La cinta transportadora va escupiendo
las maletas de mis compañeros de vuelo.
Otra vez en Madrid. Mientras espero
a ver salir mi antigua maleta color marrón
pienso en lo que ocurrió anoche.
No estaba previsto que en el Congreso
apareciera una nueva delegada de Mallorca,
ni que me mirara de esa forma, ya en bar
del hotel, después de la reunión. Ni que me
sonriera de esa forma mirando mi anillo de
casado, que en ese momento parecía estar
quemándome el dedo corazón.
No estaba previsto subir a su habitación
y marcharme de allí dos horas después,
recién duchado y con la conciencia recién
manchada.
Mientras sale la maleta doy vueltas, al igual
que la cinta transportadora, a la idea de ser sincero.
De contarlo. Me conozco bien y sé que no seré
capaz de sobrellevar esta carga encima.
Veo aparecer mi vieja maleta, lentamente,
acercándose a mí, cruel, como diciéndome
desde lejos “Qué has hecho, qué has hecho,
estúpido cabrón”. Cinco horas después tengo
a Marta a mi lado, en la cama.
No fui capaz de contárselo.
Esperaré a mañana, hay que encontrar la forma,
el momento, hay que pensarlo bien.
Me levanto a oscuras para beberme
un vaso de leche y siento
un dolor intenso en el pie.
Mi maleta.
Juro que la guardé en el armario.
¿Qué hace en medio de la habitación?
Vuelvo a guardarla en el fondo del armario,
llego a la cocina, bebo un vaso de leche
y vuelvo a la cama.
El dolor del pie va desapareciendo lentamente.
Empiezo a encontrarme mejor
y tomo, por fin, una decisión.
No me queda más remedio que ser honesto.
Y no sólo lo haré por Marta,
debo hacerlo también por mi.
Mañana,
después del trabajo,
iré a comprar una nueva maleta.
Luis Ramiro
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