sábado, 5 de noviembre de 2022

Natalie, un ángel mensajero

 Nosotros tenemos la posibilidad de tratar a Natalie y curarla. Así que ahora mírame a los ojos y dime: «¿Quieres aprovechar esta oportunidad, o prefieres seguir lamentándote?».

—¿Paula? ¿Paula? ¿Estás ahí? —Silvina, angustiada, lanzaba las preguntas al auricular de un teléfono sin vida.

—Sí, amiga, aquí estoy —alcanzó a escuchar a lo lejos.

—Paula, ¿es verdad esto que dicen de Iker? Todavía no me lo puedo creer. Dime que no es verdad.

— Sí, Silvi, sí. Estamos ingresados desde ayer. Ahora mismo acaba de salir el pediatra de la habitación. Iker tiene una leucemia linfoblástica aguda —antes de que terminara de pronunciar estas terribles palabras, Paula comenzó a llorar desconsoladamente.

—Paula, voy ahora mismo para allá. Dime en qué habitación estáis.

—No, cariño, acabas de dar a luz. Tú no tienes que vivir este horror. No te toca, cielo. Disfruta de tu preciosa Natalie.

—De eso nada, cojo a la bebé, la meto en el coche y voy para allá.

Silvina colgó el teléfono. Aún dolorida de su reciente parto, con su bebé de diez días en brazos y con el corazón de su amiga en un puño, se metió en el coche y recorrió los cuarenta y cinco kilómetros que separan Altea de Alicante. En menos de una hora, en la habitación 318, las dos amigas se fundían en un abrazo que uniría sus vidas ya para siempre, aunque ellas aún no lo sabían.

Tras llorar juntas, abrazarse y compartir un café frío de la máquina estropeada de la planta de aquel hospital, se sentaron en las escaleras. Mientras el papá de Iker velaba su sueño, ellas allí sentadas, cogidas de la mano, siguieron hablando.

—Paula, ¿cómo lo notaste? ¿Qué le pasaba a Iker? —le preguntó Silvina con la curiosidad propia de una madre.

—No quería bajar al parque; cuando estábamos en los columpios no se quería sentar, decía que le dolía el culete. Estaba todo el día cansado y eso en un niño de tres años no es normal. Luego empezó a dejar de comer. «Son rachas», me decía el pediatra. Las últimas semanas le vi tan pálido que me asusté. Le llevé de nuevo a su médico y me leyó el pensamiento. Le hicieron una analítica de sangre y descubrieron que no le quedaban células...

Tras un desgarrador testimonio, ambas madres volvieron a la habitación. Miraban a sus hijos, Iker postrado en la cama, con su cabecita rapada y durmiendo plácidamente, ajeno a la lucha que estaba a punto de emprender. Natalie recién llegada a la vida, con sus apenas diez días, mamando felizmente en brazos de una madre conmocionada por el dolor de su mejor amiga.

Cuando Silvina salió de aquella habitación, pensó:

—¿Cómo pueden suceder estas cosas? ¿Cómo una madre es capaz de afrontar algo así? Si a mí me ocurriese, no podría afrontarlo. El suelo se abriría bajo mis pies y me caería al vacío.

El macabro destino quiso poner a prueba a esta madre con esta niña recién nacida y lanzarlas directamente a ese abismo que jamás pensó atravesar. Pero lo hizo unos años después. Mismo hospital, misma habitación, la 318, misma enfermedad...

Aquella mañana me incorporaba de mis vacaciones. Tras dos semanas de desconexión en mi tierra natal, viendo a mis hijos correr por los prados asturianos, abrí la puerta de la consulta y encendí el ordenador. Antes de ponerme la bata, tocaron a la puerta. Apareció Silvina con la pequeña Natalie de la mano.

Siempre tuve una conexión especial con esta mamá; su tranquilidad a la hora de explicarme las cosas, la dulzura de sus gestos, de sus movimientos, y el hecho de compartir el mismo año de nacimiento de nuestros hijos, había hecho que nos sintiéramos muy cerca la una de la otra.

—Lucía, necesito hablar contigo, estoy muy preocupada —me dijo.

No recuerdo el resto de sus palabras, no recuerdo su cara de angustia, ni su frente perlada en sudor. No recuerdo su respiración agitada ni su voz quebrada por el llanto. Solo recuerdo a Natalie entrando en la consulta caminando con dificultad, cojeando, llevándose sus pequeñas manos a las caderas, como hacen las octogenarias cuando intentan sentarse en una silla. Su piel pálida, sus labios transparentes y su mirada ausente anunciaban un drama.

—Haz lo que tengas que hacer, pero hazlo. Natalie no está bien. Tiene mucho dolor en las piernas, no quiere jugar, me han llamado del colegio porque llora y se queja a todas horas. Ni siquiera ve sus dibujos animados favoritos. Tú sabes que le encanta Bob Esponja, sin embargo, le hicimos una fiesta la semana pasada con un Bob gigante y se pasó toda la tarde acurrucada en una esquinita con las manos en sus caderas. Que si dolores de crecimiento, que si llamadas de atención, que si ha pasado algo en casa, que si un resfriado que le ha inflamado la cadera..., pero no es nada de eso, Lucía. Yo lo sé —sentenció Silvina.

Yo escuchaba atentamente. No era una madre alarmista, nunca lo había sido, así que puse mis cinco sentidos en no perder ni un solo detalle de esta historia que ya nunca olvidaría.

—Lleva dos semanas con febrícula, todas las tardes. Si le doy el ibuprofeno, mejora el dolor y desaparece la fiebre, pero a las seis horas vuelve a estar así. ¿Y esta palidez? Ella no es así, tú laconoces.

— ¿Qué dice tu marido de todo esto? —le pregunté.

—Bobby dice que exagero, que estoy obsesionada..., pero no lo estoy, Lucía, créeme —me suplicó.

Tras explorar minuciosamente a Natalie, la sombra de la gravedad tiñó todas las posibilidades diagnósticas que en unos minutos mi cabeza fue capaz de plantear. Y, como me ocurre en estos casos en los que las ideas se agolpan, permanecí en silencio durante unos minutos mientras ordenaba mentalmente los pasos que íbamos a seguir sin alarmar a su madre. Le expliqué tranquilamente que bajarían las dos a urgencias a hacerse una radiografía y una ecografía y, mientras tanto, rescataría del ordenador una analítica que se había hecho hacía unos días. Pude escuchar y sentir la respiración aliviada de Silvina al saber que nos íbamos a poner manos a la obra.

Antes de salir por la puerta, me miró fijamente a los ojos y, al mismo tiempo que una lágrima furtiva surcaba su mejilla, me dijo:

—Gracias.

En cuanto salió por esa puerta, entré en el ordenador y busqué aquella analítica como si me fuese la vida en ello. Sus células rojas y blancas estaban bien, de momento, sin embargo había un

único valor muy aumentado de tamaño, demasiado: el de la ferritina. No me gustó. Tenía que seguir viendo niños en la consulta, así que hice de tripas corazón y, como no podía informar a la familia hasta que no tuviera la placa y la ecografía, decidí pasar al segundo paciente de la mañana.

Motivo de consulta: mocos. Me relajé.

La mañana pasó sin sorpresas hasta que recibí una llamada de mi compañero Jorge, el radiólogo, a última hora de la mañana:

—Lucía, mira la placa de Natalie.

No me dijo más, no hizo falta, yo sabía que había algo gordo. Cada vez que hablaba con Jorge siempre bromeábamos. Esta vez no. Su mensaje fue directo: «Mira la placa», su tono cantarín se había esfumado.

—¡Ay, Dios! ¡Jorge, ahí hay una masa mediastínica enorme!

—Sí, Lucía... Y aún hay más. Mira ambos pulmones...

—¿No me digas que eso son nódulos? ¡Está llena! —le dije con un nudo en la garganta que amenazaba con robarme el aliento.

—Sí, tiene múltiples lesiones en los pulmones. Pero es que fíjate en la parte inferior de la imagen...

Antes de que terminara, lo vi: otra gran masa en el hígado que posteriormente él confirmó con una ecografía.

—Lucía, el padre sube ahora para tu consulta. Su madre tuvo que salir. No les he dicho nada. Lo dejo en tus manos. Lo siento, compañera...

Y muchos de vosotros pensaréis: «Sois médicos, estáis acostumbrados a esto. ¿De verdad lo vivís así?». Pues sí. El cáncer infantil, a pesar de ser la primera causa de mortalidad infantil por enfermedad en España y a pesar de que enferman mil cien niños nuevos cada año, cuando se presenta en uno de nuestros pacientes, es un drama. Esa madre que podría ser yo, esa niña con la misma edad que mi hijo..., ese caso, uno de los mil cien de ese año, podría habernos tocado a cualquiera de nosotros, también a ti.

Reordené una vez más todas las ideas en mi cabeza antes de recibir a Bobby, el padre de Natalie. Sin embargo, al verle en la puerta, solo, con la niña en brazos, sin Silvina, le dije:

—Bobby, por favor, llama a Silvina y dile que venga. Lo que os quiero explicar prefiero hacerlo a los dos a la vez.

Años después, Bobby me confesó que en ningún momento pensó que le iba a decir nada malo, simplemente que por protocolo informábamos a ambos padres. No se dio permiso a imaginar ni por un instante que la noticia que les iba a dar cambiaría el rumbo de sus vidas. Su mentalidad práctica y su genética danesa hacían de él un hombre de ideas claras, frías y directas.

A los veinte minutos entraron los tres por la puerta. Silvina me miró, yo la miré. Era el primer caso de cáncer que diagnosticaba por mí misma una vez terminada la especialidad, lejos de los macrohospitales donde estamos rodeados por un gran equipo que te sostiene si las fuerzas te flaquean. Esta vez, allí estaba yo, con apenas un par de años de experiencia como pediatra adjunta, delante de unos padres que aún no sabían lo que se les venía encima.

Silvina y yo nos miramos fijamente, ambas madres conectadas. Ella abría los ojos todo lo que podía animándome a empezar a hablar; yo, emocionada, miré a la pequeña Natalie y vi a mi hijo Carlos. Entonces volví a mirar a la madre y asentí con la cabeza, parpadeé lentamente intentando contener las lágrimas, apreté la mandíbula, fruncí los labios y respiré profundamente. Silvina captó el mensaje y se echó las manos a la cara para recoger un mar de lágrimas.

—Lo sabía —dijo abatida.

Bobby, aturdido, miraba a su mujer, me miraba a mí, volvía a mirar a su mujer. Entre sus posibilidades no incluía, en ningún caso, una noticia tan devastadora.

En ese momento, tras ese cruce de miradas, empezó una larga conversación en la que les expliqué que habíamos encontrado múltiples lesiones en el cuerpo de Natalie.

Previamente, mientras Bobby esperaba a su mujer en la salita de espera, yo ya había llamado al Servicio de Oncología Infantil del hospital de referencia para explicarles el caso e informarles de que iban de camino...

—Gracias, Lucía, los estaremos esperando, tranquila —me contestó el doctor Carlos Esquembre, siempre tan atento y profesional.

En ningún momento pronuncié la palabra cáncer, ni linfoma, ni metástasis. Sin la preparación adecuada, podría sonar a sentencia de muerte y esto, justo, es lo que quería evitar.

«La supervivencia del cáncer infantil ronda el 75 por ciento», me repetía una y otra vez a mí misma. No hubo histerismos, no hubo grandes dramas... Hubo muchas miradas, un abrazo sentido a los dos y mi número de teléfono personal en el bolso de Silvina.

—Llámame mañana y me cuentas —le dije mientras sujetaba sus dos manos con fuerza.

Su cuerpo temblaba, su voz temblaba, su alma entera se tambaleaba. Y este fue el inicio de una historia de lucha y superación que supuso un antes y un después en su vida.

Cuando llegaron al Hospital General de Alicante, efectivamente los estaban esperando. La primera vez que entraron en el Hospital de Día y vieron a todos esos niños allí sentados, con sus cabecitas rapadas, acompañados por unos padres mudos de miedo, en ese instante, Silvina y Bobby se vinieron abajo. No podía ser verdad. Esto no les estaba pasando a ellos. Acababan de traspasar una puerta, una línea, una frontera sin billete de vuelta. Empezaban el viaje más duro de sus vidas.

Ya no había marcha atrás.

—Jamás olvidaré las miradas de aquellas madres, Lucía. Jamás. ¡Cuánto dolor! ¡Cuánta lucha! ¡Cuánto sufrimiento! Y... ¡cuánto silencio!

Tras la biopsia medular fueron claros:

—Natalie tiene un linfoma de Burkitt, un extraño tipo de cáncer que evoluciona muy rápidamente. Habéis tenido suerte de que se haya cogido tan a tiempo, a pesar de las múltiples lesiones que tiene. Os seremos sinceros, es un caso muy raro. Tenemos que estar preparados para todo, para un trasplante de médula ósea, incluso. El camino va a ser largo y duro, pero hay posibilidades de curación. Tenéis que saber una cosa más, muchas parejas terminan en divorcio, esto va a cambiar vuestras vidas, tenéis que manteneros unidos y dosificar las fuerzas —les dijo el pediatra oncólogo nada más conocerlos.

—Pero... ¿por qué a mi hija, doctor? Estoy convencida de que he sido yo la que le he traspasado mi genética defectuosa. Mi madre falleció de cáncer con cuarenta y dos años, cuando yo tenía dieciséis —le confesaba Silvina tragando saliva.

Lo que no sabía el doctor es que era la primera vez que hablaba de su madre en muchos años, ni siquiera Natalie había escuchado apenas cuatro detalles de su abuela. Lo que no sabía es que ella, con quince años, fue la encargada de asumir un papel que no le correspondía: cuidar de su madre enferma. Lo que no sabía aquel pediatra es que Silvina jamás había superado la pérdida prematura de su madre, que jamás perdonó a quien le hizo responsable de los cuidados de una madre terminal cuando ella debería estar saliendo con sus amigas a tomar unas cervezas. Lo que no sabía aquel médico es que hubo un momento en el que Silvina deseaba con todas sus fuerzas que esa agonía acabara de una vez por todas y lo que nunca supo nadie es que cuando el agotamiento se apoderaba de ella, cuando ya no le quedaban fuerzas, cuando dejó de encontrar respuestas, se hacía la dormida ante la llamada de su madre enferma. Jamás se lo había perdonado y la culpa la devoraba cada día y cada noche, desde que su madre finalmente falleció hacía ya veinte años.

—Tu genética no tiene nada que ver. Deja de buscar culpables. Esto es lo que destroza a las familias, la búsqueda de un culpable. ¿Por qué a ese señor le ha atropellado un coche esta mañana y le ha matado? ¿Tú lo sabes? Pues con la enfermedad de Natalie nos ocurre lo mismo. Mira, Silvina, ese hombre atropellado, su familia, sus hijos, no tienen oportunidad ya de curación ninguna. Un coche se le llevó por delante y le mató. Punto. Nosotros tenemos la posibilidad de tratar a Natalie y curarla. Así que ahora mírame a los ojos y dime: ¿quieres aprovechar esta oportunidad o prefieres seguir lamentándote?

Y ese fue el punto de inflexión. Ahí Silvina y Bobby tomaron conciencia de su nueva realidad. Su relación no estaba en su mejor momento, pero eso pasó absolutamente a un segundo plano. Ese día lo tuvieron claro: había que hacer equipo. Tenían un largo camino por delante, pero lo recorrerían juntos. Establecieron un sistema de turnos por el que cada uno estaría un día entero mientras el otro atendería a Nicole, la hermana mayor que esperaba en casa las noticias de papá y mamá. Asumieron la responsabilidad de aceptar todas y cada una de las tormentas que vinieran con fortaleza, sin lamentaciones y unidos.

Bobby tuvo que lidiar con la culpa porque durante meses su mujer le había dicho que no veía a Natalie bien y él nunca se tomó en serio los presagios de Silvina hasta que entró por la puerta de mi consulta y les pedí que se sentaran, que habíamos encontrado algo grave en el cuerpo de su adorada y preciosa hija pequeña, por la que sentía debilidad. Es curioso cómo en estos casos la naturaleza de cada uno de ellos hizo que se cubrieran todos los huecos de ese vacío que encontraron entre las cuatro paredes de aquella habitación. Bobby no tenía tiempo de gestionar la culpa, eso vendría después, ahora, y a pesar de sus veintitrés años recién cumplidos, demostró una fortaleza y una resistencia que me sobrecogieron. Él fue el bastión de la familia, el timón de aquel barco que navegaba por aguas turbulentas, la trinchera desde donde protegerse de la cruel batalla, la mente despejada y sosegada que lidiaba con la pequeña Natalie cuando esta se negaba a que le administraran de nuevo aquella medicación que tanto sufrimiento le generaba. Bobby fue sin lugar a dudas el refugio amoroso y sereno de Silvina, su contrapunto, su complemento, su imprescindible. Su cometido era proteger a su familia hasta el último aliento y es por ello por lo que Bobby nunca le contó a su mujer que, para poder cumplir con los turnos establecidos de cuidado de Natalie, doblaba turno en la empresa con largas y agotadoras jornadas de trabajo. Sin embargo, cada una de las mañanas que le tocaba relevar a su mujer, llegaba al hospital con una sonrisa y un «tranquila, todo va a salir bien. Y ahora vamos a tomarnos un café», y como por arte de magia Silvina recuperaba la esperanza.

Silvina, por su parte, tuvo que pelear contra sus fantasmas inmersa en las sombras de la enfermedad agónica de su madre. Es como si la vida la castigara a pasar por lo mismo otra vez, pero en esta ocasión debía estar a la altura, no había otra posibilidad.

Cada uno con su universo de monstruos y miedos merodeando por sus mentes y aguantando el tipo para que nunca le faltara una sonrisa en cada despertar de Natalie. Los primeros días todo el mundo fue a verlos; pasada una semana ya no había visitas. La gente siguió con su vida, inmersa en sus problemas y ajena al drama de aquella familia. Y sí, recibieron pocas visitas, muchas menos de las que les gustaría, pocas llamadas, poco apoyo, pocos abrazos y casi ningún beso..., pero se tuvieron el uno al otro.

—¿Por qué la gente huye cuando te pasa algo así, Lucía? —me preguntaban años después.

—Yo aún estoy aprendiendo a perdonar... —me confesaba Bobby conteniendo una emoción que él mismo se censuraba —. No sé si seré capaz...

Rápidamente desvió la mirada; si seguía mirándome fijamente se caería al vacío, y esto no era propio de un corazón danés como el de él, al que nadie había educado a mostrar sus emociones en público.

A pesar de todo, una de las tantas mañanas de soledad de Silvina en aquel hospital, de pronto recibió un mensaje:

—¿Bajas a la cafetería?

Y cuando llegó y la vio, creyó volver a nacer, de hecho, renació. Su hermana Laura había volado desde Argentina para abrazar a su hermana pequeña, recoger todas sus lágrimas, cuidar de su corazón de madre hecho añicos y besarla sin descanso. Y lo hizo, vaya si lo hizo.

—No te puedes imaginar lo que aquello supuso para mí, Lucía. De pronto me sentí más fuerte aún.

Una tarde aparecí yo por el hospital con un regalo: una mochila gigante de Bob Esponja. Silvina se rio al ver el tamaño que, ciertamente, era mucho más grande de lo que a mí me había parecido al comprarla; creo que todo el cuerpecito de Natalie hubiese entrado allí dentro. ¡Pero le gustó!

—Esto para cuando vuelvas al cole, cariño —le dije, porque yo estaba segura de que saldría de esta pesadilla algún día.

Hubo un momento en todo este proceso en el que Silvina necesitaba algo más, necesitaba respuestas, necesitaba un «todo esto pasará» y en esa búsqueda una noche tuvo un sueño revelador: un hombre que desprendía una luz especial, diferente a todos los demás, le cogía de las manos, la miraba a los ojos y le decía: «Silvina, tu hija va a estar bien. Se va a curar. Responderá al tratamiento. Esta experiencia solo te traerá una cosa positiva, solo una: el reencuentro con tu madre.

Pero Natalie solamente empezará a estar bien cuando te reconcilies con tu pasado, cuando perdones a tu madre por haberse ido tan pronto, cuando perdones a tu padre por haberte robado esos años de juventud cuidando de tu madre, cuando te perdones a ti misma por no haber estado presente, por no haberte levantado cada noche... Porque aún la oyes, ¿verdad? Tu hija saldrá adelante cuando ella sepa de su abuela Cristina y de lo mucho que le hubiese gustado conocer a su nieta...».

Se despertó empapada en sudor y lloró todo lo que no había llorado con la muerte de su madre y, por supuesto, la perdonó y, lo más importante de todo, se perdonó.

—Cuando pasas por una experiencia vital de este tipo, siempre ocurren cosas a las que no les encuentras explicación —me confesaba Bobby varios años después.

—Así es —afirmó Silvina dándole la razón.

—Yo soy un escéptico de manual, no creo en nada, por no creer, no creía ni en la medicina hasta que vi lo que fue capaz de hacer por la vida de mi hija, pero mi mundo cambió cuando una tarde, estando con Natalie en el hospital, me preguntó por su abuelita Cristina —me dijo Bobby. Silvina sin ocultar la emoción añadió:

—Sí, Lucía, a raíz de ese sueño Natalie empezó a preguntar por mi madre a diario cuando yo aún no le había empezado a hablar de ella. La llamaba en sueños. Nos decía que ella la estaba ayudando. Tuvimos que traer una foto de ella a la mesita de noche del hospital y, en sus noches más duras tras la quimio, abrazaba con fuerza aquel marco y minutos antes de dormirse lo guardaba debajo de su almohada.

En ese instante de la conversación, nos emocionamos los tres: Bobby, Silvina y yo. Hay silencios que hablan y miradas que unen para siempre. Ese fue uno de ellos. Tantos y tantos recuerdos desempolvados...

—Recuerdo el día que le rapamos la cabeza. Llamamos a una peluquera. Vino a casa. Fue rápido. Contuve las lágrimas al ver su precioso pelo caer a mechones sobre el suelo. Natalie me miraba en busca de una sonrisa..., encendimos la tele y de pronto apareció un bebé pelón, sin pelo, y entonces dijo Natalie: «Mira, mamá, como yo». Yo le dije: «Sí, cariño, como tú». Como si me leyera el pensamiento, me cogió de la mano, me miró fijamente y entonces añadió: «Mami, no te preocupes. Sin pelo estoy mejor. Así soy bebé más tiempo», y se acurrucó en mi regazo.

De todo ello Natalie apenas recuerda algunos retazos. La mente de una niña pequeña es demasiado bonita e inocente para recordar el horror vivido; sin embargo, seis años después, me dijo:

—Hay algo que recuerdo muy bien, Lucía. El día que me raparon la cabeza apareció mi tío Alejandro con su cabeza también rapada, como la mía. Los demás decían que estaba feo, pero yo le veía guapísimo —me confesaba mientras los ojos le hacían chiribitas.

Las semanas fueron pasando, los ciclos de quimio los iba superando con éxito, la esperanza no dejaba de crecer. De tanto en tanto, la planta entera de aquel hospital se cubría de un gélido manto de dolor y llanto: la muerte llamaba a la puerta de alguno de los niños. En concreto, tres fueron los niños que perdieron la batalla en los seis largos meses de hospitalización de Natalie. Bobby se encerraba en la habitación de su hija y se aislaba del horror que había tras esa puerta.

«Cada caso es un mundo», se repetía una y otra vez. Y eso le ayudaba a no perder nunca la esperanza.

Silvina, sin embargo, fue consuelo de esas madres, de esos padres abatidos que morían en vida el día que sus hijos dejaban de respirar.

Maneras diferentes de reaccionar frente al dolor, ambas respetables, ambas comprensibles, ambas humanas...

Las semanas pasaron, y los meses, y aquella pequeña habitación se convirtió en su segundo hogar. Silvina y Bobby, unidos, formaron equipo. Su hija mayor, Nicole, era el oxígeno que tomaba cada uno de ellos al llegar a casa, su salvavidas, su refugio, su alimento y su aliento. Los pediatras, el cable a tierra que siempre tenían cuando perdían la noción del tiempo y del espacio.

—Niños, hoy es un día especial —dijo la maestra—. ¿Os acordáis de Natalie? —Todas las semanas la profesora hablaba de ella al resto de los alumnos—. ¿Os acordáis el primer día de clase, que le reservamos ese sitio que aún está vacío y pusimos su foto en su silla?

—¡Síííí! —dijeron todos los niños mirando la foto de Natalie allí pegada, sonriente con su larga melena.

—Han pasado seis meses desde aquel día y hoy por fin vuelve con nosotros —dijo la maestra visiblemente emocionada.

Y así fue, seis meses después Natalie entraba por la puerta de su colegio, orgullosa, con su nuevo pelito corto, con una sonrisa que brillaba con luz propia, acogida por un cálido aplauso de una clase entera en pie. Sobre sus aún frágiles hombros, la mochila gigante de Bob Esponja.

Cuando Silvina llegó a casa e hizo la cama de Natalie, de pronto encontró algo debajo de su almohada, tapado con un trapito.

—¿Qué es esto? —se preguntó intrigada.

Cuando descubrió lo que era, se dejó caer en la cama y rompió en un llanto liberador...

Bajo la almohada, una foto de su madre y un papel escrito por Natalie: «Abuelita, conseguido, hoy vuelvo al cole».



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