El amor imparable nace y se independiza de la razón. Es un amor donde reina la locura a plazo fijo, un amor sin aeropuertos, que se da solo en el aire. Su territorio favorito: el dos por dos de un colchón; su pista de baile: la piel que recubre a los amantes.
Se juega con armas sencillas, al alcance todos: el sexo desatado, los labios que bordean la demencia, el filo de sesenta precipicios, la reserva completa de saliva de la ciudad y la absoluta inconsciencia de quien entra a la batalla.
Es un amor que está varios palmos por encima del asombro, que no tiene medida, tan grande que solo cabe en una cama.
Es un amor sin adiestrador, imposible de domesticar porque dejaría de ser imparable para convertirse en un amor posible más, en la desembocadura del río de la rutina.
Es un amor que no conoce las zonas intermedias, que nada tiene que ver con los amores de entreguerras, es fuego o hielo, es Juego de Tronos. En este amor solo vale el destrozo de las cosas en este orden: del colchón, de una piel contra la otra, de la normalidad y la costumbre, de una boca sobre la otra y seguramente también del corazón, de su futuro. Lo único que construye son los mejores poemas, las más bellas canciones.
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