Desde mi más tierna e inocente infancia he querido ser madre y pediatra. Desde que tengo uso de razón jugaba a curar a mis muñecas, que además eran mis hijas. Todas ellas: las Barriguitas, las Nancys y los Nenucos. Los arropaba cada noche en sus cunitas, les daba los besos que minutos antes me había dado mi madre a mí, les contaba los cuentos que cada noche mi padre me contaba entre susurros y besos de mariposa. ¿Cómo? ¿Que no sabes qué son los besos de mariposa? Los besos que se dan con el aleteo de las pestañas y el cosquilleo del bigote. Deliciosos...
Tras salir del hospital, a mis cinco años, una vez recuperada de la meningitis meningocócica que casi arrasa con mi vida y con el alma de mis padres, lo tuve claro:
—Yo de mayor quiero ser médico de niños para que ninguno pase por lo que yo he pasado — sentencié mientras bajaba las escaleras del Hospital Central de Asturias.
Y lo conseguí.
Fueron unos años de mucho esfuerzo, de mucho estudio y sacrificio, de muchas horas enterrada entre apuntes y libros. De muchas noches de pesadillas en las que soñaba que al llegar a la facultad había un examen que yo no había preparado porque sencillamente no me había enterado y el pánico se apoderaba de mi cuerpo. Fueron años también de partidas de mus en la cafetería de la facultad, de conversaciones inspiradoras con amigas tiradas en el césped mirando las nubes, de fiestas de fin de curso donde no perdíamos los apuntes, pero sí los papeles... «Aquellos maravillosos años.»
Cuando por fin terminé la carrera de Medicina me dije:
—¡Guau! ¡Ya soy médico! Sí, soy médico. Voy a salvar vidas.
Y me creía alguien importante. Mis compañeros y yo pensábamos que el mundo se había detenido y que, ahora que éramos nosotros los médicos, el mundo arrancaría de nuevo. ¡Qué ilusos! Nos sentíamos dioses. Los salvadores del universo acababan de aterrizar en el planeta Tierra.
La infancia goza de una inocencia maravillosa, pero ¿y la juventud? Durante la juventud saltas de nube en nube, de espejismo en espejismo, de sueño en sueño... hasta que de pronto, una mañana cualquiera, cuando vas a saltar a otra de tus nubes de fantasía, te encuentras saltando al vacío y segundos después aterrizas en la realidad, a veces, dura realidad.
Y así fue.
Cuando pisé por primera vez el hospital con mi título de médico en mano y mi plaza de médico residente en pediatría bajo el brazo, me di cuenta de que sí, de que había pasado por la facultad, sí, de hecho con un expediente brillante, pero que de medicina sabía poco o muy poco.
Cuando empecé a asistir a un parto detrás de otro, a presenciar el milagro de la vida en directo, sin filtros, rodeada de madres exhaustas, pero embargadas por un llanto de alegría renovador, con padres a tu lado temblorosos y llorando como niños y con diminutas criaturas que sujetas tú en tus manos, antes incluso que sus propias madres; ahí, en ese instante, te das cuenta de lo pequeños, frágiles e insignificantes que somos. Y nadie te lo había contado.
Cuando la vida te regala momentos tan maravillosos como el primer agarre de un bebé recién nacido al pecho turgente de su madre mientras el padre mira la escena con una ternura que te conmueve, comprendes que, por muy médico que seas, en ese momento sobras... Y esto nadie te lo había contado.
Cuando tienes exactamente dos minutos para pensar de qué manera les vas a explicar a unos padres angustiados que su angustia tenía toda la justificación del mundo porque su hijo tiene una enfermedad grave, cuando te tiembla la voz y no encuentras las palabras. Cuando no sabes si cogerles de la mano, abrazarlos o directamente no hacer nada. Cuando el miedo a equivocarte en un diagnóstico o en un tratamiento te paraliza, entonces comprendes que no solo no sabes lo suficiente, sino que te pasarás la vida estudiando y aún habrá cosas que no sabrás y que no llegarás a saber nunca. Y esto nadie te lo había contado.
Cuando la muerte te mira de frente, fijamente, te reta y te amenaza con llevarse la vida de un niño que aún no ha dado sus primeros pasos, ni los va a dar..., cuando ella gana la batalla y has de recomponerte, beberte todas y cada una de tus lágrimas y tragar todos y cada uno de tus suspiros ahogados en la pena para informar a los padres y convertirte en la persona que les va a comunicar la peor noticia de sus vidas, entonces, en ese preciso instante, descubres que nadie te había preparado para esto.
Cuando, muy de vez en cuando, tu profesión te regala uno de esos momentos con los que tanto habías soñado y salvas una vida y curiosamente al llegar a casa y tras abrazar a los tuyos rompes en llanto, comprendes que la vida pende de un hilo muy fino... Y nadie te había preparado para esto.
Cuando una mañana cualquiera llegas a la consulta y tu primer paciente que aún no levanta un metro del suelo, ni suma siquiera tres años de edad te dice:
—Lusssía, vengo a que me cures. Estoy malito. Solo tú puedes curarme.
Y te abraza con todo su diminuto cuerpo, apoyando su cabeza en tu pecho y escuchando un suspiro incluso, un suspiro que revela un «me siento seguro». Y te sorprendes a ti misma tragando saliva, abrazando a ese niño que huele como olían tus hijos a su edad, y le acaricias tan dulcemente como acaricias a los tuyos. Ahí, en ese momento, y aunque nadie te lo había dicho, piensas: «No me he equivocado de profesión. Esto es un regalo».
Cuando durante los largos años de estudio tus profesores te repiten hasta la saciedad que hay que construirse una coraza para no sufrir con las historias que pasarán por nuestras manos, cuando la construcción de ese muro se convierte en una prioridad durante las prácticas como estudiante y de pronto una mañana cualquiera harta de recibir consejos que no has pedido te pones la bata y te quitas la máscara, descubres que, viviendo y sintiendo junto a tus pacientes, todo cobra sentido. Que todos aquellos «popes» de la medicina estaban equivocados, que lo bonito de esta profesión es precisamente eso: acompañar a los enfermos y a sus familias en todo el proceso. Y de repente, como si de una revelación se tratara, lo ves claro:
«Yo quiero celebrar las alegrías con mis pacientes y acompañarlos en su pena. Porque su alegría es mi recompensa y su dolor mi reto.»
Porque tengo la profesión más bonita del mundo, pero solo adquiere sentido si se vive desde dentro, si se siente desde el alma, y esto nadie me lo había contado.
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