Y la besó. Y la besó. Y la besó. Y... Juraría
que era la punta del corazón lo que asombra
entre sus labios cálidos y abiertos.
Y las manos, las de él, que rebuscaban
bajo las cremalleras
y la blusa los caminos
que llevaban hasta el vientre, hacia ese suave
laberinto perfecto del ombligo,
a humedades
tan dulces como ríos
de licor y miel,
hacia esa exacta curvatura gloriosa
de los mundos que ocultan sus vaqueros.
Y ella dice: "ámame, tierno amor mío,
entra en mí, vida mía, hasta matarme".
Y ese verbo fue perfecto,
relámpago de noches y tormentas
les deshace
el jadeo animal y la saliva,
el cuerpo moribundo, la piel que aprieta sangre,
los tendones, el músculo que tiembla,
las camas tan soñadas
el mordisco que les lleva a la locura.
Y él sabe que no hay nada,
ni desesperación como este instante mismo,
cuando el sueño
no acude hasta los ojos que le miran.
La chispa que recorre la aerola
del pecho que se mueve entre sus manos,
las manos que descubren los planetas
de aquella vía lactea
que hoy sabe ya vencida para siempre.
Y todo, todo, en fin, es una fiesta,
es la noche más dulce de la tierra,
cuando ella suspira y calla y siente
que es más fuerte el amor,
cuando ella sabe
que no habrá nunca jamás un paraíso
ni oceano
capaz de contener
la espuma de esa ola que la llena.
Rodolfo Serrano
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