Como un tigre en una jaula.
Así doy vueltas alrededor de mi memoria
cuando alguien me duele dentro,
cuando se me atraviesa una persona en las entrañas.
Me vuelvo un cuerpo celeste
orbitando alrededor de un reproche,
un ciclista de velódromo,
un hombre en una túrmix.
Me quedo con demasiadas cosas que decir
y los labios mal grapados al silencio
de tal modo que esas palabras, ese dolor,
va fermentándome por dentro
haciendo grande lo que no lo era tanto
—o inmenso lo que ya era grande—
y lo que dolía se transforma en rencor
agujero, malfuturo y precipicio.
Entonces comienzo a pelearme conmigo y con el mundo,
incapaz de hablar,
por pensar que ya no tiene sentido hacerlo
—o por no estar cerca ya el destinatario de mi ira—
y me quedo allí solo, como un pájaro en un cable,
con mis bolsas de basura en la memoria
sin cubo ni persona a la que arrojársela,
subido al podio, infeliz ganador en el torneo del resentimiento.
Y al final pasa lo que pasa,
que me doy cuenta de que el rencor
era eso de lo que hablaba Shakespeare,
ese veneno que bebí yo para que otro se muriera.
Y comprendo más.
El odio nunca debe ser la última bala.
La última bala ha de ser el perdón.
Si no esa bala,
la habrás disparado apuntando hacia ti.
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