A su lado todo consistió en esperar que arreglara lo que rompía: mi corazón. Pero jamás sucedió. Más bien al contrario, lo fue rompiendo cada vez un poco más, alejándose y volviendo, como una chica pendular, dándome diez gramos de piel por cada tonelada de anhelo, dándome un terrón de delirio por cada nueve estanterías de cordura.
Yo abría su falda como quien mira a los ojos a un “tal vez”, pero a cada noche pasada junto a ella le seguían varias mañanas de distancia. Era imposible. Imposible como frenar un balonazo con un dedo. Imposible como un helado de viento, como un charco de ladrillos. No había semana en que su espalda no tuviera un portazo con mi dirección bien apuntada.
Podríamos habernos titulado “La cuadratura del abrazo”, “La locura que al fin supe provocarte”, “La tumba del olvido”, “La patria de la felicidad” o “El tesoro que acude a nuestras manos”.
Pudimos haberlo sido todo: París en góndola, leones en Manhattan, aves sin pasaporte o, simplemente, dos personas felices. Pero no lo fuimos, porque sentir no es propiedad de la razón y tu cabeza hacía demasiados viajes a las tierras del pasado, turismo entre recuerdos dolorosos.
Habría sido mejor si hubieras disparado hacia dentro, si aquella cacería tuya la hubieras emprendido contra tus temores, haber tachado en el calendario los días reservados a la pena. Y también habría sido mejor que yo no hubiera intentado tirar tu muro lanzando mi corazón como una piedra, haber dado por buena la derrota. Fue culpa de tus miedos, fue culpa de mi insistencia.
Podríamos habernos quedado con la copa, campeones de un juego en el que dos se entregan y gana el universo al ser pintado entero de belleza. Porque eso es lo que sucede cuando dos almas encajan: la belleza vuelve a ser de nuevo la única fotógrafa, la cronista del milagro, el fin y el medio, la conquista más bella que puede ser lograda en toda la galaxia.
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