miércoles, 30 de noviembre de 2022

Día 3

 Mi bebé. Mi pequeña Helena. No es racional el amor que siento por ti. Hemos llorado papá y yo desde el lunes lo que no está escrito sintiéndonos frustrados e impotentes. 

Hemos decidido que la que te acompañe en este bache sea yo, tengo que darte de comer. Y los días aquí se me hacen eternos. Papá anda como loco por Leganés dando vueltas, viene a verte siempre que puede, se va a hacer cosas, trae y lleva. No para.

Aquí, sin salir de la habitación, el cansancio psicológico es extremo (necesito volver a casa). No te escuché llorar anoche. Me tuvieron que despertar para atenderte. La cesárea tampoco ayuda a poder estar al cien por cien. Eres lo más importante que tengo junto con papá y Maya.

Es increíble el amor tan incondicional que siento por ti en menos de quince días. Haces que nuestra vida tenga sentido, que el equipo que hacíamos papá y yo, cree su mejor versión.

Quería agradecer primero a Javi por demostrarme cada día que elegí al mejor, que cada acción que te sale hace que me enamore más aún, si cabe, de ti. Eres el mejor padre, el mejor amigo, el mejor marido y la mejor persona que conozco

Luego agradecer las múltiples llamadas y mensajes que estoy recibiendo y que voy contestando poco a poco, porque no me da la vida entre médicos, enfermeras, sacaleches y Helena, que como dice mi compañera de habitación, es una bendita. No se puede ser más buena con todas las perrerías que la están haciendo.

Y a quien echo muchísimo de menos es a mi perrita. Cómo digo, es un añadido más para llorar todo el día y no encontrar consuelo en nada. Gracias a mis padres por cuidar de mi bebé mayor. Siempre diremos que ella inició nuestra familia cuando llegó a casa ese 25 de enero de 2022. ¡Qué ganas de verte, Mayústica! Y por supuesto, a los abuelos paternos, cada uno ayudando como puede en esta situación tan desgastante para todos.

Mi inicio en la maternidad ha sido un caos, pero son lecciones de vida, aprendizaje y bueno, algo de mala suerte, supongo.

Cerramos el día 3. Seguro que ya queda menos.



Mi bebé

 Mi bebé...

Nunca me había sentido tan indefensa, tan pequeña e insegura y tan perdida. Hoy hace dos semanas que estamos juntas y ya me tienes loca de amor, de hecho, acabo de conocer el amor más puro e incondicional que existe.

Tienes loco a papá, a los abuelos, a toda la familia de sangre y no sangre que te ha conocido. 

Vamos a salir de ésta juntas, como lo llevamos haciendo nueve meses. No es el primer susto. Hemos podido también con el peor de los partos. Nacimos guerreras y demostraremos que lo somos. Esto solo es una de muchas que vendrán, mi vida.

Qué duro me estás haciendo el aprendizaje de ser mamá. Pero es la profesión y vocación más bonita del mundo, y lo sé gracias a ti. Pensé que tardaría más en quererte... Pero lo nuestro fue amor a primera vista (y eso que te conocí la última de toda la familia).

Vamos a por ello, nena. Te quiero, mi pequeña.



miércoles, 23 de noviembre de 2022

15 de noviembre de 2022

 Realmente, todo empezó el día 14 de noviembre de 2022, a las 6.30 de la mañana cuando me levanté al baño a hacer pis y creí que se me salía desde la cama al váter. El caso, es que no rompí aguas como en las películas, tipo "cataratas del Niagara". Fui muy poco a poco. Cada vez que me movía, cada vez que me sentaba o levantaba. Algo... se salía. ¿Esto es romper aguas? No podía ser otra cosa, porque tanta cantidad de pis, era inviable. Llamé a Javi... El pobre en su día libre. Tenía la esperanza (que quitando llevar a Cuquito al cole) iba a poder descansar. Nadie perdió los nervios. Yo di de desayunar al pequeño y Javi comenzaba de un lado a otro a ordenar la casa, a que nada nos faltara para llevarnos al hospital y hacer recuento de bolsas y maletas.

"Tranquilidad" pensé. Esto va para largo. Por primera vez en todo el embarazo, estaba bien. No tenía contracciones, aquellas que me habían dado desde la última infección. Estaba bien, pero había que irse al hospital. Dejamos a Cuquito y Maya con mis padres, ellos se encargarían de todo. Y Javi y yo, partimos a la que sería nuestra mayor aventura.

Una vez en Móstoles y en urgencias, me mandaron a monitores. Yo seguía expulsando agua y más agua... Aquello no acababa nunca. Nos dieron una habitación donde poder estar a solas doce largas horas, esperando que el parto se iniciase por sí solo. Todo de manera natural, claro. A las 20.30 de la tarde, me bajaron a monitores y me pusieron una pastilla vaginal de oxitocina, ya que en todo este tiempo solo había dilatado un centímetro. Horrible. Después de la pastilla, si así eran las contracciones de parto, eran soportables. Podía seguir aguantando. A las 23.00, la dilatación era la misma, así que... ¡segunda pastilla vaginal! Aquello era cansado por la cantidad de horas que llevábamos ya, pero soportable. A las dos de la mañana tras otra sesión de monitores, decidieron ponerme la oxitocina en va (el famoso goteo), pero antes, la epidural. ¡Qué bien! Mi tatuaje no afecta a la epidural. La verdad es que ese fue mi pensamiento, para que veáis mi estado de tranquilidad que tenía.

A los veinte minutos de la epidural, empecé a sentir dolores inaguantables, estamos hablando ya cerca de las tres de la mañana o cuatro, la verdad es que allí dentro del paritorio, pierdes toda noción del tiempo. Me suministraban más y más anestesia hasta que la niña dio el aviso de que su tensión bajaba, como la mía... Nos íbamos. Un puñado de matronas pasaros corriendo a ponerme de lado mientras Javi miraba el percal un poco perdido. Una vez reanimadas las dos, me hicieron otro de los muchos tactos que te hace... ¡cinco centímetros! Una hora más y estaba lista, pero el cuerpo no ha de ir tan rápido, de ahí inicio de hemorragias. Así que, goteo fuera. Y a esperar.

Tengo que decir a todo esto, que las matronas de todos los turnos fueron maravillosas en el trato y que su trabajo era impecable tanto conmigo, como con la bebé como con Javi. Y desde aquí siempre daré las gracias al equipo entero.

A las nueve de la mañana, vino la que para nosotros fue un ángel de la guarda, Rocío. Me encontró llorando como una niña. El dolor ya era inaguantable, y la epidural seguía sin funcionar. No recuerdo haber gritado y llorado de dolor a ese nivel, nunca. Pero por mis narices, iba a sacar a mi hija de dentro de mi. Probamos todas las posturas posibles, cuadrupedia, de lado, de otro lado... Era capaz de moverme perfectamente, mis piernas no estaban ni dormidas, ni anestesiadas. Pero el dolor no me dejaba ni empujar. 

Sobre las 11.00 de la mañana volvieron a ponerme la epidural por si el catéter estuviera mal, pero el resultado fue el mismo. Cinco personas en el paritorio (dos ginecólogos y tres matronas), metiendo la mano como si de un parto de una vaca se tratara. Girando a mi hija porque venía con la cabeza torcida. No había manera de mover a un bebé de cuatro kilos. Volvimos a intentar empujar un rato más mientras todos giraban a la niña. Fijaros el cansancio que tenía encima, que me dormía a pesar de los dolores de las contracciones, de los tactos y de tantas manos metidas ahí dentro.

Pregunté a Rocío si quedaba mucho, quería una cesárea, no podía más, que me la sacaran. Rocío molestó de nuevo a ginecólogos y anestesistas, a más matronas, le daba igual si ahí fuera había o no mucho jaleo. Ella quería acabar con esto tanto como yo. A todo esto, Javi hizo migas con ella y estuvo a sus órdenes. Javi a día de hoy, puede convalidad la profesión de matrona si quisiera.

A las 13.30, ya estaban preparando el quirófano para mí y para Helena. Tengo lagunas de todo aquello, estaba súper cansada. No podía más. Avisé de que la epidural no me hacía efecto y probaron a cortarme con el bisturí, jamás podré describiros ese dolor... Hasta que a alguien se le ocurrió dormirme entera. Escuché de lejos, como en una nube decir a Javi: "Es como tú, Pati". Según Javi, Rocío me la ofreció a mí y yo dije que se la dieran a Javi, pero de eso yo no me acuerdo, ni me consta.

Lo siguiente que recuerdo es que eran las 18.30 y yo seguía en reanimación porque tuve otra bajada de tensión de la que de nuevo, tuvieron que recuperarme. Pregunté por mi marido a Rocío que vino a verme y a felicitarme por el parto que había tenido, que no todo el mundo hubiera actuado así ni participado de esa manera. Pero, ¿y Javi? Javi estaba en el paritorio con la niña y pronto subirían a la habitación.

Pedí subir yo también, intenté espabilarme como pude y decir que estaba perfecta, pero no me dejaron. Al final, un celador, súper majo me subió. Y vi a mi madre con el móvil. Estaban todos, mis padres, mis suegros, mi marido y mi hija. Mi padre vino a verme al pasillo y lo primero que me dijo es que era preciosa, muy bonita. ¡Ah! Y mi abuela también estaba. Como os digo, tengo alguna lagunilla. Después, no recuerdo muy bien qué sucedió. Recuerdo agobiarme al ver tanta gente, pero a mí solo me importaba Javi. 

Es cierto que yo pasé los dolores, pero supongo que no es nada fácil estar al lado de alguien a quien quieres viendo todo lo que vio. Los días siguientes, él tuvo que encargarse absolutamente de todo y ayudarme con la lactancia materna. En cuestión emocional, es muy duro conocer a tu hija la última de la familia, no poder cogerla debido a la cantidad de grapas y puntos que tengo (que todavía tengo), no poder cambiar un pañal... O sea, no poder hacer nada de nada, porque simplemente, mueres de dolor.

Sólo estuve dos días en el hospital después de la cesárea. Parece ser que el protocolo de ahora es... "cuando antes te vayas, mejor". En la planta cuatro, también tengo que agradecer a todos los turnos de enfermeras y auxiliares por el trato y el amor hacia mi bebé. Les gustó mi gorda, que sólo comía y dormía, no lloraba con ninguna prueba. Me hizo gracia que cada vez que terminaban sus turnos, pasaban por la habitación para despedirse de Helena, la bebé criada. 

Helena nació a las 2.33, con 3.700 kilos y 49.5 cm. Para ser una niña, es enorme. El mayor peso lo lleva en sus mofletes. Nació perfecta de color y guapa y no es porque sea su madre, es objetivamente hablando, podéis preguntar al club de fans que se creó allí en el hospital. 

La lactancia sí que nos costó un poco, nos cuesta porque duele y duele mucho. Además, se duerme mientras succiona, también es muy pequeña. 

Creo que ha sido mi mayor aventura. Todo por hacer realidad el sueño de ser madre. Y no hemos podido tener más suerte con Helena.



jueves, 10 de noviembre de 2022

No sería fácil

 Estaba claro que no sería fácil. ¿Acaso algo lo es?

En los caminos que sueñas que sean largos siempre encontraremos piedras para que se claven en las suelas de las Converse.

Siempre sonarán canciones en los peores días y quiero que tu voz sea la melodía que las haga mejores.

Nadie nos avisó, pero esta vida está para disfrutarla, ya pasan demasiadas cosas malas en el mundo como para arruinarlo todo con discusiones tan tontas que muchas veces no tienen explicación.

De todo este amasijo de pensamientos, yo solo te digo que todo lo bueno y lo malo que me suceda lo quiero pasar contigo cerca. Así los sueños jamás se agotarán.

Apoyarme en tu hombro, que tú te duermas entre mis brazos. Te quiero.



Soy esa mujer

 Soy una mujer que tiene días en los que toca fondo, en los que prefiere no hablar porque no le encuentra un sentido a dar una explicación; pero también soy esa mujer que a costa de arañazos intenta salir del pozo creando proyectos porque se niega a fracasar.

Soy esa mujer que es la luz pero también oscuridad, la que lleva dentro el ying y el yang, la que alberga a los dos lobos y que tiene días donde alimenta a uno y días donde es devorada por el otro.

Soy esa mujer que es fuego cuando algo la enardece pero que también es hielo cuando la hieren, la que es cuchillo pero ha sido muchas veces más herida.

Soy esa mujer a la que quieres o te cae mal, no tengo términos medios ni para los otros ni para mi, si me cae bien lo sabrá pero si me cae mal quédate tranquila/o que de eso no le dejaré dudas, no me importa si le parezco mal educada, soberbia o loca porque simplemente no me interesa su opinión.

Soy esa mujer que aulla de dolor aunque eso no esté de moda donde todos son superados, y soy la que resucita con un abrazo sincero de esos que te acomodan las piezas sueltas.

Soy esa mujer amada por unos, odiada por otros pero siempre rebelde sin perderse en alguien que no es, solo porque hay que ser superada. 

¿Sabes qué? Quiero ser yo con mis imperfecciones, las máscaras para el carnaval de Venecia.



sábado, 5 de noviembre de 2022

Carta desde el futuro

 Atractiva es la mujer que se da permiso para ser, para vivir y para sentir.

Querida Lucía:

¿Cómo estás, preciosa? Y te digo «preciosa» porque, aunque en tu pesada mochila del instituto no cabe un solo complejo más, eres preciosa. No te lo crees, lo sé. Pero no dejes de leer esta carta. Dame una oportunidad. Por favor te lo pido.

Tienes quince años, quince maravillosos años, tu vida gira en torno al instituto, a tus inseparables amigas, a los chicos que empiezan a revolotear por tu mente y a tus notas, a no empañar ni con una gotita tu brillante expediente académico. Hay que ver qué razón tenía la primera profesora de la guardería que tuviste que, con su voz firme, sentenció: «No hay más que ver el empeño con el que colorea las fichas y hace los trabajos manuales. A esta niña no va a haber nada que se le ponga por delante».

Efectivamente, conservarás ese tesón toda la vida, pero no te engañes, habrá muchas piedras en el camino. No te asustes. Todo lo realmente valioso que conseguimos en la vida requiere de un esfuerzo. No lo olvides nunca. A nadie le regalan nada, a ti tampoco.

Lucía, te acabas de enamorar por primera vez, el mundo se acaba de detener. ¿Verdad? Nada es más importante que eso ahora, de momento. Disfrútalo, cielo, vívelo intensamente, siempre guardarás esta tierna historia en tu memoria. Pero no será solo la primera, el amor será una constante en tu vida, romperás algún que otro corazón, ya te lo adelanto. Pero en este viaje nadie sale indemne, el tuyo también se romperá en pedazos. No es mala suerte: es la vida, cariño.

Mantén bien abiertos los oídos, pero no para todo el ruido que escucharás a tu alrededor, sino para el tuyo propio; cuando por fin lo hagas, empezarás a volar.

Te doy permiso para dudar de todo el mundo menos de ti misma.

Escucha a tu esencia, sé fiel a lo que sientes, a lo que te mueve, a lo que te estremece, a lo que te pone el vello de punta y te eleva. Enamórate, déjate llevar, entrégate, sé feliz, mi amor, sin miedo. Porque, ¿sabes qué? Que nada es para siempre, y, si lo es, no lo sabemos de antemano, por tanto no te queda otra que vivirlo, sentirlo y saborearlo intensamente. 

Vas a ser muy feliz.

Rodéate de gente inspiradora, de personas que crean en ti, que te cuiden cuando las fuerzas te flaqueen, que velen tu sueño y consuelen tu llanto. Que celebren tus alegrías desde dentro o desde la distancia, pero que te sientan parte de sus vidas. Rodéate de hombres y de mujeres que sumen en tu vida, que, cuando pienses en ellos, te roben una sonrisa o un suspiro. No importa si los ves mucho o poco, cuando lleguen a tu vida, no los dejes escapar. Cuídalos.

Cuando alguien te haga daño, dale una segunda oportunidad, todos la merecemos; pero, si te vuelven a herir, corre, aléjate, huye muy lejos. La vida es demasiado corta como para perder energía en gente que no se merece tu sonrisa.

Si tu compañía es mediocre, serás una mediocre, recuérdalo.

Construye cosas bonitas a tu alrededor, proyectos, sueños, relaciones personales. Aliméntalos, nútrelos, cuida de todos ellos. Eres y serás una maravillosa cuidadora. Cuando empecé a escribir esta carta me propuse no desvelarte ni una sola de las paradas de tu viaje, pero solo te diré algo:

Lucía, tu empatía te hará muy grande. Mucho. Cultívala.

Escucha a tus mayores, atentamente, tienen mucho que enseñarte, aprende de ellos y lee, cariño, lee todo lo que caiga en tus manos. Hará de ti una mujer fuerte, crítica e inteligente.

No dejes de escribir. ¿Recuerdas tu primer diario? Lo seguirán muchos más, muchos. Eres una gran contadora de historias. Dentro de unos años lo escucharás, pero yo soy la primera en decírtelo hoy: tienes un don.

El primer premio de literatura que conseguiste con ocho años con «El cuento de la W» fue solamente el inicio. Te esperan unos años maravillosos e intensos delante de un ordenador. No será fácil, también te lo digo. Derramarás muchas lágrimas que te impedirán seguir escribiendo, necesitarás parar. Para. Y luego sigue. Descubrirás que escribir te sana, te alimenta, te ayuda a explorar tus profundidades y las de los que te leen. Sentirás en los abrazos y en las lágrimas de tus lectores que los has conmovido, que a algunos, incluso, los has cambiado. Escribirás sobre muchas cosas, te lo aseguro, escribirás muchas cartas de amor, escribirás sobre tu trabajo, sobre niños, sobre la vida, sobre la muerte, el sexo, las vidas ajenas y sobre tu propia vida; algunas incluso las publicarás...

A lo largo de todos estos años escucharás de otros que eres demasiado confiada, que eres una ingenua y, rozando los cuarenta, lo seguirás escuchando. Pero hazme caso en esto que te voy a decir ahora: ese es uno de tus mayores atractivos. No lo pierdas. Sé tú misma aunque las arrugas incipientes que surcarán tu piel delicada te digan lo contrario.

Ríete a carcajadas, fuerte, como haces ahora; sonríe, sí, por defecto, sonríe; confía en la gente, que para hacerles bajar de tu tren siempre estarás a tiempo. Tú decides quién sube y quién se queda, quién se sienta a tu lado y quién te coge de la mano.

Tómate tu tiempo. No vivas tan rápido. No tengas prisa. De vez en cuando es necesario parar, hazlo. Para el tren, baja y airéate. Respira profundo, pasea por tu mente, por tu corazón, escucha música y reponte. Cuando hayas descansado, vuelve a subirte al tren y sigue. El secreto está en seguir, mi cielo, en seguir.

Si algo no te gusta, ¡muévete!, ¡cámbialo! ¡Te lo ordeno!

Date permiso para equivocarte, porque te equivocarás muchas veces, pero haz el favor de levantarte cada vez y seguir adelante.

Ponle pasión a todo lo que haces, la misma que tienes ahora con tus quince años. La misma pasión que le pusiste el año pasado cuando les dijiste a tus padres que querías ir a Estados Unidos y te fuiste a pesar de ser la más joven de un grupo al que únicamente viste en el aeropuerto. La misma pasión que le pondrás a tu empeño por estudiar Medicina y ser pediatra. La misma pasión que derramarás con cada uno de tus amores, todos dejarán huella en ti. No lo olvides. La misma pasión con la que defenderás tus derechos cuando empieces a trabajar, la misma fuerza con la que exigirás esa inexistente conciliación laboral para poder criar a los hijos que tendrás... Lo mejor que harás en tu vida. Porque, Luci, cariño, el secreto del éxito no es más que eso: pasión y constancia.

Lucha, pelea, sal ahí fuera, exige, reclama lo que es tuyo. No juzgues, no critiques sin saber. Huye del odio y del rencor, son malos compañeros de viaje. Aprende a perdonar, vivirás más feliz. Y sueña, sueña a lo grande. No dejes nunca de soñar, esto es lo que te mantendrá viva.

Todo esto quizá te suene tan lejano, ¿verdad? A tus quince años tienes otras muchas preocupaciones. Ahora mismo acaba de salir mamá de tu habitación, habéis tenido una de esas conversaciones que recordarás con los años. Llorabas porque le decías que no te veías guapa, ni atractiva, mientras ella te acariciaba el pelo y trataba de consolarte.

¿Atractiva? ¿Atractiva para quién? ¿Para los demás o para ti misma? Mira, cielo, una mujer atractiva es una mujer segura de sí misma. Es una mujer inteligente e independiente. Una mujer atractiva es una mujer valiente e intrépida. Pero no valiente porque le gusten los deportes de riesgo, no; valiente con la vida, con las dificultades, con los largos inviernos que sin duda dejarán rastro en su piel y en su alma.

Que una no solo cumple primaveras, también cumple inviernos y justamente son los inviernos los que hacen a una mujer hermosa. ¿Lo sabías?

La vida no es un camino de rosas, claro que no lo es; por eso hay que echarle valor, hay que ser intrépida y exigente con tus propios sueños.

Atractiva es la mujer que lucha por lo que desea, que se ríe de sí misma, que sale a flote una y otra vez a pesar de las adversidades.

Atractiva es la mujer que aún con sus kilitos de más o sus kilitos de menos hace reír a carcajadas al que tiene enfrente. Atractiva es la mujer sin complejos, pero con grandes dosis de sentido del humor. Atractiva es la mujer sonriente, perseverante, luchadora y libre.

Atractiva es la mujer que se da permiso para ser, para vivir y para sentir.

¿Y sabes qué es lo mejor de todo? Que solamente depende de ti. 

A los cinco años decidiste ser pediatra y lo conseguirás, no sin esfuerzo. Serán seis largos años de estudio, más otro año entero opositando en tu pequeña pero luminosa habitación con el apoyo incondicional de tus padres y de tu hermano José, que te acompañarán en cuerpo y alma en todos y cada uno de tus logros. Serán ellos quienes recojan tus trocitos cuando la vida te muestre su cara más amarga. Cuando llegue ese momento, déjate querer, déjate cuidar. Lo harán muy bien. Y saldrás fortalecida. Luego vendrán los momentos en los que seas tú la que cures, con el mayor de los mimos, sus cuerpos heridos. Formaréis un gran equipo. Y esto será solo el principio, Lucía querida, cientos de familias te entregarán lo más valioso de sus vidas: el cuidado de sus hijos.

Así que vive, cariño, sé tú misma, sigue tu valioso instinto, tu intuición, pocas veces te va a fallar. Cuando llegue esa persona que te diga: «Hasta llorando eres preciosa» y se beba tus lágrimas, mírale a los ojos y quédate con él, aunque todo sean dificultades, te prometo que merecerá la pena.

Piensa bonito, habla bonito y sonríe bonito. Porque de un pensamiento bonito nunca saldrá una emoción fea.

Da gracias por todo lo que tienes y por lo que tendrás. No tomes decisiones precipitadas, piensa, reflexiona, valora, comparte, pide consejo, busca información y respuestas, y no permitas que el miedo te paralice. Para adelante, mi cielo, siempre para adelante.

Respecto a tu maternidad, te escribo estas palabras pero se las podría estar escribiendo a cualquier madre o a cualquier padre del mundo, de hecho es lo que voy a hacer.

A todos vosotros os diría...

Preparaos para querer a alguien más de lo que nunca jamás imaginasteis poder querer. No os desaniméis cuando vengan momentos duros, nadie dijo que esto fuera fácil; de hecho, es difícil. El miedo, la culpa, las dudas, por todo ello pasaréis. Uno nunca está preparado para lo inesperado, ¿verdad? Pero ocurrirá, nos ocurre a todos y en cualquier momento. Todos paramos en estaciones parecidas en este intenso e irrepetible viaje, así que disfrutad de cada uno de los momentos que os regalen vuestros hijos, son tan solo unos años los que nos permiten achucharlos, besarlos y olerlos.

¿Habrá algo más maravilloso que dar vida para acompañarlos, enseñarlos, alimentarlos y cuidarlos con el amor más incondicional que existe?

«He venido a este mundo para cuidar y proteger a mis hijas», me confesaba en una ocasión el padre de una preciosa niña llamada Natalie. Y así es, el mejor legado que les podemos dejar a nuestros hijos no es una educación en un colegio de élite, ni en una universidad de reconocido prestigio, ni una casa, ni una buena herencia, ni siquiera viajes por medio mundo. Seamos realistas, en la inmensa mayoría de las ocasiones no podréis darles todo lo que deseáis. ¿Creéis que vuestros padres sí pudieron? Ellos tampoco. Pero no es lo importante, dejad de sufrir por ello. No os

lamentéis más, por favor. No permitáis que ellos escuchen lamentaciones, mantened su inocencia intacta..., ¡es tan bonita! No os centréis en lo que falta y sí en lo que tenéis.

Habrá momentos de oscuridad, de dudas, de preguntas, de caídas. Caerse forma parte del viaje, como también levantarse tras cada golpe. Dudar es de humanos, por supuesto que dudaréis, aun cuando somos mayores seguimos dudando de tantas cosas. Eso sí, duda de lo que quieras menos de ti mismo. Pero sobre todo y por encima de todo no olvidéis jamás que el mejor legado que les podemos dejar a nuestros hijos es... el amor. El amor todo lo puede y con todo podrá. Asumid esta responsabilidad porque es lo más grande que vais a hacer nunca en esta vida y esto es lo que os convertirá en padres maravillosos.

¡A por ello!

Lo mejor está aún por llegar.

Siempre a tu lado,

Tu yo del futuro



Natalie, un ángel mensajero

 Nosotros tenemos la posibilidad de tratar a Natalie y curarla. Así que ahora mírame a los ojos y dime: «¿Quieres aprovechar esta oportunidad, o prefieres seguir lamentándote?».

—¿Paula? ¿Paula? ¿Estás ahí? —Silvina, angustiada, lanzaba las preguntas al auricular de un teléfono sin vida.

—Sí, amiga, aquí estoy —alcanzó a escuchar a lo lejos.

—Paula, ¿es verdad esto que dicen de Iker? Todavía no me lo puedo creer. Dime que no es verdad.

— Sí, Silvi, sí. Estamos ingresados desde ayer. Ahora mismo acaba de salir el pediatra de la habitación. Iker tiene una leucemia linfoblástica aguda —antes de que terminara de pronunciar estas terribles palabras, Paula comenzó a llorar desconsoladamente.

—Paula, voy ahora mismo para allá. Dime en qué habitación estáis.

—No, cariño, acabas de dar a luz. Tú no tienes que vivir este horror. No te toca, cielo. Disfruta de tu preciosa Natalie.

—De eso nada, cojo a la bebé, la meto en el coche y voy para allá.

Silvina colgó el teléfono. Aún dolorida de su reciente parto, con su bebé de diez días en brazos y con el corazón de su amiga en un puño, se metió en el coche y recorrió los cuarenta y cinco kilómetros que separan Altea de Alicante. En menos de una hora, en la habitación 318, las dos amigas se fundían en un abrazo que uniría sus vidas ya para siempre, aunque ellas aún no lo sabían.

Tras llorar juntas, abrazarse y compartir un café frío de la máquina estropeada de la planta de aquel hospital, se sentaron en las escaleras. Mientras el papá de Iker velaba su sueño, ellas allí sentadas, cogidas de la mano, siguieron hablando.

—Paula, ¿cómo lo notaste? ¿Qué le pasaba a Iker? —le preguntó Silvina con la curiosidad propia de una madre.

—No quería bajar al parque; cuando estábamos en los columpios no se quería sentar, decía que le dolía el culete. Estaba todo el día cansado y eso en un niño de tres años no es normal. Luego empezó a dejar de comer. «Son rachas», me decía el pediatra. Las últimas semanas le vi tan pálido que me asusté. Le llevé de nuevo a su médico y me leyó el pensamiento. Le hicieron una analítica de sangre y descubrieron que no le quedaban células...

Tras un desgarrador testimonio, ambas madres volvieron a la habitación. Miraban a sus hijos, Iker postrado en la cama, con su cabecita rapada y durmiendo plácidamente, ajeno a la lucha que estaba a punto de emprender. Natalie recién llegada a la vida, con sus apenas diez días, mamando felizmente en brazos de una madre conmocionada por el dolor de su mejor amiga.

Cuando Silvina salió de aquella habitación, pensó:

—¿Cómo pueden suceder estas cosas? ¿Cómo una madre es capaz de afrontar algo así? Si a mí me ocurriese, no podría afrontarlo. El suelo se abriría bajo mis pies y me caería al vacío.

El macabro destino quiso poner a prueba a esta madre con esta niña recién nacida y lanzarlas directamente a ese abismo que jamás pensó atravesar. Pero lo hizo unos años después. Mismo hospital, misma habitación, la 318, misma enfermedad...

Aquella mañana me incorporaba de mis vacaciones. Tras dos semanas de desconexión en mi tierra natal, viendo a mis hijos correr por los prados asturianos, abrí la puerta de la consulta y encendí el ordenador. Antes de ponerme la bata, tocaron a la puerta. Apareció Silvina con la pequeña Natalie de la mano.

Siempre tuve una conexión especial con esta mamá; su tranquilidad a la hora de explicarme las cosas, la dulzura de sus gestos, de sus movimientos, y el hecho de compartir el mismo año de nacimiento de nuestros hijos, había hecho que nos sintiéramos muy cerca la una de la otra.

—Lucía, necesito hablar contigo, estoy muy preocupada —me dijo.

No recuerdo el resto de sus palabras, no recuerdo su cara de angustia, ni su frente perlada en sudor. No recuerdo su respiración agitada ni su voz quebrada por el llanto. Solo recuerdo a Natalie entrando en la consulta caminando con dificultad, cojeando, llevándose sus pequeñas manos a las caderas, como hacen las octogenarias cuando intentan sentarse en una silla. Su piel pálida, sus labios transparentes y su mirada ausente anunciaban un drama.

—Haz lo que tengas que hacer, pero hazlo. Natalie no está bien. Tiene mucho dolor en las piernas, no quiere jugar, me han llamado del colegio porque llora y se queja a todas horas. Ni siquiera ve sus dibujos animados favoritos. Tú sabes que le encanta Bob Esponja, sin embargo, le hicimos una fiesta la semana pasada con un Bob gigante y se pasó toda la tarde acurrucada en una esquinita con las manos en sus caderas. Que si dolores de crecimiento, que si llamadas de atención, que si ha pasado algo en casa, que si un resfriado que le ha inflamado la cadera..., pero no es nada de eso, Lucía. Yo lo sé —sentenció Silvina.

Yo escuchaba atentamente. No era una madre alarmista, nunca lo había sido, así que puse mis cinco sentidos en no perder ni un solo detalle de esta historia que ya nunca olvidaría.

—Lleva dos semanas con febrícula, todas las tardes. Si le doy el ibuprofeno, mejora el dolor y desaparece la fiebre, pero a las seis horas vuelve a estar así. ¿Y esta palidez? Ella no es así, tú laconoces.

— ¿Qué dice tu marido de todo esto? —le pregunté.

—Bobby dice que exagero, que estoy obsesionada..., pero no lo estoy, Lucía, créeme —me suplicó.

Tras explorar minuciosamente a Natalie, la sombra de la gravedad tiñó todas las posibilidades diagnósticas que en unos minutos mi cabeza fue capaz de plantear. Y, como me ocurre en estos casos en los que las ideas se agolpan, permanecí en silencio durante unos minutos mientras ordenaba mentalmente los pasos que íbamos a seguir sin alarmar a su madre. Le expliqué tranquilamente que bajarían las dos a urgencias a hacerse una radiografía y una ecografía y, mientras tanto, rescataría del ordenador una analítica que se había hecho hacía unos días. Pude escuchar y sentir la respiración aliviada de Silvina al saber que nos íbamos a poner manos a la obra.

Antes de salir por la puerta, me miró fijamente a los ojos y, al mismo tiempo que una lágrima furtiva surcaba su mejilla, me dijo:

—Gracias.

En cuanto salió por esa puerta, entré en el ordenador y busqué aquella analítica como si me fuese la vida en ello. Sus células rojas y blancas estaban bien, de momento, sin embargo había un

único valor muy aumentado de tamaño, demasiado: el de la ferritina. No me gustó. Tenía que seguir viendo niños en la consulta, así que hice de tripas corazón y, como no podía informar a la familia hasta que no tuviera la placa y la ecografía, decidí pasar al segundo paciente de la mañana.

Motivo de consulta: mocos. Me relajé.

La mañana pasó sin sorpresas hasta que recibí una llamada de mi compañero Jorge, el radiólogo, a última hora de la mañana:

—Lucía, mira la placa de Natalie.

No me dijo más, no hizo falta, yo sabía que había algo gordo. Cada vez que hablaba con Jorge siempre bromeábamos. Esta vez no. Su mensaje fue directo: «Mira la placa», su tono cantarín se había esfumado.

—¡Ay, Dios! ¡Jorge, ahí hay una masa mediastínica enorme!

—Sí, Lucía... Y aún hay más. Mira ambos pulmones...

—¿No me digas que eso son nódulos? ¡Está llena! —le dije con un nudo en la garganta que amenazaba con robarme el aliento.

—Sí, tiene múltiples lesiones en los pulmones. Pero es que fíjate en la parte inferior de la imagen...

Antes de que terminara, lo vi: otra gran masa en el hígado que posteriormente él confirmó con una ecografía.

—Lucía, el padre sube ahora para tu consulta. Su madre tuvo que salir. No les he dicho nada. Lo dejo en tus manos. Lo siento, compañera...

Y muchos de vosotros pensaréis: «Sois médicos, estáis acostumbrados a esto. ¿De verdad lo vivís así?». Pues sí. El cáncer infantil, a pesar de ser la primera causa de mortalidad infantil por enfermedad en España y a pesar de que enferman mil cien niños nuevos cada año, cuando se presenta en uno de nuestros pacientes, es un drama. Esa madre que podría ser yo, esa niña con la misma edad que mi hijo..., ese caso, uno de los mil cien de ese año, podría habernos tocado a cualquiera de nosotros, también a ti.

Reordené una vez más todas las ideas en mi cabeza antes de recibir a Bobby, el padre de Natalie. Sin embargo, al verle en la puerta, solo, con la niña en brazos, sin Silvina, le dije:

—Bobby, por favor, llama a Silvina y dile que venga. Lo que os quiero explicar prefiero hacerlo a los dos a la vez.

Años después, Bobby me confesó que en ningún momento pensó que le iba a decir nada malo, simplemente que por protocolo informábamos a ambos padres. No se dio permiso a imaginar ni por un instante que la noticia que les iba a dar cambiaría el rumbo de sus vidas. Su mentalidad práctica y su genética danesa hacían de él un hombre de ideas claras, frías y directas.

A los veinte minutos entraron los tres por la puerta. Silvina me miró, yo la miré. Era el primer caso de cáncer que diagnosticaba por mí misma una vez terminada la especialidad, lejos de los macrohospitales donde estamos rodeados por un gran equipo que te sostiene si las fuerzas te flaquean. Esta vez, allí estaba yo, con apenas un par de años de experiencia como pediatra adjunta, delante de unos padres que aún no sabían lo que se les venía encima.

Silvina y yo nos miramos fijamente, ambas madres conectadas. Ella abría los ojos todo lo que podía animándome a empezar a hablar; yo, emocionada, miré a la pequeña Natalie y vi a mi hijo Carlos. Entonces volví a mirar a la madre y asentí con la cabeza, parpadeé lentamente intentando contener las lágrimas, apreté la mandíbula, fruncí los labios y respiré profundamente. Silvina captó el mensaje y se echó las manos a la cara para recoger un mar de lágrimas.

—Lo sabía —dijo abatida.

Bobby, aturdido, miraba a su mujer, me miraba a mí, volvía a mirar a su mujer. Entre sus posibilidades no incluía, en ningún caso, una noticia tan devastadora.

En ese momento, tras ese cruce de miradas, empezó una larga conversación en la que les expliqué que habíamos encontrado múltiples lesiones en el cuerpo de Natalie.

Previamente, mientras Bobby esperaba a su mujer en la salita de espera, yo ya había llamado al Servicio de Oncología Infantil del hospital de referencia para explicarles el caso e informarles de que iban de camino...

—Gracias, Lucía, los estaremos esperando, tranquila —me contestó el doctor Carlos Esquembre, siempre tan atento y profesional.

En ningún momento pronuncié la palabra cáncer, ni linfoma, ni metástasis. Sin la preparación adecuada, podría sonar a sentencia de muerte y esto, justo, es lo que quería evitar.

«La supervivencia del cáncer infantil ronda el 75 por ciento», me repetía una y otra vez a mí misma. No hubo histerismos, no hubo grandes dramas... Hubo muchas miradas, un abrazo sentido a los dos y mi número de teléfono personal en el bolso de Silvina.

—Llámame mañana y me cuentas —le dije mientras sujetaba sus dos manos con fuerza.

Su cuerpo temblaba, su voz temblaba, su alma entera se tambaleaba. Y este fue el inicio de una historia de lucha y superación que supuso un antes y un después en su vida.

Cuando llegaron al Hospital General de Alicante, efectivamente los estaban esperando. La primera vez que entraron en el Hospital de Día y vieron a todos esos niños allí sentados, con sus cabecitas rapadas, acompañados por unos padres mudos de miedo, en ese instante, Silvina y Bobby se vinieron abajo. No podía ser verdad. Esto no les estaba pasando a ellos. Acababan de traspasar una puerta, una línea, una frontera sin billete de vuelta. Empezaban el viaje más duro de sus vidas.

Ya no había marcha atrás.

—Jamás olvidaré las miradas de aquellas madres, Lucía. Jamás. ¡Cuánto dolor! ¡Cuánta lucha! ¡Cuánto sufrimiento! Y... ¡cuánto silencio!

Tras la biopsia medular fueron claros:

—Natalie tiene un linfoma de Burkitt, un extraño tipo de cáncer que evoluciona muy rápidamente. Habéis tenido suerte de que se haya cogido tan a tiempo, a pesar de las múltiples lesiones que tiene. Os seremos sinceros, es un caso muy raro. Tenemos que estar preparados para todo, para un trasplante de médula ósea, incluso. El camino va a ser largo y duro, pero hay posibilidades de curación. Tenéis que saber una cosa más, muchas parejas terminan en divorcio, esto va a cambiar vuestras vidas, tenéis que manteneros unidos y dosificar las fuerzas —les dijo el pediatra oncólogo nada más conocerlos.

—Pero... ¿por qué a mi hija, doctor? Estoy convencida de que he sido yo la que le he traspasado mi genética defectuosa. Mi madre falleció de cáncer con cuarenta y dos años, cuando yo tenía dieciséis —le confesaba Silvina tragando saliva.

Lo que no sabía el doctor es que era la primera vez que hablaba de su madre en muchos años, ni siquiera Natalie había escuchado apenas cuatro detalles de su abuela. Lo que no sabía es que ella, con quince años, fue la encargada de asumir un papel que no le correspondía: cuidar de su madre enferma. Lo que no sabía aquel pediatra es que Silvina jamás había superado la pérdida prematura de su madre, que jamás perdonó a quien le hizo responsable de los cuidados de una madre terminal cuando ella debería estar saliendo con sus amigas a tomar unas cervezas. Lo que no sabía aquel médico es que hubo un momento en el que Silvina deseaba con todas sus fuerzas que esa agonía acabara de una vez por todas y lo que nunca supo nadie es que cuando el agotamiento se apoderaba de ella, cuando ya no le quedaban fuerzas, cuando dejó de encontrar respuestas, se hacía la dormida ante la llamada de su madre enferma. Jamás se lo había perdonado y la culpa la devoraba cada día y cada noche, desde que su madre finalmente falleció hacía ya veinte años.

—Tu genética no tiene nada que ver. Deja de buscar culpables. Esto es lo que destroza a las familias, la búsqueda de un culpable. ¿Por qué a ese señor le ha atropellado un coche esta mañana y le ha matado? ¿Tú lo sabes? Pues con la enfermedad de Natalie nos ocurre lo mismo. Mira, Silvina, ese hombre atropellado, su familia, sus hijos, no tienen oportunidad ya de curación ninguna. Un coche se le llevó por delante y le mató. Punto. Nosotros tenemos la posibilidad de tratar a Natalie y curarla. Así que ahora mírame a los ojos y dime: ¿quieres aprovechar esta oportunidad o prefieres seguir lamentándote?

Y ese fue el punto de inflexión. Ahí Silvina y Bobby tomaron conciencia de su nueva realidad. Su relación no estaba en su mejor momento, pero eso pasó absolutamente a un segundo plano. Ese día lo tuvieron claro: había que hacer equipo. Tenían un largo camino por delante, pero lo recorrerían juntos. Establecieron un sistema de turnos por el que cada uno estaría un día entero mientras el otro atendería a Nicole, la hermana mayor que esperaba en casa las noticias de papá y mamá. Asumieron la responsabilidad de aceptar todas y cada una de las tormentas que vinieran con fortaleza, sin lamentaciones y unidos.

Bobby tuvo que lidiar con la culpa porque durante meses su mujer le había dicho que no veía a Natalie bien y él nunca se tomó en serio los presagios de Silvina hasta que entró por la puerta de mi consulta y les pedí que se sentaran, que habíamos encontrado algo grave en el cuerpo de su adorada y preciosa hija pequeña, por la que sentía debilidad. Es curioso cómo en estos casos la naturaleza de cada uno de ellos hizo que se cubrieran todos los huecos de ese vacío que encontraron entre las cuatro paredes de aquella habitación. Bobby no tenía tiempo de gestionar la culpa, eso vendría después, ahora, y a pesar de sus veintitrés años recién cumplidos, demostró una fortaleza y una resistencia que me sobrecogieron. Él fue el bastión de la familia, el timón de aquel barco que navegaba por aguas turbulentas, la trinchera desde donde protegerse de la cruel batalla, la mente despejada y sosegada que lidiaba con la pequeña Natalie cuando esta se negaba a que le administraran de nuevo aquella medicación que tanto sufrimiento le generaba. Bobby fue sin lugar a dudas el refugio amoroso y sereno de Silvina, su contrapunto, su complemento, su imprescindible. Su cometido era proteger a su familia hasta el último aliento y es por ello por lo que Bobby nunca le contó a su mujer que, para poder cumplir con los turnos establecidos de cuidado de Natalie, doblaba turno en la empresa con largas y agotadoras jornadas de trabajo. Sin embargo, cada una de las mañanas que le tocaba relevar a su mujer, llegaba al hospital con una sonrisa y un «tranquila, todo va a salir bien. Y ahora vamos a tomarnos un café», y como por arte de magia Silvina recuperaba la esperanza.

Silvina, por su parte, tuvo que pelear contra sus fantasmas inmersa en las sombras de la enfermedad agónica de su madre. Es como si la vida la castigara a pasar por lo mismo otra vez, pero en esta ocasión debía estar a la altura, no había otra posibilidad.

Cada uno con su universo de monstruos y miedos merodeando por sus mentes y aguantando el tipo para que nunca le faltara una sonrisa en cada despertar de Natalie. Los primeros días todo el mundo fue a verlos; pasada una semana ya no había visitas. La gente siguió con su vida, inmersa en sus problemas y ajena al drama de aquella familia. Y sí, recibieron pocas visitas, muchas menos de las que les gustaría, pocas llamadas, poco apoyo, pocos abrazos y casi ningún beso..., pero se tuvieron el uno al otro.

—¿Por qué la gente huye cuando te pasa algo así, Lucía? —me preguntaban años después.

—Yo aún estoy aprendiendo a perdonar... —me confesaba Bobby conteniendo una emoción que él mismo se censuraba —. No sé si seré capaz...

Rápidamente desvió la mirada; si seguía mirándome fijamente se caería al vacío, y esto no era propio de un corazón danés como el de él, al que nadie había educado a mostrar sus emociones en público.

A pesar de todo, una de las tantas mañanas de soledad de Silvina en aquel hospital, de pronto recibió un mensaje:

—¿Bajas a la cafetería?

Y cuando llegó y la vio, creyó volver a nacer, de hecho, renació. Su hermana Laura había volado desde Argentina para abrazar a su hermana pequeña, recoger todas sus lágrimas, cuidar de su corazón de madre hecho añicos y besarla sin descanso. Y lo hizo, vaya si lo hizo.

—No te puedes imaginar lo que aquello supuso para mí, Lucía. De pronto me sentí más fuerte aún.

Una tarde aparecí yo por el hospital con un regalo: una mochila gigante de Bob Esponja. Silvina se rio al ver el tamaño que, ciertamente, era mucho más grande de lo que a mí me había parecido al comprarla; creo que todo el cuerpecito de Natalie hubiese entrado allí dentro. ¡Pero le gustó!

—Esto para cuando vuelvas al cole, cariño —le dije, porque yo estaba segura de que saldría de esta pesadilla algún día.

Hubo un momento en todo este proceso en el que Silvina necesitaba algo más, necesitaba respuestas, necesitaba un «todo esto pasará» y en esa búsqueda una noche tuvo un sueño revelador: un hombre que desprendía una luz especial, diferente a todos los demás, le cogía de las manos, la miraba a los ojos y le decía: «Silvina, tu hija va a estar bien. Se va a curar. Responderá al tratamiento. Esta experiencia solo te traerá una cosa positiva, solo una: el reencuentro con tu madre.

Pero Natalie solamente empezará a estar bien cuando te reconcilies con tu pasado, cuando perdones a tu madre por haberse ido tan pronto, cuando perdones a tu padre por haberte robado esos años de juventud cuidando de tu madre, cuando te perdones a ti misma por no haber estado presente, por no haberte levantado cada noche... Porque aún la oyes, ¿verdad? Tu hija saldrá adelante cuando ella sepa de su abuela Cristina y de lo mucho que le hubiese gustado conocer a su nieta...».

Se despertó empapada en sudor y lloró todo lo que no había llorado con la muerte de su madre y, por supuesto, la perdonó y, lo más importante de todo, se perdonó.

—Cuando pasas por una experiencia vital de este tipo, siempre ocurren cosas a las que no les encuentras explicación —me confesaba Bobby varios años después.

—Así es —afirmó Silvina dándole la razón.

—Yo soy un escéptico de manual, no creo en nada, por no creer, no creía ni en la medicina hasta que vi lo que fue capaz de hacer por la vida de mi hija, pero mi mundo cambió cuando una tarde, estando con Natalie en el hospital, me preguntó por su abuelita Cristina —me dijo Bobby. Silvina sin ocultar la emoción añadió:

—Sí, Lucía, a raíz de ese sueño Natalie empezó a preguntar por mi madre a diario cuando yo aún no le había empezado a hablar de ella. La llamaba en sueños. Nos decía que ella la estaba ayudando. Tuvimos que traer una foto de ella a la mesita de noche del hospital y, en sus noches más duras tras la quimio, abrazaba con fuerza aquel marco y minutos antes de dormirse lo guardaba debajo de su almohada.

En ese instante de la conversación, nos emocionamos los tres: Bobby, Silvina y yo. Hay silencios que hablan y miradas que unen para siempre. Ese fue uno de ellos. Tantos y tantos recuerdos desempolvados...

—Recuerdo el día que le rapamos la cabeza. Llamamos a una peluquera. Vino a casa. Fue rápido. Contuve las lágrimas al ver su precioso pelo caer a mechones sobre el suelo. Natalie me miraba en busca de una sonrisa..., encendimos la tele y de pronto apareció un bebé pelón, sin pelo, y entonces dijo Natalie: «Mira, mamá, como yo». Yo le dije: «Sí, cariño, como tú». Como si me leyera el pensamiento, me cogió de la mano, me miró fijamente y entonces añadió: «Mami, no te preocupes. Sin pelo estoy mejor. Así soy bebé más tiempo», y se acurrucó en mi regazo.

De todo ello Natalie apenas recuerda algunos retazos. La mente de una niña pequeña es demasiado bonita e inocente para recordar el horror vivido; sin embargo, seis años después, me dijo:

—Hay algo que recuerdo muy bien, Lucía. El día que me raparon la cabeza apareció mi tío Alejandro con su cabeza también rapada, como la mía. Los demás decían que estaba feo, pero yo le veía guapísimo —me confesaba mientras los ojos le hacían chiribitas.

Las semanas fueron pasando, los ciclos de quimio los iba superando con éxito, la esperanza no dejaba de crecer. De tanto en tanto, la planta entera de aquel hospital se cubría de un gélido manto de dolor y llanto: la muerte llamaba a la puerta de alguno de los niños. En concreto, tres fueron los niños que perdieron la batalla en los seis largos meses de hospitalización de Natalie. Bobby se encerraba en la habitación de su hija y se aislaba del horror que había tras esa puerta.

«Cada caso es un mundo», se repetía una y otra vez. Y eso le ayudaba a no perder nunca la esperanza.

Silvina, sin embargo, fue consuelo de esas madres, de esos padres abatidos que morían en vida el día que sus hijos dejaban de respirar.

Maneras diferentes de reaccionar frente al dolor, ambas respetables, ambas comprensibles, ambas humanas...

Las semanas pasaron, y los meses, y aquella pequeña habitación se convirtió en su segundo hogar. Silvina y Bobby, unidos, formaron equipo. Su hija mayor, Nicole, era el oxígeno que tomaba cada uno de ellos al llegar a casa, su salvavidas, su refugio, su alimento y su aliento. Los pediatras, el cable a tierra que siempre tenían cuando perdían la noción del tiempo y del espacio.

—Niños, hoy es un día especial —dijo la maestra—. ¿Os acordáis de Natalie? —Todas las semanas la profesora hablaba de ella al resto de los alumnos—. ¿Os acordáis el primer día de clase, que le reservamos ese sitio que aún está vacío y pusimos su foto en su silla?

—¡Síííí! —dijeron todos los niños mirando la foto de Natalie allí pegada, sonriente con su larga melena.

—Han pasado seis meses desde aquel día y hoy por fin vuelve con nosotros —dijo la maestra visiblemente emocionada.

Y así fue, seis meses después Natalie entraba por la puerta de su colegio, orgullosa, con su nuevo pelito corto, con una sonrisa que brillaba con luz propia, acogida por un cálido aplauso de una clase entera en pie. Sobre sus aún frágiles hombros, la mochila gigante de Bob Esponja.

Cuando Silvina llegó a casa e hizo la cama de Natalie, de pronto encontró algo debajo de su almohada, tapado con un trapito.

—¿Qué es esto? —se preguntó intrigada.

Cuando descubrió lo que era, se dejó caer en la cama y rompió en un llanto liberador...

Bajo la almohada, una foto de su madre y un papel escrito por Natalie: «Abuelita, conseguido, hoy vuelvo al cole».



Amar por convicción y no por necesidad

 «No me interesa que me quieras mucho, sino que me quieras bien y cada día mejor.»

Walter Riso

—¿Cómo te quiero tanto? —le dijo él mientras le apartaba un rebelde mechón de flequillo y le colocaba el pendiente de su oreja izquierda, que se resistía a mirar al frente.

—No lo sé. Dímelo tú —le respondió Virginia con una sonrisa infantil y parpadeando rápidamente al estilo mariposa.

Tras besarla dulcemente y a pesar de llevar juntos unos años, le preguntó:

—¿Por qué yo?

—¿De verdad quieres saberlo? —contestó ella desafiante.

Por un instante se asustó, no estaba seguro de querer oír la respuesta. Estaba profundamente enamorado de aquella mujer. Había tardado en llegar, pero, tras su primer ataque de risa juntos y aquel primer beso con sabor a bienvenida, lo tuvo claro. «Es la mujer de mi vida», pensó. Así que cuando ella le retó a saber por qué él y no otro, no estaba seguro de querer conocer la respuesta. Aun así, supo que estaba en un punto sin retorno, que la huida no estaba entre sus opciones. Cogió aire y dijo:

—Sí. Quiero saberlo.

Entonces Virginia le miró fijamente a los ojos, como hacen los valientes y contestó:

—He decidido emprender este viaje a tu lado porque te quiero, porque me gustas, porque sumas en mi vida, porque me llenas de paz, porque yo te he elegido para mí, porque soy más feliz desde que te conozco y desde que me despierto a tu lado. Te quiero porque te quiero, no porque te necesito.

—¿No me necesitas? —contestó un tanto decepcionado, tratando de disimularlo sin demasiado éxito.

—No, no te necesito para ser feliz. «La necesidad te esclaviza, la preferencia te libera», dice Walter Riso. Y así es. Queriéndote de este modo soy más feliz aún, más libre. Quiero estar a tu lado, pero sin necesitarte. No creo en las medias naranjas.

—Sí, ya sé lo de que somos naranjas enteras cada uno de nosotros.

—Eso es. Naranjas enteras y completas por nosotros mismos, sin necesidad de sentirnos a falta de algo si no tenemos a alguien a nuestro lado. Y esta maravillosa manera de querer es grandiosa, ¿sabes?

— ¿Sí? —contestó él.

—Sí. Te quiero por lo que eres, por lo que sumas en mi vida y en mi sentir. Es más, me gustaría que me quisieras de esta misma forma: todo tú, pero sin perder un ápice de tu ser por el camino. Quiero que me quieras, sin necesitarme para ser feliz. No quiero que dependas de mí, no quiero esa responsabilidad sobre mis hombros. Tú por ti mismo eres un hombre excepcional y grande, por méritos propios. No necesitas sentirte completo con ninguna mujer. Quiero que conmigo sumes y sumes, sin límites.

De pronto, sintió un deseo incontenible de hacerle el amor, probablemente como nunca lo había hecho hasta entonces con ninguna de las mujeres que habían pasado por su vida.

Jamás antes le había hablado así una mujer. Por eso se había enamorado perdidamente de ella. En ese instante descubrió que de ella nunca escucharía un «sin ti me moriría» o un «¿qué sería de mi vida si tú no estás?» o «hago lo que me pidas, lo que tú quieras soy». No. Tampoco le cantaría al oído el «No puedo vivir sin ti» de Coque Malla, ni la vería llorar por las esquinas anhelando un amor perdido si su historia no funcionaba. Y no es que fuera una mujer fría y calculadora; todo lo contrario: era entusiasta y pasional, ardiente e intensa. Era una mujer que estaba viva, muy viva, que no se conformaba con cualquier cosa, que buscaba la excelencia en todo lo que tocaba, pero que, por encima de todo y de todos, tenía un profundo respeto hacia su persona, hacia sí misma, hacia su libertad y hacia su felicidad, y eso la convertía en una mujer completa.

Aquella noche hicieron el amor como él había imaginado, de la única manera que se puede hacer con una mujer así. 

A la mañana siguiente, Virginia recogía a su hija adolescente de un campamento de verano. Contaba las horas, los minutos y hasta los segundos para volver a verla, abrazarla y olerla en busca de algún resquicio de la niña que fue. ¡Cuánto añoraba aquella época infantil! Todo el mundo le había dicho que disfrutara de la infancia de sus hijos, que pasaba volando, y eso había hecho, intensa y plenamente, pero aun así le parecía que había pasado tan rápido, tan tan rápido que cada vez que lo pensaba la emoción la embargaba y la voz le temblaba.

Cuando vio bajar el cuerpo esbelto de su hija por las escaleras del autobús, pensó: «Ya es toda una mujer».

Y no se equivocaba. Ya era toda una mujer, con cuerpo de mujer y un corazón de mujer hecho añicos, aunque su madre aún no lo sabía.

Se fundieron en un abrazo eterno que puso en alerta a su sabia madre.

«Aprieta muy fuerte. Le pasa algo», pensó tras escuchar a su sexto sentido.

Así era. Una vez en casa y con una taza de Cola Cao en mano, rompió en llanto. Dejó que ahogara las primeras lágrimas en el silencio de la cocina, acariciando sus manos y esperando pacientemente unas palabras que acallaran los miedos y fantasmas de una madre. Al fin habló:

—Mamá, las cosas no van bien con Toni.

Toni era su novio desde hacía no más de seis o siete meses. Una pequeñez en el mundo de una mujer madura y una eternidad en la vida de una chica de diecisiete años.

—¿Qué ha pasado, cariño? —le preguntó su madre con toda la dulzura que merecía esa situación.

—Pues que ayer era nuestra última noche en el campamento y después de dar un paseo por la playa y ver las estrellas y..., bueno, después de estar muy bien con él, le pregunté si seguía enamorado de mí.

—¿Y qué pasó? —preguntó su madre, aunque bien sabía ya la respuesta, o más bien la «no respuesta».

—Pues, mamá... —De nuevo sollozos, lágrimas y mocos—. Pues que no decía nada. Y yo me empecé a poner nerviosa y él, ¿qué hacía él?, callaba. Después de un buen rato, va y me dice con la boca pequeña: «Alicia, yo te quiero mucho, pero...». Y me levanté y me fui corriendo. No podía seguir escuchando. Antes de acostarme le dejé una notita que decía: «Yo te quiero incondicionalmente, sin peros. Haría lo que fuera por ti. Te quiero sin esperar nada a cambio».

Esta mañana ni siquiera vino a verme, ni se sentó conmigo en el autobús, el muy cobarde.

De las lágrimas y el llanto pasó a la ira y a los reproches y así estuvo más de media hora «vomitando» todo lo que llevaba rumiando desde la noche anterior. Su madre escuchaba atentamente, sin perder detalle, sin interrumpirla, sin el «ya te lo dije» o el «qué ingenua has sido» que tanto daño hacen. Escuchó activamente, apoyando cada una de sus palabras con miradas de ternura, con caricias, con besos en la frente cuando el llanto la ahogaba. No opinó, no juzgó ni castigó. Decidió no intervenir hasta que ella hubiese acabado de vaciarse. Lo necesitaba. Recogió todos y cada uno de sus pedacitos de corazón roto y entonces, solo entonces, habló:

—Mira, cariño, hay una frase de un escritor que se llama Walter Riso del que justamente hablaba ayer, que dice: «No me interesa que me quieras mucho, sino que me quieras bien y cada día mejor». Y querer con peros no es querer bien. Recibir una nota de amor como la que él recibió ayer y no dedicarte unas palabras después de haberle regalado esta primavera y este verano a tu lado no es quererte bien.

»Le dices que “harías lo que fuera por él”, no mi amor, no cometas ese error. Harás lo que sea por ti, por ti misma, pero no por él. No seas sumisa. Quiérete, mímate y cuídate. Porque, si supeditas tu felicidad a otra persona, estarás en sus manos, cariño. Dependerás irremediablemente de él. Y tú eres una mujer lo suficientemente lista y valiosa como para que otros lleven las riendas de tu vida. Tú eres el jinete, tú marcas los ritmos, la velocidad, e indicas las paradas. Tú tienes el poder y la libertad de decidir lo que suma en tu vida y lo que te hace feliz.

»Y dime, cielo, ¿qué es eso de que le quieres incondicionalmente, sin esperar nada a cambio? No, amor, esto no funciona así. Te hablaré claro. Una quiere incondicionalmente a sus hijos, tanto nosotras, las mujeres, como ellos, los hombres, es un amor supremo. Pero de tu compañero de viaje, de vida o de verano, claro que esperas. Y esperas mucho, lo mismo que tú das. ¿De verdad crees que las parejas no esperan nada el uno del otro? Claro que esperamos. Es lo natural, lo normal y lo humano. No te conformes con menos.

—Ya, mami, tienes razón, pero no lo puedo evitar. Mis amigas me han dicho que quizá, cuando se dé cuenta de que ya no estoy, me valore y vuelva.

—Mira, mi amorín, el hombre que esté a tu lado tiene que saber y valorar lo que tiene cuando lo tiene, no cuando lo ha perdido.

Y se fundieron en un gran y reparador abrazo, un abrazo de los que te vacían y te vuelven a llenar, de los que te alimentan, te sacian y te renuevan. Y mientras Alicia le daba las gracias a su madre entre sollozos, su madre se despedía de su pequeña e inocente niña, definitivamente y para siempre.



El timo de la conciliación familiar

 ¿Tú pides permiso para respirar? Pues yo, para ser madre, tampoco.

Querida hija:

Te escribo esta carta, hoy, día 29 de agosto de 2016, con la romántica idea de que algún día, dentro de muchos años, la leerás. Son las dos de la madrugada, acabo de pasar por delante de tu habitación y tu respirar tranquilo me dice que estás sumida en un profundo y reparador sueño.

Sueña, cariño, sueña bonito; a tus siete insaciables años no debes hacer otra cosa que soñar, jugar y ser feliz. De lo demás, de momento, nos encargamos nosotros. ¿Y por qué estoy despierta a estas horas? Porque tu hermano está enfermo, las pesadillas y sus delirios febriles le impiden descansar, así que aquí me tienes con el portátil en mano, intentando teclear lo más flojito que puedo para no despertar su frágil sueño. ¿Sabes qué? Justo antes de caer dormido, exhausto de tanto vomitar, me dijo:

—Mamá, no vayas mañana al trabajo. Te necesito.

Y ese «te necesito» me abrió viejas heridas. Vosotros me necesitáis y yo necesito veros bien y felices a vosotros dos. Mis pacientes me necesitan y yo, en cierto modo, también los necesito a ellos. Me encanta mi trabajo. Adoro mi profesión.

A pesar de todo, mañana es un día de no ir a trabajar, es un día de quedarme a cuidar de Carlos. ¿Qué sentido tiene que yo esté fuera de casa cuidando de otros niños y que tenga que venir una persona a cuidar de vosotros? Mañana es un día de descansar tras una larga noche en vela, de cargar pilas, de colmar de mimos y cuidados a tu hermano y de comprobar de primera mano que esto es el inicio de una viriasis sin mayor importancia y de este modo espantar los fantasmas de las terribles enfermedades con las que en ocasiones me toca lidiar. En definitiva, mañana es un día para conciliar.

«¿Qué es conciliar?», me preguntarías si estuvieses leyéndome ahora mismo. Conciliar es una palabra que nunca debería haber existido, cariño. Hay determinadas circunstancias que no deberían requerir el permiso de nadie para llevarse a cabo. Covi, llegado el momento, recuerda estas palabras...

¿Tú pides permiso para respirar? Pues yo para ser madre, tampoco.

Tu maternidad es tuya, te pertenece. Escúchame bien, cielo, que nada ni nadie te diga cómo ni cuándo. Tú decides. Ahora o después, pero en tu mano está, mi amor.

Te contaré algo. Cuando terminé mi formación de médico residente en pediatría, tu hermano ya estaba en mi vida. Fue un niño buscado y deseado a pesar de los muchos inconvenientes que existían a nuestro alrededor al tener dos papás con altas exigencias laborales y sin ayuda familiar ninguna. Pero ¿sabes qué? Tanto tu padre como yo lo tuvimos claro, queríamos empezar a formar una familia pronto. El primer contrato laboral al que me tuve que enfrentar tras cuatro años de hospital llevaba impuestas cuatro o cinco guardias de veinticuatro horas.

—A ver si lo he entendido bien —les dije—. ¿Veinticuatro horas sin descanso bajo el techo de un hospital y... conciliar? No, señores, me niego a dejar pasar los mejores años de mi vida y de la de mi hijo trabajando de sol a sol. ¿Matarme a trabajar para pagar a otra persona que les dé el desayuno, los lleve al parque y los consuele en sus días febriles? No, gracias.

En aquel entonces yo era la rara, ¿sabes, cariño?

—Los médicos hacen guardias de veinticuatro horas. Esta es la profesión que has elegido — me repetían unos y otros como un mantra.

«Qué malo es asumir algo anormal como normal», pensaba yo, sin intención ninguna de resignarme ni de dejarme llevar por la marea.

—No, señores, yo no trabajo cincuenta horas semanales; se lo agradezco, pero no.

Y busqué otro lugar que me permitiera conciliar. De nuevo esta palabra. Otro lugar que me permitiera, como madre, respirar. Tras unos cuantos años de «tranquilidad laboral» por parte de mis jefes, mis condiciones cambiaron:

—Eres muy valiosa —me dijeron ellos, los gerentes.

Lo que no me dijeron fue: «Y por eso queremos mucho más de ti».

¿Doce horas seguidas con más de una hora de trayecto en coche y conciliar? ¿Salir de casa cuando aún dormís y llegar cuando ya estáis soñando? No, señores, yo no renuncio a ver crecer a mis hijos, como dice el eslogan del famoso Club de Malasmadres.

Había probado durante cuatro años las guardias de veinticuatro horas; en esa ocasión no me quedó otra que probar las quince jornadas mensuales de doce horas. Tras diez meses escasos, renuncié. Pero renuncié a ellos, nunca a vosotros. Llegó un momento en el que ni tu padre ni yo llevábamos las riendas de la casa; en el que comprobé que los días iban pasando, los recados se iban transmitiendo y las tareas se iban haciendo, pero no me sentía partícipe. Habíamos entrado en una espiral de «te toca», «me toca», «le toca a la cuidadora» en la que vosotros, ajenos a ese ritmo frenético, ibais cumpliendo meses. Me planté y renuncié, renuncié a ese horario matapersonas y matafamilias.

¿Y qué tuve que hacer para conciliar? Emprender.

«¿Y qué significa emprender?», me preguntarías. Emprender significa arriesgar, luchar, pelear y, sobre todo, marcarse un objetivo claro, tan claro como el ser madre, tan claro como el respirar. Emprender significa buscar tu libertad. Recuerda esta palabra, cariño: libertad.

¿Y por qué todo esto? Porque adoro mi trabajo, porque me hace feliz, porque soy buena y porque valgo para ello. Porque además, mi cielo, YO NO RENUNCIO A MI PROFESIÓN, tampoco. Soy madre antes que nada, pero a continuación soy pediatra, profesión que me ha costado muchos años de estudio, sacrificio y esfuerzo, y no pienso tirar la toalla.

Y me hice autónoma. Ser autónomo tiene muchas desventajas, de momento..., pero tiene una grandísima ventaja: tú decides cuándo y cómo. De nuevo la palabra mágica: libertad.

Y me convertí en una «mamá leona»: dócil, mansa, tranquila, observadora y hasta bonita incluso, pero si alguien o algo osa alterar lo más mínimo la felicidad y el bienestar de sus crías, se encontrará con el más descarnado, implacable y feroz de los animales.

Así que tras largos años de estudio y más de una década de profesión te diré algo más, hija mía: estudia, especialízate, investiga, observa, emprende, fórmate, busca la excelencia en lo que haces. Disfruta de tu trabajo, conviértelo en tu pasión y esmérate en dar lo mejor de ti misma. ¿Sabes por qué es tan importante? Porque esto, esta sabiduría, este aprendizaje, estos conocimientos y experiencias te los llevarás contigo siempre y, nuevamente, cariño, ¡te harán libre!

Y te diré algo más, Covi: cuando termines tu formación, la que tú hayas elegido, te sentirás algo importante. Creerás estar en la cresta de la ola. Tu juventud y tus conocimientos te harán creer que sabrás más que muchos. No subestimes a tu entorno, no juzgues, tienes muchas posibilidades de equivocarte. Recuerda que quizá sepas mucho, pero te faltará lo más importante, que es la experiencia. Escucha a tus mayores, a tus veteranos, no entres atacando, quizá no lean tanto como lees tú en ese momento, pero no olvides que lo han hecho y que sobre sus espaldas recaen años y años de profesión en los que se han encontrado con todo aquello que no hallarás en ningún libro ni artículo. Solo eso ya tiene un valor inmenso, aprovéchalo, es la voz de la experiencia, escúchala. Respeta, mi cielo, respeta a tus mayores. Escucha atentamente todo lo que tengan que decir, memoriza sus palabras y si no encajan con lo aprendido busca respuestas en otras fuentes. Aprenderás mucho de ellos, desarrollarás tu sentido crítico y crecerás como profesional y como persona, sin límites, sin fin.

No dependas de nadie, no lo hagas. No renuncies a tu profesión soñada por nada ni por nadie; por nada ni por nadie renuncies a tu maternidad anhelada.

Es tu vida, es tu maternidad y es tu profesión, todas ellas insustituibles por nadie que no seas tú misma.

Y con esto termino, no quiero que el sonido del teclado del ordenador despierte a tu hermano.

Ojalá, cariño, cuando tengas capacidad de entender esto que aquí te escribo, ojalá cuando entres en el feroz mercado laboral, la palabra conciliación no exista en tu vocabulario habitual. Ojalá estos pequeños pasos que parece que se están empezando a dar en nuestra sociedad actual hayan hecho historia, y esto que aquí hoy te cuento no sea más que eso... Historia.

Te quiere,

Mamá (leona)



Tengo miedo

 Si la gente escuchara más nuestros suspiros y menos nuestras palabras.

Lunes por la mañana, llego a la consulta, enciendo el ordenador y empiezo a leer el largo listado de pacientes que tengo por delante. Los apellidos del primer niño que está citado me suenan mucho, sin embargo no soy capaz de ponerle cara. Entro en su historia clínica y compruebo que está vacía. Me pongo la bata, salgo a la salita de espera y allí la veo, sentada, con un bebé en brazos. Sus ojos azules y su tímida sonrisa me llevan hasta Benidorm, donde conocí a esta mamá. Habían pasado cinco años.

—Hola. ¡Qué sorpresa! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? Ya veo que has tenido otro bebé —le dije, feliz de reencontrarme con ella.

—Sí, cierto, ha pasado mucho tiempo. Mira, al final me he animado y he tenido otro —me contestó con una sonrisa forzada y una mirada que navegaba por unas aguas demasiado frías y oscuras.

Lo capté al instante. Mi sexto sentido se encendió. Algo pasa. Disimulé. Aparqué las sensaciones y le pedí que se sentara. Empezamos a hablar del embarazo, del parto, de la lactancia materna... Poco a poco fui recogiendo todos los datos que me hacían falta para completar su historia clínica. Y, mientras tecleaba en el ordenador, escuchaba sus suspiros casi inaudibles; digo casi, porque yo los oía.

Si los suspiros hablasen, ¿verdad?

Si la gente escuchara más nuestros suspiros y menos nuestras palabras.

Porque los suspiros hablan más alto, más claro y más fuerte que las palabras. Porque los suspiros no se fingen, son involuntarios, no pasan por nuestro cerebro lógico y autocontrolado. Los suspiros salen de dentro, de abajo, de la garganta, del corazón, del estómago, de nuestras entrañas... Y no mienten. Suspiramos de alegría, de felicidad, de emoción, de pena, de tristeza, de amor, de desamor, de placer..., y todos ellos son genuinos y traicioneros. Se escapan de cualquier filtro racional.

Tras realizar una detallada historia clínica donde recabé información que resultó reveladora de su entorno más cercano, empecé a darle forma a sus suspiros contenidos.

Exploré a su bebé minuciosamente. Su sonrisa, sus piernas rollizas y su corazón latiendo con fuerza mostraban a un niño sano y feliz. Su madre se mordía las uñas mientras yo la miraba por el rabillo del ojo.

—Vamos a ver cómo estás de fuerte. A ver esos reflejos —le dije al bebé segundos antes de explorar su desarrollo psicomotor.

La mamá llevaba un pañuelo al cuello. De pronto parecía que alguien se lo estuviese apretando por detrás cada vez con más fuerza. Comprobé cómo empezó a tocárselo en un intento de aflojárselo, de liberar la presión que literalmente la estaba ahogando. Lenguaje no verbal. Sus pensamientos la asfixiaban. Cuando ya estábamos a punto de dar por terminada su primera revisión, me lancé, y en un instante en el que finalmente me miró a los ojos firme y valientemente le dije:

—¿Cuál es el problema?

No me dio opción a continuar. Sus manos se echaron a la cara para recoger un mar de lágrimas. Me emocioné. Me levanté de la silla, fui hacia ella y le puse la mano sobre su hombro cargado, aplastado y casi devorado por sus fantasmas.

—Tengo miedo —logró decir entre suspiros...

Tenía miedo porque su sobrino había nacido con graves problemas y llevaban años luchando para poder celebrar pequeños avances en su desarrollo.

Tenía miedo porque el miedo es libre, porque aunque lo racionalicemos, cuando se presenta, se apodera de nuestra razón.

Porque en una mujer tan sensible como lo era ella, cualquier circunstancia le hacía conectar con una realidad cercana dolorosa y cargada de lucha. Porque todas aquellas dificultades con las que se había encontrado para conseguir una simple sonrisa de ese niño especial las proyectaba en su propio bebé. Porque la sola idea de que su hijo pudiese tener la misma enfermedad la paralizaba, la aterraba y la mataba en vida.

—Lucía, llevo años estimulando a mi sobrino. Llevo años trabajando con él para hacerle sonreír, para lograr que siga un objeto con la mirada, para fortalecer sus frágiles músculos y verle gatear. Años me llevó verle dar sus primeros pasos o pronunciar sus primeras palabras. Y ahora no puedo evitar hacer lo mismo con mi propio hijo —me confesó.

—Mira, cielo, tu labor ahora no es conseguir una sonrisa a toda costa de tu hijo. Tu labor no consiste en llevarle a programas de estimulación temprana, ni siquiera en comprarle juguetes para mejorar su desarrollo motor y cognitivo. Tu labor no es hacer una tabla de ejercicios diarios. No, no lo es. Olvídate de todo eso. Olvídate de apuntar cosas. Olvídate de vigilar si a los dos meses sigue con la mirada, si a los cuatro meses sujeta la cabeza o a los seis ya se sienta solito. Yo me encargo de eso.

— ¿Y entonces? ¿Qué hago? —me preguntó confusa.

—¿Qué haces? Ejercer de madre —sentencié.

En ese momento recibí un abrazo inesperado con un suspiro profundo en mi oído que sonaba a descanso, a fin, a «se acabó, por fin me voy a liberar».

La maternidad y el miedo, sobre todo al principio. Miedo a que las cosas no salgan como esperabas, miedo a que le ocurra algo a tu hijo, miedo a no estar a la altura, a no hacerlo bien, miedo a la enfermedad. No te permitas criar a tus hijos desde el miedo, harás de ellos niños temerosos e inseguros y eso no es lo que quieres.

Cuando tuve a mi primer hijo y me incorporé a trabajar exactamente en la semana 16, me aterrorizaba el pensar que le pudiera pasar algo en mi ausencia. En las largas veinticuatro horas de guardia veía tantas cosas que no podía evitar proyectar todo lo vivido en mi propia maternidad.

Lactante de ocho meses traído en brazos de unos padres aterrados. El niño se ha caído del cambiador. Diagnóstico: traumatismo craneoencefálico con hematoma epidural. Pasadas las primeras horas de carreras, pruebas, llamadas de teléfono y trabajo en equipo, una vez estabilizado, ingresado y a salvo, viene el bajón. Tras mantener un nivel máximo de concentración en lo que estaba haciendo y actuar como la profesional que era, busco una esquina cualquiera del hospital y llamo a casa. Solo necesitaba una cosa, oír su risa a lo lejos mientras le decía a su padre:

—Cuidado con el cambiador. No le quites ojo. Siempre con tu mano sobre su barriguita. —Y me quedaba tranquila.

Ingresaba un niño de la edad de mi hijo con una bronquiolitis de diez horas de evolución y no podía evitar pensar: «Llevo fuera de casa veinticuatro horas, perfectamente podría llegar ahora a casa y encontrarme a mi bebé con la dificultad respiratoria que tiene este niño ahora mismo. Ayer tenía algo de mocos, a ver si ha empeorado por la noche...».

Llegaba a urgencias un accidente de tráfico donde se habían visto implicados dos niños y de nuevo descolgaba el teléfono:

—Cariño, que no se te olvide ajustar bien las correas del coche cuando vayas a hacer la compra, ¿vale?

Y entonces comprendí, asumí, que todo esto estaba en el cargo de ser madre. No estaba paranoica, no.

Con los años descubrí que no estamos locas, no. Que mis miedos eran los de cientos de madres y de padres en mis mismas circunstancias. Que no somos tan diferentes, que nuestra esencia de madre, de padre, es muy parecida, y tomé conciencia de que mis hijos no necesitaban a una «controladora» en casa, ni siquiera necesitaban a una pediatra.

Mis hijos no necesitan una pediatra en su vida; mis pacientes, sí; mis hijos, no. No necesitan a una médico, ni a una escritora, ni a una conferenciante («¿qué es eso de conferenciante?», me preguntó mi hija antes de ayer). No necesitan a una madre que les calcule los percentiles cada mes, nique les dé lecciones sobre el manejo de la fiebre.

Mis hijos necesitan a una mamá que, si están malitos, los cuide y los bese mucho, que les rasque la espalda y les lea cuentos. Necesitan a una madre que de vez en cuando se enfade, que marque unos límites claros, firmes y adaptados a su edad, que les ayude a desarrollarse con confianza y seguridad para hacer de ellos personas autónomas, empáticas, decididas, respetuosas y seguras de sí mismas.

Necesitan a una madre que, como ellos, camine descalza por casa, que los despierte por las mañanas con un beso, que los acueste con una guerra de cosquillas...

Mis hijos necesitan a una madre de carne y hueso que no sabe cocinar, aunque según ellos hago los espaguetis más ricos del mundo. Necesitan a una madre que, si se equivoca, pedirá perdón; que, si grita, se arrepentirá y buscará una solución. Necesitan a una madre que les traiga la merienda al cole, que les ayude con los deberes. Mis hijos necesitan un hombro donde llorar sus aún inocentes y vírgenes lágrimas, sin juicios ni lecciones. Necesitan a una mamá que vele su sueño en sus noches febriles. Necesitan de unas manos que recojan sus trocitos cuando alguien les ha fallado profundamente. Necesitan de ese apoyo incondicional, de ese amor firme e inquebrantable que una madre o un padre les puede dar.

Una madre que a veces llora, ¿por qué no? Que a veces llora sus penas, una madre real que está nerviosa antes de un día importante. Una madre que, aunque la mayor parte del día sea como un faro en mitad de la noche iluminando su rumbo, a veces sea ella quien amanece perdida.

Necesitan de una madre optimista, soñadora, risueña y cantarina que convierta la cocina en una improvisada pista de baile. Que cante tenedor en mano mientras ellos hacen los coros. Necesitan a una madre que se suba con ellos a los columpios ante la mirada atónita de alguna abuela que espera un desastre. Necesitan a una mamá sin miedo, cuerda y firme, pero alegre y alocada en esos momentos elegidos.

Eso es lo que necesitan, a una madre, con sus defectos y sus virtudes, pero a una madre al fin y al cabo.