Me dicen los amigo que estoy joven. Que aparento menos años de los que uno soporta en las espaldas. Incluso las amigas de mis hijos me aseguran que parezco -lo dicen muy en serio- tener tres años menos.
Algunos, en el colmo del halago, me palmean la espalda y me comentan: "Pareces el hermano de tus hijos". Me estiro y me acaricio la cabeza, disimulo la tonsura que adorna, inevitable, mi hirsuta coronilla.
En momentos así, tengo que confesarlo, me miro de reojo en los escaparates y me digo que es verdad. No pasa el tiempo. Sin ir más lejos. En el metro hoy mismo una muchacha terriblemente hermosa me ha mirado y sonreído.
Le he devuelto la mirada. Y ella muy lentamente se levanta, se dirige hacia mí. Y me cede el asiento mientras dice: "Siéntese, por favor". Se me han venido cuarenta años encima de repente.
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