Tan alta y tan guapa
que hubiera deseado
ser, incluso, el imbécil que marchaba a su lado.
Estoy seguro, mira, que yo no dejaría
que su sonrisa fuera
esa mueca de hastío con que ella lo escuchaba.
Ni tendría su cuerpo
la desgana con la que se pegaba a su lado,
como si aquel instante
estuviera marcado
por la triste rutina de los días vencidos.
Mas, luego, al despedirse
lo besó dulcemente
y, suave y con ternura, le pasó por la cara
su mano como un roce de cien mil mariposas.
Y supe, con certeza,
que siempre en otros cuerpos
hay una eternidad que nunca entenderemos.
Rodolfo Serrano
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