lunes, 31 de octubre de 2022

La maternidad y el sexo

 Pero ¿quién se ha inventado que a las mujeres no les interesa el sexo?

¿A alguien le ha pasado por la cabeza alguna vez que un hombre, al convertirse en padre, pierda interés por el sexo?

¿De dónde ha salido esta falsa creencia? ¿Quién se ha encargado de colgarnos ese cartel? ¿Quién trata de eliminar el sexo de nuestras vidas? ¿Quién ha conseguido convencer a medio mundo de tal mentira y al mismo tiempo ha logrado que las mujeres que disfrutan libre y sanamente del sexo puedan llegar a sentirse cohibidas o inhibidas?

¿Habrá algo más saludable, liberador y revitalizante que el buen sexo?

Somos madres, cierto, pero recuerda que antes de madre eras mujer, nada más y nada menos. Y ellos ahora son padres, ¿no? ¿A alguien se le ha pasado por la cabeza alguna vez que un hombre cuando se convierte en padre pierda interés por el sexo? Perdonad que me ría...

Una escucha tantas cosas que hubo un tiempo en el que pensé que la rara era yo, pero no, afortunadamente llega una edad en la que las mujeres empezamos a hablar, a compartir experiencias, a reírnos de nosotras mismas y, por supuesto, a sentirnos reconocidas como grupo.

Ayer mismo pasé la tarde con una amiga, las dos solas. Ella, unos años mayor que yo, ha superado ya los cuarenta. Me confesaba que se sentía sexualmente más activa que nunca, que sin ninguna duda estaba en su mejor momento. Bromeamos de nuestra juventud, de nuestras primeras experiencias, y al echar la vista atrás y ver el «antes» y el «después» las dos llegamos a la conclusión de que, con unas arruguitas de más (pocas, todo sea dicho) y un cuerpo menos turgente que a los veinte, somos mucho más atractivas ahora.

¿Y sabéis qué os digo? Que con que nosotras lo pensemos basta y sobra.

No sé muy bien por qué en los primeros años de la maternidad las mujeres no hablan de sexo, parece que, si hablas de algo no relacionado con tu maternidad, eres una mala madre. La marca de leche, las vacunas, las fiebres, los hoteles familiares y los restaurantes con juegos infantiles acaparan todas las conversaciones.

¡Ay, lo que me reí yo ayer con mi amiga hablando de sexo! Pues sí. Creo que no mencioné a mis hijos ni una sola vez. Los hombres también hablan de sexo, por supuesto que lo hacen, ya lo sabemos, y bien que hacen. ¿No os parece?

A las mujeres nos gusta el sexo tanto como a los hombres, de nuevo hablemos claro. Y ahora, maticemos.

Para mí, el sexo empieza en esa primera mirada en la que de pronto salta una chispa que te anuncia que ahí, justamente ahí, hay algo más. Y no te equivocas. Y decides explorar... Son miradas magnéticas, unas veces esquivas, otras descaradas, pero todas ellas llenas de atracción y deseo.

O quizá en un mensaje de móvil, o un e-mail con el que a pesar de haber recibido muchos, súbitamente con ese, el corazón te da un vuelco, se acelera, tragas saliva y piensas: «WARNING! WARNING!». Y durante unos segundos te quedas mirando fijamente a la pantalla y lo lees, y lo vuelves a leer y entonces tu cabeza empieza a volar, tu mente te lleva a otro lugar y durante ese brevísimo espacio de tiempo deseas con todas tus fuerzas estar ahí.

Para mí, el sexo continúa en esa búsqueda por estar con él, o al menos cerca. En ese olor al darle un abrazo, dos besos o un solo beso bien dado. Los olores..., me declaro adicta a los olores. Ahí también hay mucho sexo.

El sexo empieza en ese momento en el que te sorprendes a ti misma fantaseando y no solo fantaseando, sino también disfrutando. En ese instante, tienes dos posibilidades: censurarte o darte permiso para soñar, para volar y, por supuesto, darte permiso para sentir.

El sexo empieza cuando eliges la ropa interior que te vas a poner. Cuando abres el cajón y no terminas de encontrar lo que te gusta y sales corriendo del trabajo para comprarte algo especial y, mientras tú estás en el probador, él se pasea alegre y lentamente por tu mente.

En una ocasión una amiga me confesaba entre risas:

—No sé para qué me gasto este dineral en lencería, si con lo que me va a durar puesta...

Pues es importante, lo es. Para ella porque le hace sentirse tremendamente sexy y para él porque una bonita y sensual lencería es éxito asegurado; aunque dure poco en el cuerpo, es un deleite para los sentidos, los suyos y los tuyos.

Porque así es como se vive el sexo, con los cinco sentidos.

La vista: quizá sobrevalorada con respecto a los demás sentidos, pero también importante. Lo que ves te ha de gustar, te ha de encantar. Al verlo has de desear dar un paso más, aunque sea pequeño.

El gusto: empezando por un buen beso, ¿cuánto de sexo hay ahí? Todo el que estés dispuesta a descubrir, hasta donde te lleve.

El olfato: el olor de un abrazo, de una piel desnuda, de un cuerpo recién salido de la ducha, el olor a café recién hecho las mañanas de domingo cuando él se ha levantado antes que tú y decide prepararte el desayuno, el olor que permanece impregnado en las sábanas tras una noche de desenfreno.

El tacto: las caricias. Las furtivas, las explícitas, las descaradas, las tímidas, las inocentes, las atrevidas, las robadas, las urgentes..., todas.

Y el sentido auditivo: lo que escuchamos es sexo en estado puro y si lo hacemos con los ojos cerrados, sin interferencias, aún más. Escuchar cómo su respiración se va acelerando bajo tus manos, bajo tu boca o simplemente con tu presencia. Escuchar un suspiro, un susurro, un secreto inconfesable, cautivo durante mucho tiempo, de esos que solo se dicen al oído; escuchar un gemido, o dos o tres...

Y ahora leeréis esto y diréis: «Sí, claro, muy bonito, pero es que, entre el trabajo, los niños, la casa, los madrugones..., una termina agotada; y a él le pasa igual, se duerme en el sofá». Lo he escuchado tantas veces. Y es cierto. Absolutamente cierto.

Pero es temporal, o al menos ha de serlo. Por eso hay que hacer un esfuerzo. Al principio es un esfuerzo, luego evidentemente es un placer.

A uno no se le olvida comer, ni se le olvida echar gasolina, ni se le olvida dormir, ¿verdad? Pues el sexo tampoco se nos debería olvidar.

Una pareja sin sexo está incompleta; de hecho, cuando el sexo empieza a escasear, no solo los cuerpos se separan, sino también sus almas, e inevitablemente nos distanciamos. No hay que darle más importancia que a otras cosas en la relación de pareja, pero tampoco menos. Sería el principio el fin. 

Los primeros años tras el nacimiento de un hijo son muy complicados y agotadores. Nuestra vida da un giro de ciento ochenta grados, nos ha puesto del revés y no siempre estamos preparados para ello. Esta nueva realidad nos coloca a todos en otra parte del tablero y tenemos que empezar a jugar otra vez, a reconocer el terreno que pisamos y a buscarnos de nuevo.

Qué importante es hacer ese pequeño esfuerzo al principio para encontrar momentos de calidad en pareja, sin niños y bien cerca. Porque el sexo une y su ausencia separa.

Qué importantes son las caricias y cuánto unen. Esas historias que empiezan con una caricia furtiva y robada en un momento que no esperas. Sí, ¿cuántas veces ese es el inicio, el chispazo? Una caricia que te sacude. Y que podía no haber significado nada, pero tu cuerpo habla antes que tus labios, tu piel se eriza, te delata y te desarma. No dices nada. No haces nada. Ya está todo hecho y dicho. Y en esa caricia hay mucho sexo, sin duda, y mucho deseo, y, por supuesto, y aún sin saberlo, mucho amor.

—No te enamores de mí —le suplicas.

—Demasiado tarde —sentencia.

Cuesta trabajo encontrar los momentos cuando las obligaciones del día nos aplastan, pero tenemos que poner de nuestra parte, tenemos que favorecer las cosas, tenemos que pensar en ello.

Si no pensamos en ello, ¿cómo va a ocurrir?

Programar una tarde a la semana o cada quince días para disfrutar en exclusiva de la pareja es uno de los hábitos más saludables que podéis tener. En Lo mejor de nuestras vidas os lo contaba: los miércoles del amor, los llaman mis amigas.

Miércoles tarde: no hay reuniones, no hay trabajo, no hay compromisos ni deberes de los niños. Los miércoles por la tarde son exclusivamente nuestros. Elegimos un sitio para tomar unas tapas, tomarnos una caña, dar un paseo, ir al cine o simplemente ponernos al día de todo lo que en ocasiones, con el ritmo frenético de la semana, no alcanzamos a compartir. Y tenemos un acuerdo pactado por ambas partes: si por causa mayor el miércoles por la tarde está ocupado por un plan que no se puede mover, nos comprometemos a cambiarlo por el martes o por el jueves de esa misma semana. Y esto, señores, es sagrado.

Porque, si lo piensas, tenemos más oportunidades de las que creemos: sé traviesa, vuelve a tu juventud, alguna locura harías, ¿no? Busca una siesta de domingo mientras los niños duermen o juegan. ¿Y esas noches? Una noche cualquiera, entre semana, la que sea; de pronto, a las tres de la madrugada te despiertan con un ansia imparable e imposible de contener, imposible de retener, imposible dejarla pasar. Y hacéis el amor silenciosa o salvajemente, da igual, lo que vosotros decidáis. En el sexo no hay reglas y si las hay irán cambiando, porque vosotros cambiaréis, porque la vida cambia y porque todo está en continuo movimiento.

Porque todo se puede hablar y acordar. Porque antes de llegar al desgaste has de moverte. Reserva una noche de hotel, aunque sea en tu misma ciudad. ¿Qué tienen los hoteles que despiertan la libido y la provocan? Una cena, un buen vino y no salgas de la habitación, como en los viejos tiempos, borrachos de deseo desparramando pasión y locura. Al día siguiente, al bajar a desayunar os sentiréis diferentes, renovados, especiales y, sobre todo, unidos.

Tengo unos amigos que cada tres o cuatro meses lo hacen, logran colocar a sus tres hijos entre los cuatro abuelos y se van. Reservan en un gran hotel que hay en el centro de la ciudad y pasan allí una noche. En una ocasión les dije:

—Pero, hombre, ¿por qué no cogéis el coche y os vais aunque sea a Altea y cambiáis de aires?

La respuesta fue sencilla, clara y directa:

—Porque nos encanta este hotel y porque no salimos de la habitación.

Y no hay más que decir.

Porque qué bonito es amanecer en un hotel tras una noche sin despertares de lloros, sin tener encendido el radar por si ocurre algo, sin ni siquiera los ruidos habituales de los vecinos.

Porque qué bien sienta dormir desnudo en unas sábanas ajenas tras haberte vaciado total y enteramente.

Porque qué placer más grande despertarte sedienta y hambrienta al día siguiente y beberte un refrescante zumo de naranja recién exprimido mientras se tuesta el pan.

Y cuando atravesáis la puerta al llegar a casa, cogidos de la mano, agotando los últimos minutos antes de volver a la realidad, recogiendo y saboreando algún beso que se ha quedado por ahí perdido y os reciben los niños dando saltos de alegría y arrojándose a vuestros brazos, comprobáis cómo, aunque vosotros no estéis, las cosas funcionan igual de bien. En ese momento, os miráis y decís:

—¡Ha merecido la pena! ¡Tenemos que repetir!

Qué sensación la de salir unas horas de casa, dejar allí la mochila de madre responsable, despojarte de todas las obligaciones y dejarte llevar única y exclusivamente por tu deseo de sentirte libre.

Y no, no por ello eres peor madre, en absoluto, eres una madre maravillosa que cuida de su familia, que cuida de su pareja, que cuida de sí misma y que necesita el sexo en su vida para sentirse viva.



Pues a mí me funciona

 Menudas chorradas se tienen que escuchar.

Dirán lo que sea, pero yo he criado a tres niños y a mí me funciona.

Os contaré tres películas que, aunque parezcan de ciencia ficción, no lo son.

Primera película

En el año 2014 fue publicado un documento de consenso por el Comité de Lactancia Materna de la Asociación Española de Pediatría y el Grupo de Trabajo de Muerte Súbita Infantil tras años de estudio donde determinan los factores de riesgo identificados en la muerte súbita del lactante.

He conocido a pocas familias que hayan pasado por ello, pero en todas las consecuencias personales y familiares han sido devastadoras. Entre los factores de riesgo claramente asociados a las muertes y conocidos desde hace ya más de una década, está el dormir boca abajo. De hecho, desde que se cambiaron las recomendaciones con respecto a la postura para dormir y se hicieron campañas animando a los padres a poner a sus hijos a dormir boca arriba, las muertes se redujeron casi un 40 por ciento.

Son datos contrastados, publicados por organismos oficiales y avalados porcomités científicos nacionales e internacionales.

Pues bien, he sido testigo en no pocas ocasiones de comentarios tales como (cito textualmente):

—Menuda chorrada. Tengo tres hijos, los tres han dormido boca abajo y a ninguno le ha pasado nada.

—A ver si os ponéis de acuerdo, a saber qué tipo de intereses hay detrás de cambiar todo el rato las recomendaciones. Yo a mi hijo siempre le he puesto boca abajo porque dormía mejor y me ha funcionado. Dormía como un bendito.

—¿Sabré yo, que soy su madre, cómo duerme mejor mi hijo? Boca arriba llora, boca abajo duerme. No necesito nada más, para eso soy su madre.

—¡Hay que ver cómo se aburre la gente! Madres del mundo, poned a dormir a vuestros hijos como os dé la santa gana.

Segunda película

Hace unos meses una instagrammer de moda publicaba una foto de su hijo de no más de ocho meses con un collar de bolitas de ámbar popularmente conocido por aliviar las molestias dentales, cosa que no es cierta desde el punto de vista científico. Una compañera pediatra con muy buen criterio deja un comentario: «Ese tipo de collares están desaconsejados en los lactantes por riesgo de atragantamiento, estrangulamiento y asfixia».

Y no le faltaba razón.

«Efectivamente», pensé al leer su comentario, sabiendo de antemano la reacción en cadena que esa simple y certera recomendación generaría.

No me equivoqué. Los comentarios se multiplicaban por docenas. He aquí una pequeña muestra:

«¡Sí, claro! Le voy a poner yo a mi hijo algo que le pueda hacer daño, ¿no? ¿Crees que soy una mala madre? Lo he usado con mi bebé y ha dejado de quejarse de los dientes. ¡Funciona!»

«Tú dirás lo que quieras, pero a mí me funciona. ¿Estrangulamiento? Y yo soy tan tonta que no me doy cuenta, ¿no?» recomendaron mis amigas y fue mano de santo.»

«¡Podéis dejar a esta madre tranquila! ¡Que le ponga los collares que quiera! Si a ella le funciona, es suficiente.»

Había más de trescientos comentarios; tras leer una veintena de ellos, apagué el móvil y fui a darme un chapuzón en la piscina con mis hijos.

Tercera película

«¿Cuál es el mejor tacatá? El que no se usa» es lema de la Asociación Española de Pediatría en consonancia con la comunidad científica internacional, incluida Canadá, donde se ha prohibido su venta. ¿Por qué? Porque los estudios nos dicen que...

  • Entre un 12 y un 33 por ciento de los niños que utilizan un andador sufrirán un accidente.
  • El riesgo de caerse por unas escaleras se multiplica por cuatro con respecto a los niños que no lo utilizan.
  • Tienen el doble de riesgo de sufrir un traumatismo craneoencefálico y fracturas de brazos y piernas, y mayor riesgo de quemaduras e intoxicaciones.

Debido al enorme interés que despiertan estos «juguetes» y la cantidad de preguntas que me hacen en la consulta con respecto a ellos, decidí escribir un artículo compartiendo con los demás los últimos estudios y las recomendaciones respecto a su uso. Mientras lo redactaba, sabía positivamente que levantaría un poco de revuelo, nunca imaginé el huracán que finalmente se formó. Los comentarios que leí me pusieron los pelos de punta.

«Este artículo es una tontería. De toda la vida de Dios se ha utilizado el tacatá y nunca ha pasado na», dijeron unos.

«Menuda bobada, he utilizado el tacatá con mi hija y lo volveré a utilizar con mi hijo. Les ha ayudado mucho y nunca se han caído. Además, yo sigo mi instinto y mi instinto me dice que les gusta y, como les gusta, lo seguirán utilizando», dijeron otros.

«Pues vaya chorrada. La culpa no es del tacatá, la culpa es de los irresponsables de sus padres, que no saben cuidar de sus hijos», dijo una madre muy osada.

Sé que el tener una pantalla delante da mucho juego para que la gente escriba lo que le viene en gana, aun faltando al respeto de quien lo lee, que en este caso soy yo y mis más de cien mil seguidores en redes sociales. Pero resulta que las cosas no funcionan así. La vida no va de esto. Al menos no la mía.

Antes de continuar, aclaremos algunos conceptos. Cuando hablamos de evidencia científica no hablamos de experiencias personales. Son ligas diferentes.

Yo os puedo contar mi experiencia con mi hijo cuando no quiere hacer los deberes, lo que me funciona y lo que no. Eso es experiencia personal. Incluso podría contaros lo que hago con los pacientes de mi consulta, lo que he encontrado útil y lo que no. Eso es experiencia profesional. Pero evidencia científica son palabras mayores. Ni es experiencia personal ni profesional: son conclusiones de grupos de expertos tras años de estudio y seguimiento no de tu hijo y del mío, no; ni siquiera de los niños de mi barrio o de mi ciudad, tampoco. Son los datos de miles de niños tras un complejo proceso analizando todas las variables disponibles que puedan afectar a los resultados. Eso es evidencia científica. ¿Es irrefutable la evidencia científica? Por supuesto que no, nosotros los médicos estamos muy acostumbrados a tener que ir adaptándonos y a veces cambiando nuestras recomendaciones en función de los últimos resultados tras años de investigación. A eso se le llama progreso. Pero, de ahí a poner en duda documentos de consenso y protocolos avalados por instituciones científicas porque «a mí me funciona», hay un peligroso y amenazante abismo.

«Este artículo es una tontería. Toda la vida de Dios se ha utilizado el tacatá y nunca ha pasadona.»

Sí y no. «Toda la vida de Dios se ha usado el tacatá», sí, así es. Pero «nunca ha pasado na», rotundamente, no. Sí pasa, lo que ocurre es que tú no lo has visto. Los accidentes llegan a los hospitales. Recordemos los datos: entre un 12 y un 33 por ciento de los niños que utilizan un andador sufrirán un accidente.

Conclusión: el hecho de que nosotros desde nuestra experiencia personal no lo hayamos visto no significa que no exista.

«Menuda bobada, he utilizado el tacatá con mi hija y lo volveré a utilizar con mi hijo. Les ha ayudado mucho y nunca se han caído. Además, yo sigo mi instinto y mi instinto me dice que les gusta, y como les gusta, lo seguirán utilizando.»

¿Crees de verdad que, con tu experiencia personal con tu hijo, incluso con tus sobrinos y con los hijos de tus cinco amigas, puedes extrapolar los resultados a los de los millones de niños que habitan en el mundo? ¿Lo crees de verdad? ¿Crees que en un tema tan serio como la seguridad infantil, cuando los datos son aplastantes y están avalados por comités científicos, cuando los accidentes infantiles son la primera causa de mortalidad infantil, uno se puede guiar por el instinto o por el «como a mi hijo le gusta, se lo doy»?

«Pues vaya chorrada. La culpa no es del tacatá, la culpa es de los irresponsables de sus padres, que no saben cuidar de sus hijos.»

Os confieso que este comentario logró ponerme mal cuerpo. Decidí no contestar, porque si algo he aprendido en estos años es a no enfrentarme inútilmente a nadie, no me gusta discutir. Sin embargo, ahora, tras unos meses y ya más calmada, a esta madre le diría, y esto sí es experiencia personal...

Cuando he visto a padres enloquecer tras perder a un hijo por un accidente infantil, cuando atiendo a familias enteras que llegan aterradas a un servicio de urgencias porque sus hijos se han caído por las escaleras, de la cama o del cambiador; cuando le ha golpeado un coche mientras estaban esperando en un paso de cebra y el niño se ha adelantado, o han sacado a su hijo del fondo de la piscina o de la bañera con apenas un palmo de agua; cuando el pequeño se ha quemado con la plancha, con la sopa de pollo o con el tubo de escape de una moto..., ¿sabes lo que han dicho todos los padres cuando han sido capaces de hablar? ¿Todos, sin excepción?

«Pero... si solo fue un segundo.»

Ya conocéis este maldito segundo. Un segundo es el tiempo en contestar una llamada, mirar simplemente el móvil, agacharte a coger una moneda que se ha caído al suelo, sacarte una motita de polvo que se te ha metido en el ojo, atarte los cordones, darte la vuelta para reñir al hermano... En fin, vivir.

Es más, cuando a cualquier padre o madre le preguntas qué es lo más grande de su vida, todos contestan: «Mi hijo».

Cuando vas más allá y los invitas a pedir un deseo, todos deseamos lo mismo: salud para nuestros hijos.

Cuando les preguntas si crees que son padres responsables, todos dicen que por supuesto, que darían su vida por sus hijos, como la daría yo ahora mismo por los míos, sin pensarlo y sin equipaje.

Pero la realidad es que «las LESIONES constituyen la primera causa de muerte en la infancia en la Unión Europea. Son también la principal causa de dolor, sufrimiento y discapacidad que a lo largo de la vida pueden tener consecuencias graves sobre el desarrollo físico, psíquico y social del niño lesionado», dicho por la Asociación Española de Pediatría y su Comité de Seguridad y Prevención de Lesiones no Intencionadas en la Infancia.

Y esto es una realidad.

Nosotros, los padres, disponemos de la información y somos nosotros los que tomamos las decisiones por nuestros hijos hasta que ellos sean capaces de tomarlas por sí mismos. En nuestra mano está asumir o no los riesgos y sus consecuencias. Y eso sí es nuestra responsabilidad.



37 semanas

 37 semanas.

Nueve meses. Recta final. Helena, cariño, cuando quieras te estamos esperando. 

Esta obra de arte, esta aventura se acaba... Tanto meses, tantas idas y venidas a urgencias, tantas enfermedades sin tratar, tantas infecciones, tantos sustos. No puedo decir que haya disfrutado de tu embarazo y no me siento mal al decirlo, cariño. El regalo de todo este esfuerzo eres tú. Y al ver tu cara, todos, sentiremos que habrá valido la pena.

No te voy a engañar. Hay momentos que quise tirar la toalla. Que me quedé sola para llorar en silencio bajo esa... cierta culpabilidad de mala madre por no desear vivir tanta cosas malas y seguidas. Mira, cielo, que lo sepas para el futuro. La maternidad, junto con las hormonas, con el raciocinio, rodeada de las mejores personas, con el mejor marido del mundo... Es el camino más solitario que he conocido. Todas las pruebas médicas, evidentemente, han recaído sobre mí, los momentos malos, las fiebres, todos los síntomas de todas las enfermedades que hemos tenido, que digo yo, tendrás que salir con todos las inmunologías del mundo porque hemos hecho bingo... Todo eso, lo he vivido yo. El desgaste del ánimo, el reposo sabiendo que soy una lagartija como creo que tú vas a ser. Viviendo momentos oscuros porque tampoco puedes desahogarte con todo el mundo. Pronto aprenderás que la sociedad te pide que seas políticamente perfecta y correcta. Y aunque mamá lo es poco... Lo he sido para que más adelante no haya comentarios mal intencionados que lleguen a tus oídos simplemente para hacer daño. La gente es tremendamente mala. Todo esto... Lo irás viendo. La vida es un camino en solitario y siento decirte que no voy a intentar salvarte de todo. Caminaré a tu lado, pero tu vida, es solo tuya, tus errores y tus aprendizajes, también lo son. Voy a darte el regalo más grande que hay: libertad para ser tú.



Quiero decir algo, porque no creo que haya muchas más entradas sobre el embarazo (espero) porque estoy deseando verte ya la carita, y andar de la mano el tiempo que nos regale la vida. Quiero dar las gracias a los cuatro abuelos, a los padres de papá y a los míos por haber estado en todo momento pendientes de ti y de mí. En este momento... contamos como una. ¡Qué poco nos queda para pasar a ser dos! Y qué raro va a ser no sentirte. Lo que más valoro de ellos, han sido los mensajes de ánimo, de cariño (los mensajes, que no las llamadas que de alguna siesta me han despertado) y la atención que están teniendo todos los días hasta que decidas salir. Nos tienes un poco confundidos. Cuando parece que sí, es que no. Nos tienes locos y creo que así nos vas a tener cuando estés por aquí. Haciendo porras del día que nacerás y contando cada una de las contracciones.

No soy materialista en absoluto. Creo que los mejores regalos son los que tienen la mejor intención y no los que más dinero cuestan. Y los abuelos han sabido estar a la altura en esta espera tan larga para todos. 

Gracias a la familia que elegimos. A los amigos de toda la vida, los nuevos, los seguidores de Instagram y Facebook que me han hecho llegar mensajes súper bonitos que como digo, para mí, son lo mejores regalos puesto que te sientas a leer mi blog y a escribirme para desearnos lo mejor. Regalar tiempo... ¡oh, no hay mejor regalo!



Gracias a Sonia y Sergio, en especial. Porque no hay palabras para describir cómo se han portado, como se portan y como se portarán. Porque son de esas personas por las que pones la mano en el fuego sin miedo a quemarte. Pronto daremos una noticia sobre ellos... Lo dejamos aquí por el momento.

Gracias a todas las personas que me han estado preguntando cada semana, cada día, porque reconforta, por escribirme experiencias, por hacer mis días de reposo más amenos. A personas como Sindy que habíamos perdido el contacto y que ahora mismo sé que puedo contar con ella. A compañeras de la universidad que han sido maravillosas al cuidarme, hablar conmigo, a tranquilizarme... A, simplemente distraerme, ya que muchas han sido mamás recientemente y han comprendido cada una de mis palabras.

Gracias Miriam y Fito, por vuestra atención. ¡No quiero olvidarme de nadie! Laura B. Gracias siempre por estar cerca, a mi lado, por saber todo de mí, por guiarme, por ayudarme con Cuquito, con Helena, con Maya, por ayudarnos tantísimo. ¡Gracias también por incontables regalos! Necesitamos una o dos casas más para meter todo lo que nos habéis regalado, así que mil gracias de nuevo.

Gracias también por la atención del resto de familia más allá del núcleo más cercano, tías, tíos, abuelas, gracias por vuestra preocupación, por tantos mensajes, por tanto amor y cariño recibido en estos meses. Como digo, esos son los regalos por los que me siento tan querida y cuidada. 

Creo que Helena va a cuidarse en el mejor ambiente del mundo, rodeada de amor de tantas personas que dudo que llegues, hija, a ver la maldad de este mundo hasta que seas bastante más mayor. No hemos podido elegir papá y yo, un mejor lugar para tenerte. Vas a rozar ser una niña mimada. Sin tenerte... Eres el regalo más especial de mi vida.

¡Ah! Dar las gracias a mi fiel compañera, Maya, mi enfermera, mi mundo entero. Mi gran sorpresa y descubrimiento, mi perrita. Nunca imaginé un amor tan infinito e incansable. Tan leal y sincero. Nunca pensé poder amar así. Eres mi vida y mi todo. Y el corazón no tiene límites, seréis Helena y tú, ambas mis bebés. Todo en la vida será poco para vosotras. (Y siempre se me saltan las lágrimas con las palabras dedicadas a Maya. ¡Mira que lloro poco! Ella es mi gran debilidad).



Y por último, y no menos importante, aunque no sé si nombrarte puesto que creo que hablo también en tu nombre. Gracias Javi por intentar cada día dar todo y más de ti. Gracias por intentar sobrellevar este camino de la mejor manera posible. Dividiéndote entre Cuquito y yo. Y acompañarme en esta aventura que de tantos colores se nos ha presentado. Espero que esto nos ayude a unirnos más, a consolidar aún más los cimientos de nuestro propio cuento y a hacer un equipo indestructible. No sé si lo peor ha pasado o está por pasar, pero intentemos no perdernos el uno al otro.

Gracias, de verdad. Gracias a los nombrados, a los no nombrados, a los que os he señalado en este escrito. Gracias y mil gracias, no hay palabras para describir tanto cariño y amor durante estos nueve meses.

Y... Helena, sal ya, no te hagas de rogar. Te esperamos mamá y papá-

Te queremos, lagartija.



El deseado momento de volver al trabajo

 Que levante la mano la primera madre o el primer padre que no ha llegado en alguna ocasión al trabajo un lunes, tras un agotador y desastroso fin de semana, contento y feliz de volver a sentarse en su silla.

¿Qué tienen la maternidad y la paternidad que, cuando crees que ya lo has vivido y sentido todo, de pronto, ante una nueva situación, te sientes como un auténtico novato?

Y además cuando esto te ocurre te crees que eres la primera que ha pasado por ello o la única que lo va a experimentar, ¿verdad? Sí, así es. Y este tipo de sentimientos si no los compartimos nos frustran, nos desaniman, nos preocupan y nos van minando poco a poco hasta que llega un día en el que explotas y decides hablar.

—Pues yo estoy deseando incorporarme al trabajo. ¡No puedo más! Necesito volver a recuperar mi vida más allá de la maternidad. Necesito arreglarme, salir de casa, despreocuparme de papillas y pañales, y volver a ejercer, sí, volver a coger las riendas de mi profesión y emprender el vuelo —me dijo una paciente cuando hablábamos de lo difícil que resulta incorporarse al mundo laboral con un bebé tan pequeño—. Mira, Lucía, yo, incluso, he guardado para más adelante el mes de vacaciones. Necesito volver a mi trabajo. Es que lo necesito. ¿Me comprendes? —me preguntaba a la desesperada.

—Pues claro que te comprendo —le dije ofreciéndole esa aprobación que sospecho no recibía de su entorno.

¡Qué complicadas somos! Si con un primer hijo te lleva la pena y la amargura cuando tienes que volver a tu profesión, con un segundo, en ocasiones, lo que te pueden son las prisas por salir de casa y desconectar de la crianza. Quiero a mis hijos exactamente por igual. Han sido niños buscados, deseados y concebidos con el amor más grande que podíamos sentir, pero he de reconocer que con mi hija pequeña me ocurrió exactamente lo mismo que a esta madre y a las docenas de madres que escucho en mi día a día.

Cuando mi hija nació, su hermano tenía veinte meses, nunca había ido a la guardería ni iría hasta que cumpliera los tres años y entrase directamente al colegio.

Carlos empezó a andar a los dieciséis meses, nunca gateó, por lo que hasta ese momento en el que decidió «independizarse» un poco de mí, se pasaba el día en sillita, en hamaca, en su parquecito infantil o en mis brazos «amasando pan» debajo de mi camiseta, incluidos los nueve meses de embarazo de su hermana Covi, en los que se volvía loco por «amasar», ya que, para su deleite, el tamaño de la masa había aumentado considerablemente.

Me dio cuatro meses de tregua antes de que naciera su hermana para tener las dos manos libres y caminar relajadamente por la casa. Cuando nació Covi, como es lógico, dio un pequeño paso atrás y la independencia que había adquirido, de pronto, se esfumó. Reivindicaba su estado de bebé y su profesión de panadero y quería seguir enganchado a mí.

Difícil situación la del príncipe destronado, muy difícil. La verdad es que su hermana me lo puso fácil porque mamaba, sonreía y dormía; mamaba, sonreía y dormía; pero aun así el día tenía veinticuatro horas y, con dos bebés en pañales por casa, la familia a mil kilómetros de distancia y el papá de las criaturas trabajando de sol a sol, las horas pasaban muy lentamente, al menos para mí.

Entre cambiar pañales, preparar papillas, dar el pecho, salir a pasear, subir al mayor al tobogán, volver a casa, baños, cuentos, y horas y horas sin dormir entre llantos de uno y tomas nocturnas de la otra, llegó un momento en que, cuando me llamaron mis jefes para preguntarme cuándo tenía pensado incorporarme, me dije: «¡Madre mía! ¡Que yo soy médico! ¡Que soy pediatra! Que hay vida después de la maternidad, que hay carreteras más allá del parque, y gente además de las mamás de la urbanización».

Y escuché una música celestial que decía: «¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya, aleluya, aleeeeeluyaaa!».

Durante un brevísimo espacio de tiempo el sentimiento de «mala madre» me invadió. Pero reconozco que me duró apenas unos minutos.

«Pero vamos a ver, Lucía —me dije—. No te permito que te sientas culpable. Eres una madre maravillosa y adoras a tus hijos, los quieres por encima de todo. Pero te recuerdo que la pediatría no solamente es tu profesión, es tu pasión. Que has luchado mucho por llegar al lugar donde estás, que nadie te ha regalado nada y que, si lo has logrado, es porque disfrutas de tu trabajo. Eres buena  pediatra como eres buena madre. Necesitas recuperar esa parcela de tu vida. Escucha tus necesidades y hazles caso. Déjate de ñoñerías y ponte a trabajar, que lo estás deseando. Ya te cogerás el mes de vacaciones más adelante, cuando de verdad lo vayas a disfrutar.»

Y eso hice. Me incorporé a las dieciséis semanas y la verdad es que me sentí fenomenal. Recuperé parte de mi identidad y disfrutaba más aún de mis hijos al llegar a casa. Comprendí que mamá no es imprescindible las veinticuatro horas del día, que ocho horas estaría fuera de casa, pero el resto del tiempo se lo dedicaría a mi familia, y me funcionó. Una vez más, hice caso a mi voz interior y reservé las vacaciones para más adelante. Cuando llegaron las disfruté plenamente, sin el agotamiento de los primeros meses tras dar a luz y tras llevar trabajando ya unos meses, con lo que las cogí con unas ganas tremendas de desconectar y valorar al cien por cien el tiempo de calidad en familia. 

Así que comprendo perfectamente a todas aquellas madres que rozan la depresión cuando llega el momento de incorporarse al trabajo porque puede resultar realmente duro y difícil, lo sé, pero también entiendo a aquellas madres que no solo desean volver a su profesión, sino que lo necesitan. A todas ellas las animo a que se liberen de la culpa, del sentimiento de «mala madre», del dañino:

«Pero ¿por qué siento esto con mi segundo hijo y no fue así con el primero, ¿acaso lo quiero menos?» Ya sabes la respuesta, por supuesto que no. Deja de castigarte.

Que levante la mano la primera madre o el primer padre que no ha llegado en alguna ocasión al trabajo un lunes tras un agotador y desastroso fin de semana, contento y feliz de volver a sentarse en su silla.

Pues a mí me ha pasado y aún me pasa, y no tengo ningún problema en admitirlo. Hay fines de semana en familia deliciosos, inolvidables; domingos que no deseas que se acaben nunca en los que todo va sobre ruedas: los niños se han levantado un poquito más tarde de lo habitual, por lo que os han dado una tregua y habéis podido dormir un par de horas más, suficiente para recuperarse del cansancio de la semana. Además se han levantado contentos, que no siempre ocurre, y colaboradores, que tampoco pasa todos los días. Os habéis venido arriba y habéis decidido salir a comer. Se han portado aceptablemente bien, no han montado ningún numerito, os habéis divertido con un par de ataques de risa espontáneos que os cargan las pilas. Al volver a casa les habéis puesto una película, los astros se han alineado a vuestro favor y se han quedado dormidos en el sofá: ¡oportunidad de oro que nunca se ha de desperdiciar! Deliciosa siesta, sin prisas, con su aperitivo correspondiente que te endulza el día... Despertar apacible, sin gritos ni llantos infantiles, todo lo contrario, con un buen postre.

—¡Estamos que nos salimos, hoy, cariño! —te dice tu chico mientras te desnuda.

Y os levantáis como si os hubiese tocado la lotería, porque, cuando esto ocurre, realmente lo vivimos así: es un premio, ¿verdad?

Pero hay fines de semana en los que todo sale justamente al revés de como lo habías programado. O tú te has levantado con mal pie y todo te parece mal, o son los demás los que se empeñan en amargarte el día. Los niños se despiertan más temprano que nunca tras una noche toledana de múltiples llamadas y lloros. El desayuno a destiempo, cada uno por un lado. Llegan las doce de la mañana y ya estás tan cansada que no te apetece ni pensar en qué vais a comer y mucho menos en salir por ahí. Si decidís salir de casa, los niños se portan fatal en el restaurante, intentas arreglarlo con una buena y reparadora siesta, pero no hay manera, las interrupciones son tantas que al final desistes y te enfadas más aún... Total, que termina el día, te vas a la cama después de haber preparado la cena de mala gana y haber dejado a los niños sin cuento y lo único que deseas es que suene el despertador a la mañana siguiente para meterte en la ducha, arreglarte un poquito, montarte en tu coche, poner la música a tope y llegar a trabajar.

Entras por la oficina con una sonrisa de oreja a oreja, feliz y relajada, y curiosamente lo que piensan los demás al verte es: «Menudas siestas se ha echado este fin de semana. ¡Las hay con suerte!».



Tal vez ella solo necesitaba que la trataras como al principio lo hacías.


 

El temido momento de volver al trabajo

 Me da igual que lo hayan pasado millones de mujeres antes que yo.

Esto es lo que yo siento ahora, y lo siento dentro, por lo tanto es mío.

Es mi pena.

¡Dejadme en paz!

Hay mañanas en las que el sol entra de una forma especial por la consulta, hay mañanas en las que todo lo que te rodea te recuerda algo, hay mañanas singulares en las que la primera paciente te cambia el día, te recuerda que el tiempo pasa y que pasará para todos, para ella también, aunque ella aún no lo sabe.

Salgo del ascensor y aún con las luces apagadas vislumbro a una madre con su bebé de no más de seis meses en brazos esperando en la salita. Lo está meciendo mientras le canturrea una nana. Observo la maternal escena desde la distancia y a medida que me voy acercando, pienso: «¡Cómo se parece este bebé a mi hijo Carlos! ¡Y cómo le acuna su madre! Igualito que hacía yo».

Me sorprendí incluso al observar que la manita derecha del bebé se perdía en el escote de su madre en busca de su refugio, de su alimento, de su consuelo: la teta.

«¡Increíble! Exactamente igual que Carlitos. No había mejor calmante para él que dejarle explorar en las profundidades de mi pecho. Por aquel entonces yo me lo tomaba a risa y le decía: “Ale, hijo, a amasar pan, venga, dale”. Aún es el día de hoy y, de vez en cuando, lo intenta y es entonces cuando le digo: “No, cariño, tú etapa de panadero ya ha terminado”.»

Y nos empezamos a reír los dos, yo con la mirada puesta en el pasado, cuando él ni siquiera hablaba y Carlos, hecho ya un hombrecito, aferrándose a un tiempo del que le cuesta despedirse.

Volviendo a la madre de mi consulta, aquellas coincidencias no eran más que el principio.

—¡Buenos días! Vamos entrando y me vas contando qué tal —le dije sonriente mientras sacaba las llaves del bolso, dispuesta a abrir la consulta y empezar la mañana.

Intentó devolverme la sonrisa, pero no fue capaz.

«Algo pasa», pensé.

Una vez dentro, mientras me ponía la bata y encendía el ordenador, le dije:

—¿Qué tal? ¿Cómo estás? —Esperaba un «muy bien» por respuesta.

—Bueno, las cosas podrían ir mejor —me contestó con un nuevo intento fallido de sonrisa.

—Vaya... —alcancé a decirle, mirándola fijamente a los ojos, intentando leer entre líneas.

En esta profesión, tras una respuesta así, una está acostumbrada a escuchar de todo: «Me acaban de diagnosticar un cáncer», «Mi madre está muy enferma», «Mi marido se ha ido de casa», «Hemos estado ingresados la semana pasada y lo hemos pasado fatal», «Me voy a separar», «Me han echado del trabajo, no me renuevan»... y un sinfín de malas noticias que acompañan a ese «bueno, las cosas podrían ir mejor». Sin embargo, esta vez su respuesta me pilló por sorpresa, porque hacía muchos años que no recordaba los momentos que estábamos a punto de compartir.

Hay pacientes con las que definitivamente te apetece compartir experiencias, y esta era una de ellas.

—Me incorporo a trabajar —sentenció.

Y esta es una frase que, en sus circunstancias y en las que yo me encontraba cuando pasé por ello por primera vez, solo logras entender tras haberla vivido. Buenas noticias para miles de personas ansiosas por empezar a trabajar y un momento desolador para una «recién mamá» con un bebé de apenas seis meses en brazos, que de lo único que se alimenta es del pecho de su madre y que hasta la fecha no se ha separado de ella ni un minuto en los nueve meses más veinticuatro semanas de vida que tenía.

—Te puede la pena —le dije mientras le ponía mi mano en su hombro.

Estas cuatro palabras fueron suficientes para que empezara a «vomitar» todo lo que le llevaba robando el sueño en las últimas noches:

—Ay..., es que ¿cómo voy a ser capaz de separarme de mi hijo tantas horas? Lucía, solo quiere mamar y mamar, rechaza cualquier tipo de tetina, no quiere ni oír hablar de ellas, ¿de qué se va a alimentar cuando yo no esté? No entenderá lo que está ocurriendo. No puedo ni imaginar el sufrimiento que eso le puede generar...

La escuchaba atentamente y me estaba escuchando a mí misma hace nueve años, cuando intentaba explicarles esto mismo a mis amigas y nadie sabía darme una respuesta. Los parecidos entre su historia y la mía eran tantos que por un momento pensé que era yo la que hablaba.

—Vivimos aquí sin familia. El bebé no se ha separado de mí ni un minuto, además es un niño muy demandante, me pide cada dos horas. No consiente que nadie le alimente, ni siquiera con mi propia leche extraída, es inútil, termina en la basura. Llora y llora, solo se calma cuando está en mis brazos. Y sí, yo sé que por esto pasan todas las mujeres, pero es que...

—No te justifiques más. No tienes que hacerlo. Conmigo no lo hagas.

Retrocedí en el tiempo nueve años, cuando escuchaba a madres veteranas con dos y tres hijos decirme:

— Bueno, es lo que toca. Todas hemos pasado por ahí, no se acaba el mundo.

«¡Pues ya sé que no se acaba el mundo! —pensaba yo indignada en ese momento—. ¿A qué viene esta estupidez? Pues también sé que todas las mujeres trabajadoras han pasado por ello. ¿Y a mí qué? ¿Mal de muchos, consuelo de tontos? Pues va a ser que no. ¡A mí eso no me consuela un pimiento!», me apetecía gritar cada vez que me venían con la misma historia.

Me da igual que lo hayan pasado millones de mujeres antes que yo. Esto es lo que yo siento ahora, y lo siento dentro, por lo tanto, es mío. Es mi pena. ¡Dejadme en paz!

Así que después de intentar compartirlo y no encontrar nada que me convenciera, aprendí a vivirlo desde dentro. Sí, en la vida hay cosas que se viven desde y hacia dentro, como es la pena, y hay otras que se viven y se sienten hacia fuera, como es el amor o el deseo: si no lo expresas, si no lo compartes, explotas.

En ese instante en el que escuchaba a mi paciente comprendí que me encontraba con una mujer que bien podría haber sido yo hace nueve años. Y es en esos momentos en los que eres consciente del paso del tiempo, de la cantidad de cosas que has ido metiendo en la mochila: años de profesión, experiencias y confidencias, temores y miedos de madre; también metes nuevos y enriquecedores, incluso salvadores, puntos de vista al tener a tu segundo hijo... y te relajas, vamos que si te relajas.

Decidí en ese momento que iba a empezar la mañana ya con retraso porque de lo que teníamos que hablar era importante, así que no me quedaba otra que pedir disculpas a la siguiente familia que entraría a continuación e invertir toda mi energía y tiempo en esta mamá que tanto necesitaba que le dijeran esto:

—Lo que sientes es normal, más que normal, es natural. Tu bebé va a estar muy bien. Te voy a decir lo que va a pasar: los primeros días llorará porque efectivamente no comprenderá por qué mamá no está ahí con él, cuando en realidad lleva toda su vida o dentro de ti o a tu lado. Es probable que deje de comer unos días, sí, hará una huelga de hambre. Se negará en rotundo a tomar biberones, él querrá la tetita de mamá; es posible que incluso su sueño se altere las primeras noches, se despierte sobresaltado, quiera estar enganchado a tu pecho toda la noche en un intento de mantenerte unida a él eternamente. Las noches irán pasando y en esos momentos te dirás: «No puedo seguir así». Pero ¿sabes qué? Que podrás, claro que podrás.

Porque pasados unos días, que no son muchos, él volverá a estar feliz, comerá lo que le den, dormirá de nuevo a pierna suelta y cuando vuelvas del trabajo te recibirá con una plácida sonrisa en busca de tus caricias. Y entonces tendrás que empezar tú tu propio proceso. Porque esto ya es cosa nuestra. Es tu pena y has de superarla tú.

—¿Te tienes que incorporar sí o sí al trabajo? ¿Verdad? —Sí —me dijo.

—Pues ya está. Como me decía mi madre: «No te rebeles contra la evidencia». Hay cosas en la vida que no podemos cambiar, que no están en nuestra mano, al menos en estos momentos, por lo que invertir nuestra energía en ello no tiene mucho sentido. Has de mantener la cabeza fría y aprender a no desgastarte en cosas que no dependen de ti.

Ella asentía, veía como cada una de mis palabras calaba muy hondo. Supe que no olvidaría esta conversación en mucho tiempo, quizá nunca la olvidaría.

—Tenemos que volver al trabajo y no hay más. Tu bebé va a estar bien, eso es lo único que importa. Tu pena por no estar a su lado es tuya, y tú has de gestionarla desde dentro. Diferente sería si supieras que tu hijo no iba a estar bien cuidado, entonces sí vivimos la pena desde fuera..., con esa necesidad imperiosa y vital de intentar cambiar las cosas.

Pero cuando nuestros hijos están bien, todo lo demás es trabajo nuestro, trabajo de madre, de mujer.

—Así que, escúchame bien —le dije con una sonrisa—, vas a disfrutar del mes que te queda, vas a olvidarte de las papillas si no las quiere, deja de pelear, no merece la pena. Ofrécele los alimentos al mismo tiempo que coméis vosotros. ¿Que quiere coger la zanahoria hervida él solo?

Pues déjale. No quiero que cuentes cucharadas ni peses gramos de pollo. Disfruta, son treinta días los que aún tienes por delante. No los desperdicies peleando. Ya comerá; de hecho, ya te adelanto que, cuando tú no estés, comerá.

Su expresión facial se relajó, su mirada se iluminó. No dijo mucho, pero lo que dijo, me bastó:

—Gracias, Lucía. Lo necesitaba.

Y se fue...

Unos meses después volvió. Durante los primeros minutos de consulta me contó cómo habían ido las cosas; efectivamente, el niño se había negado a comer durante unos días, habían aumentado el número de despertares nocturnos y estuvo más irritable de lo normal. Pasada esa breve aunque intensa fase de adaptación, el bebé volvió a ser el niño risueño y sonriente que era, comiendo y durmiendo a sus horas. Ella estaba más tranquila, asumiendo su nueva situación de madre trabajadora; la encontré serena.

Al sentarse en la silla y coger en brazos al protagonista, este sacó inmediatamente la mano y fue directo a colarse bajo la camiseta de su madre.

«Ale, hijo, a amasar pan», pensé, y me entró la risa, risa que no pude contener.

Su madre se encogió de hombros, levantó las cejas, sonrió y me dijo:

—¿Qué le vamos a hacer si le gusta?

Hay cosas que no cambiarán nunca.



En esta casa está permitido llorar

 Y no era momento de que yo llorara su pena, aunque lo hubiese hecho, era momento de acompañarle en la suya.

Soy médico, conozco una lista interminable de medicamentos para el dolor, para la fiebre, para la enfermedad, pero no para el llanto.

¿En qué momento hemos asumido que llorar es de débiles, es de «niñas» y de tristes? ¿En qué momento hemos empezado a ocultarnos, a ponernos máscara sobre máscara, a simular una perfección inexistente e irreal? ¿En qué momento la vergüenza, la culpa y la frustración han teñido nuestras miradas al mismo tiempo que derramamos unas sentidas y amargas lágrimas?

En esta casa se escuchan muchos besos por la noche, carcajadas alrededor de la mesa de la cocina y brincos infantiles a la entrada cuando suena el timbre y aparecen los abuelitos de sorpresa.

En esta casa buena parte del tiempo se escucha música, se canta, se baila. Sí, en esta casa se baila mucho. En esta casa las tardes de viernes ponemos el canal de música de la televisión y jugamos a hacer playback mientras sujetamos un lápiz a modo de micrófono e imitamos al más puro estilo de Tu cara me suena a los artistas nacionales e internacionales. En esta casa bromeamos, nos pintamos las uñas y jugamos a las muñecas. En esta casa nos damos sustos escondidos tras la puerta, nos hacemos cosquillas las mañanas de domingo y le pegamos patadas al balón en el jardín.

En esta casa jugamos al Monopoly las tardes de lluvia, nos acurrucamos en el sofá bajo la manta y soñamos despiertos o dormidos, pero soñamos.

En esta casa soñamos a lo grande, porque soñar nos mantiene vivos, porque no concibo mi vida sin una larga lista de sueños.

—Niños, si ahora mismo no tuvierais colegio, si nosotros no tuviésemos que ir a trabajar y además nos tocara la lotería, ¿qué haríais? —les pregunté a mis hijos hace unos días.

A Covi, mi hija pequeña, se le iluminaron los ojos como si ya fuese una realidad lo que le acababa de contar y, sin pensarlo dos veces, dijo:

—¿Yo? Jugar, jugar, jugar. —Y levantó sus bracitos, abriéndolos mientras miraba al cielo.

—Pues yo —añadió mi hijo Carlos— me quedaría en casa a ver una buena peli con palomitas, los cuatro sentados en el sofá y luego iría a comer un arroz lavanda.

—¿Lavanda, cariño? —le dije conteniendo la risa—. Será a banda, un arroz a banda.

—Sí, eso he dicho —dijo él con una sonrisa pícara—. Y luego podríamos volver a Menorca de vacaciones.

Mientras escuchaba a mis hijos, miré emocionada a mis padres, que estaban allí esa mañana. Sé que me leyeron el pensamiento; lo supe al ver cómo asentían lentamente con la cabeza y me sonreían amorosamente.

Sí, sus sueños no eran nada caros, nada difíciles de conseguir. Me emocioné mucho cuando luego lo hablábamos él y yo en la cama, en el silencio de la noche, mientras ellos ya dormían. Esa noche había tenido un día especialmente difícil, uno de esos días sin carcajadas, sin risas, sin brincos, sin bailes ni Monopoly. Uno de esos días en los que no necesitas demasiadas palabras, solamente una mirada certera de apoyo, una mano que seque tus lágrimas y un cuerpo al que abrazar. Afortunadamente lo tuve.

En esta casa hablamos mucho, compartimos, sentimos, y a veces lloramos. Sí, en esta casa también se llora, está permitido llorar.

Covi sigue viviendo en un maravilloso e inocente mundo de fantasía donde todo se puede borrar y volver a colorear, donde no hay imposibles, donde no existe el pasado ni el futuro; un mundo que se puede arreglar escribiendo una carta a los Reyes Magos, un mundo en el que un beso todo lo cura. Mi hijo Carlos, sin embargo, empieza a tener un pasado, un presente y un futuro. Se está haciendo mayor y con los años sus preguntas son más complejas, más elaboradas, más difíciles de contestar; sus miedos, más justificados, más reales, más palpables; y sus penas podrían ser las mismas que las de cualquiera de nosotros, incluidas las mías.

—Es que necesito llorar —me dijo conteniendo aún sus lágrimas mientras se llevaba sus dos manos a la cara y se acercaba a mí, lentamente, pero dolorosamente abatido.

—Pues llora, cariño, llora. No pasa nada, mamá está aquí contigo.

Y no era momento de que yo llorara su pena, aunque lo hubiese hecho, era momento de acompañarle en la suya.

Soy médico, conozco una lista interminable de medicamentos para el dolor, para la fiebre, para la enfermedad, pero no para el llanto.

Podría haberle distraído, podría haberle puesto un parche disfrazado de juguete, de bizcocho casero de chocolate o de «si dejas de llorar, te invito al cine». Pero no, no me gustan los parches, ni los escudos, ni las máscaras. Dejé que llorara abrazado a mí.

—No entiendo para qué sirve estar triste, no quiero sentir esto —me dijo entre suspiros.

—Esto también nos ayuda, cariño. Es imposible estar alegres todo el tiempo, nadie lo está. La tristeza es una emoción tan importante como la felicidad, el miedo o la ira. La tristeza nos ayuda a explorar dentro de nuestras emociones, a buscar por qué estamos así, y nos ayuda a limpiarnos por dentro, a buscar soluciones; porque ¿sabes una cosa, amor?

—Dime. —Se limpió las lágrimas con la manga de la camiseta.

—Yo también estoy triste a veces —le confesé en un arranque de sinceridad, hablándole a pecho descubierto.

—¿Tú, mamá? Noooo. Si siempre estás alegre. Siempre estás sonriendo, siempre te lo digo, que así te saldrán más patitas de gallo —me dijo, soltando una tímida carcajada y sonándose los mocos.

— No, cariño, a veces también estoy triste como tú.

—¿Y lloras? —me preguntó con sus inmensos ojos verdes muy abiertos y mirándome fijamente.

—Pues si las lágrimas necesitan salir, salen. Las dejo salir porque con ellas se limpia parte de la pena. Porque si no lo lloramos queda ahí dentro y no se va solo. Porque reconociendo la tristeza aprendo a valorar todo lo demás que tengo y eso me llena de alegría. Y porque cuando lloras mucho por algo, al terminar, te sientes tan liberado que las soluciones a los problemas empiezan a surgir solas y es entonces cuando la pena se convierte en alegría o, al menos, en ilusión, en esperanza.

Hablamos durante una hora sobre todo aquello que le causaba tanta pena y comprendí que sus lágrimas le estaban ayudando a ponerle nombre a sus emociones. Estaba reconociendo lo que sentía, por qué lo sentía y, lo más importante, deseó encontrar una salida.

Fue una conversación inspiradora y mucho más intensa y enriquecedora que las decenas de conversaciones que he mantenido en las últimas semanas con gente adulta.

Cierto que nuestros hijos son niños aún o quizá adolescentes, pero, no te equivoques, con ellos podemos alcanzar un grado de comunicación y de conexión que no alcanzarás con nadie. Solo hay que darles la oportunidad de hacerlo, solo hay que escucharlos y, por supuesto, acompañarlos en su dolor cuando llegue, que indudablemente, en algún momento, llegará, y en ese momento vivirán y experimentarán en su propia piel lo que es la tristeza.

La tristeza es una respuesta natural de nuestro cuerpo ante una pérdida, un fracaso, una desilusión, o un daño físico o emocional. Y, aunque está considerada como una emoción negativa, es necesaria para tener un adecuado equilibrio emocional. La tristeza hace que disminuya nuestra actividad basal, nos conecta con nuestro interior, nos invita a la reflexión, al descanso, al análisis y a la autocrítica. Nos despierta la necesidad de superar las dificultades y nos conecta también con los demás a través de la empatía. ¿Qué sientes cuando ves a alguien triste? Tenemos la necesidad de ayudar, ¿verdad? La tristeza despierta la compasión. Y nos ocurre a nosotros y también a los animales. ¿No es maravilloso pensar en la capacidad que tenemos de conectarnos unos con otros a través de una simple emoción?

Vivimos en la sociedad del bienestar, del carpe diem, del disfrutar de cada día como si fuese el último, y esto está muy bien, de verdad que está muy bien. Pero estar en este éxtasis continuo además de agotador es dañino. Desatendemos los días de sombras, los días grises y nublados en los que, quizá, sonreír te requiera un inusual esfuerzo. Está mal visto, ¿verdad? No hay que taparlo, no debemos engañarnos y pretender que nada ha ocurrido. Al igual que si te rompes los dientes en una caída no pasarás el resto de las semanas con los labios sellados como si no hubiese pasado nada, sino que rápidamente buscarás una solución, con la tristeza debe ocurrir algo similar aunque con otros tiempos.

Hay que reconocer esta emoción, aceptarla, sentirla, buscar consuelo si es eso lo que necesitas y superarla. Y esto es lo que debemos transmitir a nuestros hijos.

«No estés triste», «no llores», «llorar es de pequeñajos» se les dice a los niños frecuentemente... Pues ¿sabéis qué os digo? Que a veces sí, y otras veces no.

Cuando mis hijos lloran por tonterías suelo decirles:

—Cariño, no llores por esto; por esto no, mi cielo. Se llora por cosas importantes...

Y ya empiezan a saber discernir entre aquello que para ellos es importante y que vale la pena ser compartido y consolado en los brazos siempre abiertos y cálidos de mamá y papá y lo que realmente no merece ni una sola de sus lágrimas.

Siempre lo digo y perdonad si me repito, pero...

Las alegrías se celebran y las penas se lloran. Y no hay más.

La próxima vez que tu hijo esté triste por algo verdaderamente importante para él, recuerda estos sencillos puntos:

  • Escúchale atentamente. Escúchale con tus oídos, con tus ojos, con tus manos y normaliza sus emociones. «Esto que estás sintiendo es normal, tranquilo, a mí también me ocurre.» ¡Qué alivio escuchar estas palabras cuando estás triste, ¿verdad?, en lugar de recibir lecciones magistrales de «te lo dije».
  • No le reprimas. Deja que llore, que se libere, que lo suelte todo.
  • Ofrécele apoyo, no necesariamente verbal. En ocasiones no sabemos ni qué decir ni cómo ayudar, no pasa nada. Apóyale con tus caricias, con un abrazo, con un beso...
  • Pregúntale por qué está triste, invítale a reflexionar, a que conecte con su interior, con su pena, con sus fantasmas...
  • Y, por último, dale tiempo. No le presiones. Dale tiempo a que se recupere, a que lo asuma, a que empiece a comprender el porqué y a que desee buscar soluciones para conseguir que se encuentre mejor.

«Hay caminos que hay que andar descalzo», dice el gran Fito, a quien escucho en mis días de melancolía. Y así es. Nadie puede prestarte sus zapatos. En ocasiones, hay momentos en los que uno necesita abandonarlo todo, caminar descalzo y sentir el suelo bajo la piel herida. Dar pasos con los cinco sentidos, buscar el camino según lo que sientes y no según lo cómodo que sea tu calzado, hay momentos en los que debemos mirar al suelo y a lo que allí te encuentras, dejando atrás aquello que definitivamente te hace daño y recogiendo del camino lo que ayudará a reconstruirte.

Y una vez deseches las piedras del camino y empieces a pisar sobre fresca y húmeda hierba será el momento de mirar hacia fuera. Una vez hayas explorado tus profundidades, tus necesidades y hayas soltado zapatos, ropas y lastres, entonces podrás mirar al cielo y empezar a soñar de nuevo.

Y, cuando te des cuenta de que hace mucho tiempo que ya no miras al suelo, que ya ni siquiera apartas las piedras porque simplemente ni las ves, descubrirás que has cambiado.

En esta casa está permitido llorar. Indudablemente. Enseñemos a nuestros hijos a poner nombre a sus emociones, a las buenas y a las malas. Enseñémosles a sentirlas todas, todas son nuestras. No tenemos que estar siempre alegres, aunque eso sea lo que se espera de nosotros. No. No hagamos que se sientan culpables o inferiores si pasan por momentos difíciles, no. La vida está llena de piedras en el camino, son pocos los éxitos con los que nos topamos, lo demás son dificultades.

Enseñémosles a superar con ánimo, optimismo, resiliencia y espíritu luchador todas y cada una de las dificultades. Nuestros hijos van creciendo y a veces no tenemos todas las respuestas. ¿Y ahora qué? ¿Qué ocurre si no tienes las respuestas? No olvides que hay preguntas que se responden con caricias, con miradas, con abrazos y con besos... El secreto: estar, nada más.



Yo juzgo, tú juzgas, él juzga

 Hija, no juzgues.

Como te ves, me vi.

Como me ves, te verás.

15 de agosto de 2016

Para muchísimas familias empiezan sus vacaciones; para otras muchas acaban. Para algunos es un día más, este año no se pueden permitir salir de casa. Para miles de hogares supone despedirse o reencontrarse con sus hijos tras pasar quince días con su otro progenitor. Para muchos niños es el inicio de la escuela de verano; para otros muchos, el final. Para algunos aventureros el día en que se van de campamento; para otros, el día de regreso. Para muchos abuelos el día de llegada de sus nietos al pueblo; para otros, el día de volver a casa.

Para mí suponía el feliz reencuentro con mis hijos, tras dos largas semanas sin ellos. Esa misma mañana aterrizaba en Madrid tras más de veinte horas de avión. La quincena sin niños es tan larga que cuando mi amigo Juanjo nos propuso irnos con ellos a Japón no lo dudé ni un instante: mente ocupada, buena compañía, viaje soñado y niños felices con su papá. Los ingredientes perfectos para pasar su ausencia relajada y feliz. Cuando aterricé en España y encendí el teléfono, el primer mensaje que recibí fue:

«Quizá todos los días no sean buenos, pero siempre hay algo bueno todos los días.»

Y sonreí. Para mí, ese justamente era un gran día. Sin pensarlo dos veces, compartí esa frase en mis redes sociales con un «y yo hoy abrazaré a mis hijos, los besaré y los acariciaré tras quince días sin verlos. No necesito más».

Fue un guiño inconsciente hacia los miles de familias que se encuentran en mi situación y en la situación del padre de mis hijos en verano. Las reacciones no se hicieron esperar y el guiño fue captado por cientos de personas conectadas con mis mismas emociones. No hicieron falta más palabras que estas y, aunque nadie sabía de mi situación particular, las palabras llegaron. Pero no os equivoquéis, las palabras llegan y en ocasiones acarician el alma, otras la arañan, y algunas otras la golpean y la lastiman, como hizo la protagonista de esta historia.

Entre las docenas de comentarios, de pronto llamó mi atención uno de ellos, por su nula empatía, por su despiadada manera de juzgar y, sobre todo y por encima de todo, por la pena al pensar en el pésimo ejemplo que esa mujer les estaba dando a sus hijos con juicios de ese calibre: «¡Pues es muy fácil! Esa pena se acaba no dejándolos para irse de vacaciones. Yo sería incapaz de dejar a mis hijos para ir a disfrutar».

Inmediatamente después, otra lectora le contestó: «¿No te has parado a pensar que quien se separa de sus hijos puede ser porque esté divorciada? ¿O porque esté trabajando y tenga que dejarlos

con los abuelos, o porque quiera irse con su marido a solas, que también es necesario?».

El resto de la conversación no merece la pena ser reproducido, porque la protagonista en

cuestión terminó faltando al respeto a la segunda, quien muy inteligentemente ignoró completamente sus insultos.

«No juzgues y no serás juzgada», me repetía mi padre incesantemente durante mi adolescencia, cuando fruto de mi efervescencia hormonal criticaba duramente a quien no pensara, sintiera u opinara como yo.

Si decides dar lactancia artificial a tu hijo, eres una mala madre. Si por el contrario mantienes una lactancia prolongada más allá de los dos años, te señalarán con el dedo conocidos y desconocidos argumentando que «eso es puro vicio». Si practicas colecho, estás dinamitando tu vida sexual. Si sacas a tu bebé a los seis meses de la habitación, eres una desalmada. Si optas por el baby led weaning (BLW) como alimentación para tu hijo, vas de moderna, pero si no decides introducir los trozos hasta los diez meses es que «estás criando a tu hijo en una burbuja».

Si te incorporas a trabajar al cuarto mes sin cogerte ni siquiera el permiso de lactancia, eres un bicho raro. Si te coges una excedencia por un año, eres una mala compañera. Si decides viajar sin niños, eres una egoísta; si no haces un solo plan sin contar con ellos, es que tu matrimonio se ha terminado.

Si contratas a una canguro para salir a cenar con tu marido y tomar una copa, sois los peores padres del mundo, si además dejáis a los niños con los abuelos algún fin de semana simplemente para dormir y sobrevivir, «la paternidad os ha venido grande».

Si apuntáis a los niños a un colegio privado, sois unos elitistas. Si no hacen actividades extraescolares, sois los raros del colegio.

—Y tú, ¿a qué actividades extraescolares has apuntado a tu hija? —me preguntó una madre a la que apenas conocía en la puerta del colegio el año pasado.

—¿Yo? A ninguna —le dije sonriendo mientras veía a mi hija salir corriendo con los brazos abiertos dispuesta a darme el abrazo más grande de la historia.

Al avanzar unos pasos para recibirla, escuché cómo le dijo a su amiga:

—Se ve que esta madre pasa de todo.

Sonreí más todavía y apunté mentalmente en mi lista de juicios un calificativo más: madre pasota. Lo que nunca le conté a esa madre es que mi hija con seis años no necesitaba ser la próxima promesa del Ballet Nacional Ruso ni convertirse en discípula de Dalí. De hecho, al llegar a casa le faltaban horas en la tarde para hacer todas sus actividades extraescolares: merendar con su hermano y conmigo mientras compartíamos divertidas anécdotas, salir a jugar con sus amigas en la urbanización, pelearse y reconciliarse tres veces con su hermano en la misma tarde, ensayar el baile sorpresa que estaba preparando para el cumple de una amiga, regar las plantas, dar de comer a las tortugas, ponerse los patines y lanzar desde lo lejos sus carcajadas mientras hacía carreras con los chicos, esconderse en el baño con su vecina Irene para cogerme mi estuche de maquillaje y dejar mi lápiz de ojos sin punta y la barra de labios inservible... Darse un baño de espuma con sus muñecas sin dejar de hablar un solo segundo mientras yo le desenredo el pelo y ella se lo desenreda a sus Barbies; elegir el cuento de la noche y por último dejar que mamá le rasque la espalda mientras viene el Arenero, ese ser diminuto que se cuela en la cama de los niños, trepa por los brazos, se agarra a la oreja, camina despacito por las cejas y suelta sus polvitos de arena mágicos sobre los ojos aún abiertos para llevarlos a un placentero y dulce sueño...

Si decides tener un solo hijo, definitivamente eres muy egoísta. Si tienes cinco hijos directamente serás del Opus. Si te gusta un buen taconazo y llevar los labios pintados de rojo, eres una pija. Si no tienes tiempo ni para mirarte al espejo y vas como puedes, es que «no cuidas nada tu imagen».

Si tu pareja es otra mujer, las miradas descaradas están garantizadas. Si tu pareja es un hombre mayor que tú, a saber por qué estás con él. Si por el contrario tu marido es mucho más joven, pasas a ser «la lista del barrio» y si directamente has decidido tener a tu hijo en solitario, sin padre reconocido, entonces ya te aconsejo que te mudes y te inventes que eres viuda, que eso siempre queda bien.

Si les das de comer productos ecológicos, eres una hippy; si cansada de tirar papillas hechas por ti le compras potitos, estás envenenando a tu hijo.

Por mi consulta pasan cada semana muchas madres primerizas, otras tantas con varios hijos.

Tengo a madres monísimas sacadas de revista: altas, guapas y esbeltas; veo a muchísimas más ojerosas, rellenitas y con alguna que otra cana. Veo a madres solteras, casadas, divorciadas, tatuadas, banqueras, empresarias, maestras, amas de casa, autónomas o funcionarias.

Veo a madres con las ideas muy claras y a otras que naufragan en un mar de dudas. Si lloras, eres una llorona; si no lloras, eres demasiado fría.

Da igual lo que hagas, da igual lo que digas, da igual el acuerdo al que hayáis llegado como pareja. No importa si le haces caso a tu madre, a tu amiga o a tu vecina. Ni siquiera importa si lo haces bien o mal; ni incluso si eso y no lo otro es lo que deseas hacer. Todas ellas, todas nosotras, nos hemos sentido juzgadas.

¡Basta ya! La maternidad es sagrada.

Teta, biberón. Guardería, sí; guardería, no. Colegio religioso o laico. Colecho o cama. Fútbol o ajedrez. Casada, divorciada, sin pareja o con las parejas que te dé la gana. Vacaciones en familia, con amigos o con tu marido. ¿Y a ti qué más te da?

No a los trajes de talla única. No a los modelos familiares únicos. No a los juicios y prejuicios. Tenemos que estar unidas en esto, porque la vida me ha enseñado que...

Por donde yo estoy pasando ahora, quizá pases tú mañana.

Por donde dije que nunca pisaría, ahora salto y bailo.

Lo que critiqué, juzgué y reproché duramente ahora me hace feliz.

Lo que en su día me hacía reír ahora me hace llorar, y los motivos por los que lloraba ahora me roban una sonrisa, incluso una carcajada.

Que al fin y al cabo esto es un viaje, y, a diferencia de lo que nos han contado, es un viaje muy largo con muchas paradas.

Que la humildad y la empatía no han de faltar nunca en mi equipaje.

Que los consejos que recibes hoy quizá los estés dando mañana.

Que compartimos camino y descanso, y que donde yo paré a tomar aire quizá pares tú mañana.

Que la experiencia es un grado y que he de escuchar más a mis mayores.

Y para terminar, una vez más, las palabras de mis padres vuelven a mí. Aún escucho a mi

madre decirme:

«Lucía, no juzgues. Como te ves, me vi. Como me ves, te verás.»