miércoles, 28 de abril de 2021

La primera vez

 La primera vez que quedamos fue en la esquina de Plaza de España, junto a una cafetería, hoy sustituida por una agencia de viajes llamada «Tu vuelta al mundo». Ninguno de los dos queríamos pasar el trago de vernos sentados frente a frente, con un café, y tener que disimular la agitación interna, preferimos pasear para disfrazar el nerviosismo. Llevaba ensayando todo el día frases que decirle, pero que se esfumaron de mi cabeza en cuanto nos encontramos, así que tocó improvisar. Pero fue extrañamente fácil, como a veces son las cosas cuando dos almas vibran en la misma frecuencia. A pesar de sus nervios su risa invitaba a la calma, así que no hubo problema como en otras ocasiones. Poseo una peculiaridad, algo extraña, quizá por mi exceso de empatía, y es que absorbo las emociones de quien tengo enfrente. Si al conversar con alguien percibo timidez o incomodidad por su parte, inmediatamente siento lo mismo y aunque no sea tímido comienzo a serlo o aunque en un principio estuviera tranquilo cruza por mis gestos una inquietud similar. Sé que ella estaba realmente nerviosa porque me lo confesó después, pero en ningún momento lo pareció. Al contrario, emanaba calma, su cara, su espíritu eran una brisa deliciosa, así que, si antes podía tener alguna duda sobre si me enamoraría de ella, esa duda se esfumó al instante. Ella me aportaba paz inmediata, Madrid entero, de repente, era un colchón. Subimos por Gran Vía hablando de cualquier cosa. Digo cualquier cosa, porque recuerdo poco de la conversación. Estaba más pendiente de los lugares a donde su risa me estaba llevando. Llegamos pronto a Times Square, nos pedimos una pizza en la esquina de la 43 con Broadway y caminamos mientras comíamos esas porciones con doble de queso y pepperoni. Los temas de conversación fluían, salían de debajo de las piedras, brotaban de las aceras de la Gran Manzana. Un taxista nos iluminó al pasar frente a su Chevrolet amarillo, como si subrayara a dos estrellas consagradas de esos mágicos teatros. Subimos cuatro calles más, hacia Bryant Park y no tardamos en llegar a los Jardines de Tullerías, frente al Louvre para ver una exposición sobre historias que acaban bien. Nos gustó demasiado y me pidió que subiéramos por los Campos Elíseos. ¿Dije fluir? Fluir es poco. Debería inventarse otro verbo que expresara aquello. Esa chica flotaba, me cogía del brazo con tal naturalidad, que destrozaría todos los manuales de consejos amorosos escritos en el último siglo. No había ningún tipo de barrera ni solemnidad; me agarraba, me elevaba junto a ella y borraba al instante los nombres de las calles. Me pareció que estuvimos un rato mirado nuestro futuro desde la Torre Eiffel, pero no lo tengo claro, ya que al bajar estábamos entrando en un café de Buenos Aires donde un tipo de cuento tocaba un bandoneón. La conversación mejoraba —si es que podía mejorar—, pedimos mate y medialunas con dulce de leche. Ella mordía trozos de las mías para burlarse de mi lentitud comiendo (comprenderéis que me sentía tranquilo a su lado, pero mi estómago aún no lo sabía, iba por partes), le dimos una propina en agradecimiento al bandoneonista, que nos contestó en un perfecto acento porteño y, al salir de allí, la complicidad se vio aumentada por la imagen recortada del Coliseo. Roma se abría como el mar de Moisés para nosotros. Buscamos un banco, su cabeza en mi hombro y el medio abrazo esta vez más tierno. Yo no sé si hablaba o callaba, yo estaba de viaje, en algún lugar, no sé dónde, pero era perfecto. Nos bastó con caminar tres kilómetros de la Gran Muralla para saber que esa historia no sería un trayecto breve, que habría mucho que recorrer juntos, muchas bienvenidas de brazos abiertos como la del Cristo de Corcovado. No podíamos resistir más por las calles de Río, Copacabana se doblaba para saludarnos. El primer beso se hacía necesario, lo pedían las ruinas de Pompeya, el misterio de las pirámides, lo cantaba Leonard Cohen desde el Parnaso, lo anunciaba el calendario Maya esculpido por los ancestros en la península del Yucatán. Todos parecían saberlo menos nosotros, aunque en el aire ya se podía percibir el aroma inconfundible del futuro rindiéndose ante ella. El corazón latía rápido, nos faltaba el aire, era la primera escalada sin oxígeno al Everest, pero no fue en Nepal donde llegó el beso que trajo la paz definitiva a nuestras ganas. No fue allí. Fue en Jerusalén, dónde si no. Allí llegó la paz. El resto no es lugar para contarlo. Y esto solo fue la primera vez que la vi, no quería ni imaginar cómo sería el resto de nuestras vidas.



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