Paseábamos por la playa, de la mano. Estaba nerviosa e ilusionada. Había mucha gente, era verano y no había forma mejor de deshacerse por unos instantes de la calor. Me besabas. Te besaba. Nos mirábamos y nos regalábamos palabras sinceras. El sol nos iluminaba, hacía que tus ojos brillasen de una forma preciosa. Te acariciaba las manos mientras los últimos rastros de ola nos mojaban los pies. Uf, estaba muy feliz. Lo estábamos los dos. Nos reíamos, nos mirábamos cómplices, disfrutando de cada momento, cada pequeño gesto. Me compraste una de esas pulseras que según dicen son del amor sabiendo que no por eso nos vamos a querer más, pero era tan bonita y tú tan perfecto que pensaste que en mi muñeca estaba su sitio. Y pasamos el tiempo así, paseando. Hasta que llegamos al hotel. ¿Estábamos preparados? Tú decías que no era el momento, yo insistía. Los dos queríamos, los dos lo deseábamos. Y te tumbaste en la cama. Yo te levanté la camiseta, te miraba a los ojos. Dejé mi cuerpo sobre el tuyo. Te besaba, me movía. Despacio. Cada vez menos, cada vez más deprisa. No dejaba de mirarte. De preguntarte con mis ojos que es lo que debía de hacer. Te besaba el cuello, los labios, tu pecho. Nos teníamos ganas y tú me enseñaste, me demostraste, me ayudaste a descubrir otra forma de querernos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.