Le gustaba decir que lo imposible
no es más que lo posible que se ignora.
Era uno de esos hombres que respiran
el aire caudaloso de los libros y piensa
que la sed de la vida sólamente la calma
el agua dulce del conocimiento.
Solía repetir que las pasiones
son lo contrario de la inteligencia,
y la razón un fuego que se apaga
en cuanto se abandona:
lo mismo que la luz vuelve a la noche,
lo que se olvida vuelve a ser lo que no se sabe.
Al hablar, parecía
que abrirse las palabras con las manos
para buscar en su interior la esencia de la verdad
y el ámbar del sentido:
sus frases trituraban las ideas
como muelen el grano de los números
las aspas de las multiplicaciones.
Era tan sabio que era incapaz de admitir
las normas del azar y la ley del deseo.
Tal vez es que viviese en la inocencia
de quien cree entender aquello en que no creee
y es parecido a un junco
que en mitad de un ciclón
pensara ser el látigo que va a domar al viento.
Un día, una mujer que no esperaba
le enseño de qué modo arden la lógica,
las certezas y el orden
dentro del corazón.
No quiso saber más; cerró los ojos
y ya sólo buscaba aquella sangre llena de respuestas,
aquel calor sin interrogaciones.
Hoy ya ha vuelto a su mundo de horas fértiles
y tintas cosechadas.
Regresó entre sus libros lo mismo que el soldado
que al final de una guerra, lleno de cicatrices
que son el matasellos de la muerte,
vuelve a ser albañil o juez o panadero.
Cuando alguien le pregunta
qué aprendió en esos años, siempre dice:
- Es sencillo:
la palabra distancia cambia con los kilómetros
y la palabra amor con las heridas.