miércoles, 22 de noviembre de 2017

Vivir es aprender a despedirse

No sé para que sirve este poema,
ni cómo hablar de ti sin conocerte,
pero quiero que entiendas mi enfado
y me mandes un beso desde el parnaso.

Mi enfado es conmigo mismo
por no haber llegado a tiempo,
por haberme perdido tus historias
de esa España oxidada
de tricornio y mosquetón,
de esa España, que aún nos persigue,
llenándose de fango la memoria.

Tu último tren salía en febrero,
compraste el boleto a oscuras
y el día del viaje
no encontrabas los andenes.
Los valientes
nunca huyen de los lugares
en los que han sido felices,
y a ti la cobardía
siempre te quedó dos tallas grande.

Defendiste de los malos 
a tu ejército de mujeres,
mujeres de pocas palabras
y abrazos largos, 
mujeres de corazón rojo
y lenguas de chocolate,
mujeres que fueron niñas
en tus brazos,
en tus desayunos
y en el silencio
de una casa vacía.

Una de esas niñas
hoy es la compañera voluntaria
de mis vuelos,
la que calma mis enojos
y mis dudas
con el filo de su espalda,
la que dibuja crisálida
en mi vientre
y convierte la pena
en canavales
con besos de mariposa, 
con mañanas de cielo abierto
sobre el alféizar de mi ventana.

La niña ya es mujer
y yo soy más suyo que nadie,
la niña ya es feliz
y casi no tiene miedo,
así que duerme tranquila
que yo curaré su fiebre,
que yo mataré a los malos,
que yo la veré llorar de felicidad
al nombrarte
en el café de los domingos,
en los álbumes de la infancia,
en las causas perdidas,
en el paréntesis de un bolero,
en las farolas de tu barrio,
en los pequeños de la casa,
en cada cosa que brille,
en cada cosa que duela,
en vivir,
que es recordar,
que es aprender
a despedirse.

Diego Ojeda


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