Hablábamos de lo que se ve,
de lo que no se ve,
hacíamos de la palabra el vehículo del mundo.
Hablábamos, siempre hablábamos,
como un modo de apagar la turbación de lo que no se sabe,
para hacer las paces con el tiempo.
Como una manera de unirnos por algo más alto,
no solo en la piel, también en el entendimiento.
Hablábamos y nos escuchábamos,
comprendíamos a través de los ojos del otro,
como un modo de alumbrarnos el camino mutuo,
de llevarnos luz a nuestros pasos.
Un día le dije:
El amor es muchas cosas,
también un modo de encontrar respuestas.
Pero no respondió. Se quedó callada,
no dijo nada más.
Ese día supe que había dejado de quererme.
Marwan
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