Ni una llamada suya en veinticinco años.
Y el café donde entonces inventaron la vida
tiene la misma gente y el mismo olor a churros
y el mismo camarero con los pasos cansados.
Ojea los diarios viendo pasar la tarde
y siente un nuevo frío que le duerme las piernas,
mientras, justo a su lado, estudia una muchacha
que le recuerda a ella cuando el mundo era joven.
Sabe que hay soledades peores que estar solo,
que el dolor es más dura cuando nadie lo sabe,
y que el olvido nunca vendrá a darle la mano
mientras busque su nombre en todos los periódicos.
Apura el cigarrillo y trata de inventarse
un rostro imaginado que tendrá la sonrisa
-seguro- de las noches de vinos y tabernas
cuando era la pasión como un viento de arena.
Se levanta despacio, y se pone el abrigo
y deja sobre el mármol la propina de siempre.
Y sale hasta la calle, mira al cielo y sonríe,
sabiendo que la lluvia ya nunca ha de mojarle.
Mañana cuando venga de nuevo hasta la mesa,
pedirá nuevamente café largo de leche,
con sacarina. El tiempo mata amores y deja
sin azúcar todas las cafeterías de la tierra.
Rodolfo Serano
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