jueves, 27 de octubre de 2022

El vaso medio lleno, siempre

 «Los optimistas enriquecen el presente, realzan el futuro, desafían lo improbable y logran lo imposible.»

William Arthur Ward

El verano es una época del año en la que muchas familias acuden sin prisa a hacer la revisión anual de salud. El ritmo frenético que tenemos durante el invierno tanto nosotros, los padres, como nuestros hijos, hace que los días vayan pasando sin pena ni gloria y no nos percatemos de esos pequeños detalles que observamos en vacaciones al convivir más tiempo juntos. Y así aparecieron un día por la consulta Isabel y su hija de siete años, Ana.

—Lucía, estoy preocupada porque Ana es una niña diferente de las demás.

—¿A qué te refieres con diferente? Todos somos diferentes —le dije a Isabel intentando calmar los ánimos. Había entrado en materia de lleno.

—Pues que la veo..., ¿cómo decirlo? Negativa. Siempre se pone en lo peor. ¿Puede ser que le ocurra esto con tan solo ocho años?

—Puede ser, sí —le dije—. ¿Siempre ha sido así o has observado algún cambio en las últimas semanas?

—Siempre ha sido así y me duele decirlo porque soy su madre. Se supone que una madre no debe hablar así de su hija, pero es que es una ceniza. Y yo..., yo pierdo los nervios. ¡No puedo con ella! Luego me siento fatal, claro. Ya no sé qué hacer. De verdad, no sé ni por qué te estoy contando esto.

¿Hay niños más optimistas que otros?

Por supuesto que sí. Partimos de la base de que cada niño, cada adulto, somos de una manera diferente. Eso no nos hace ni mejores ni peores personas; sin embargo, si aprendemos a conocernos, aprenderemos también a limar nuestras asperezas, a trabajar nuestras debilidades y a potenciar nuestras fortalezas. Y no lo haremos para ser iguales al resto, sino con un claro y sencillo objetivo: ser más felices.

Con nuestros hijos debemos hacer igual.

Desde mi punto de vista, tan importante es enseñarles a ser personas autónomas, que sepan vestirse y asearse, que sepan y disfruten comiendo de todo y de forma saludable; tan importante es enseñarles unas normas básicas de educación y respeto como enseñarles a ser personas optimistas.

Y yo de esto soy plenamente consciente desde el primer momento en el que me convertí en madre.

—Menuda responsabilidad tenemos ahora entre manos —le dije a mi marido.

Está demostrado que las personas optimistas tienen la autoestima más alta, más autoconfianza, más resiliencia, son más emprendedoras, viven con menos miedo y, por supuesto, son más felices, que es de lo que se trata. ¿Verdad? Porque, no nos equivoquemos, dificultades en la vida vamos a tener todos, sin excepción, aquí no hay privilegios. La pérdida, el sufrimiento, el dolor físico o emocional, la angustia y el miedo son sentimientos inherentes al ser humano, a la vida. Nadie tiene o ha tenido una vida perfecta, no os creáis esos cuentos. No podremos cambiar esos acontecimientos que marcan nuestro camino, pero lo que sí depende de nosotros directamente es cómo los afrontaremos: desde un constructivo y esperanzador optimismo o desde un oscuro y destructivo negativismo.

Si tu hijo es negativo y tiende a ver el vaso medio vacío, tienes una labor y un compromiso muy grande: darle todos los recursos y herramientas para convertirle en una persona optimista y feliz.

Y esto no es tarea del profesor, es trabajo nuestro.

«Yo es que acepto a mi hijo como es. No intento cambiarle», escucharás frecuentemente.

Sin duda. Nuestros hijos no son moldes sobre los que debamos esculpir un miniyó a nuestra imagen y semejanza. Su manera de ser y de sentir es tan válida como la tuya y esto has de respetarlo. Pero, si sabes que tu hijo no goza de grandes dosis de optimismo, es tu responsabilidad enseñarle a llenar ese vaso de momentos, experiencias, olores y sabores inolvidables.

Esta tarde por ejemplo, mientras abría el paquete de jamón de jabugo que había comprado para una cena muy especial que tendremos este fin de semana, le dije a mi hija:

—Cariño, ven, ven, corre.

—¿Qué pasa, mami? —me preguntó intrigada.

Abrí del todo el paquete de jamón, lo moví un poco en mis manos, lo acerqué a su naricita y le dije:

—¡Hmmmmm! Estimula tus sentidos: ¡huele!

Ella empezó a reírse, pero al olerlo dijo:

—¡Hmmm! Mami, ¡qué bien huele! Y además fíjate: ¡si cierras los ojos huele más aún!

Así que yo le seguí el juego, cerré los ojos y olí tan intenso como pude, de hecho casi me caigo al suelo. Aún hubo más, tras olerlo varias veces, le pregunté a Covi:

—Dime, cielo, ¿sientes algo más al olerlo?

—A ver, a ver... —Y volvió a cerrar los ojos—. ¡Ay, mamá, que me ha venido un recuerdo! —me dijo entusiasmada dando pequeños brincos.

—Dime, hija —la animé, emocionada al comprobar cómo un simple olor sentido conscientemente había conectado con su pasado.

—Me acuerdo de las Navidades pasadas en casa de los abuelitos con el jamón aquel que les regalaron. ¿A que no sabes qué? Que el abuelo y yo nos encerrábamos en la cocina para cortar unas cuantas lonchitas sin que nos vierais para que nadie nos riñera.

—¡No me digas, pillina! —le dije, haciéndole cosquillas en su golosa barriguita.

—Pero, mami, mami, mira. ¿Te has dado cuenta de lo que pasa al olerlo muy fuerte? —Y acercó aún más su naricilla al paquete de jamón.

Yo la observaba expectante. A ver con qué ocurrencia salía ahora.

—¡Que se cae la baba! —Y empezó a reírse a carcajadas, señalando un hilito de saliva asomando por la comisura de los labios.

Efectivamente, un olor muy intenso aumenta nuestra salivación durante ese preciso instante. Era maravilloso lo que acababa de suceder: a raíz de oler un simple y cotidiano paquete de jamón con sus cinco sentidos había conectado con un recuerdo pasado precioso y había conectado también con una reacción de su propio cuerpo.

Finalmente, terminamos las dos muertas de risa en la cocina, hablando de comer jamón, de las Navidades, del abuelito y de saliva.

La risa... Ríete. Ríete con tus hijos siempre que puedas. Qué importante es el sentido del humor. Invítalos a que te cuenten chistes. Son malísimos, lo sé, pero finge un poquito y ríete como si tuvieses a los mismísimos Martes y Trece cenando en tu comedor.

Mis hijos tienen una amiguita en la urbanización a la que, cada vez que viene, le gasto la misma broma. Le hablo en «islandés»; bueno, en mi islandés particular.

—Hola, Irene, ¿aquieoinmnksjfh jhdoqwh kadhoiq, kajdqir lkjadp?

La niña inclina su cabeza, abre la boca como enseñándome los colmillos, frunce el ceño y dice:

—¿¡Qué!?

—Te digo que si klhdfoi lkjvowiu lkjfoiehoie lkjoiwu ñldjgior.

Mis hijos, en ese momento, con una mano se tapan la boca, con la otra se sujetan la barriga mientras los ojos se les inyectan de lágrimas de risa. Yo mantengo el tipo fenomenal y la pobre Irene siempre siempre siempre pica. Podemos estar así varios minutos hasta que uno de mis hijos rompe en la más sonora de las carcajadas y, al fin, Irene se da cuenta y se une a nuestras risas.

Potencia el sentido del humor. Ellos son lo que ven. Son grandes imitadores. Si eres optimista, ellos lo serán.

Si tu hijo está muy negativo con respecto a un tema en concreto, no le riñas, no le sermonees.

—No me sueltes un salmón, ¿eh, mamá? —me dijo mi hijo muy serio en una ocasión.

Espera a que se le pase un poco el bloqueo y proponle algo que se le dé bien. Un pequeño logro o un éxito le hará coger confianza y energía para afrontar nuevamente el reto que él no se cree capaz de superar.

Yo esto lo pongo en práctica con los deberes. Nunca empezamos por lo que peor se les da, se desaniman mucho. Mejor es empezar por sus puntos fuertes. ¿A quién no le pone las pilas comenzar el día con una palmadita de tu jefe, con un diagnóstico brillante, con una venta estupenda, con una operación exitosa o simplemente con un reconocimiento a tu labor?

Me teníais que haber visto el día siguiente de recibir el Premio Bitácora al mejor blog de salud e innovación científica pasando consulta. Estaba como una moto. Salía a la salita de espera a llamar a los niños cantando por bulerías. Mis pacientes me tocaban y se les electrificaba el pelo.

No olvides que los niños aprenden fundamentalmente de lo que ven; sobre todo cuando son pequeños. De poco sirve que les des lecciones de disciplina positiva si luego no lo llevas a la práctica en casa. Ellos sacan sus propias conclusiones tras observar detenidamente cómo resolvemos nuestros conflictos, cómo nos comportamos en nuestro día a día.

«No te preocupes porque tus hijos no te escuchen, te observan todo el día», decía la madre Teresa de Calcuta.

Sonríe. Sonríe siempre. Sé amable. Enseña a tus hijos el poder de la sonrisa. Enséñales la importancia de ser amables con los demás. El sonreír y el ser amable no solo tienen un potente impacto sobre la persona a la que estás regalando tu energía, sino sobre ti mismo, dan una sensación de paz absolutamente revitalizante. ¿Verdad?

Utiliza la ironía, harás de ellos pequeños seres irónicos. Es divertidísimo observar sus avances con el paso de los años.

—Jolín, mamá, no me digas que no es mala suerte. Es que, de verdad, esto es la ley de Murcia —me espetó mi hijo el año pasado enfadadísimo por un contratiempo con su profesor.

—¿De Murcia o de Castellón, cariño? —le dije yo muy seria.

—De Murcia, mamá, la ley de Murcia, que no te enteras.

Cuando le explicamos que no era de Murcia sino de Murphy, se empezó a reír tanto que desde entonces en esta casa ya no se dice ley de Murphy, sino de Murcia, es más, en alguna ocasión se me ha escapado a mí en la consulta ante la mirada atónita de mis pacientes.

Cuando se presente una dificultad real, pon el foco rápidamente en las soluciones y no en el problema. Permite que tu hijo te exponga todo el problema de principio a fin. Una vez expuesto, pregúntale qué podéis hacer para solucionarlo y... manos a la obra.

El optimista hace planes, busca soluciones, construye. El pesimista pone excusas, se lamenta de sí mismo y entra en bucle en pensamientos negativos que nunca harán que se sienta mejor.

Recuerda que de un pensamiento positivo nunca puede salir una emoción negativa. Y no somos lo que pensamos, somos lo que sentimos. Así que piensa bonito y sentirás bonito.

Aprovecha cualquier oportunidad que tengas con tus hijos para contarles historias divertidas, que de penas ya vamos servidos. Hazles preguntas del tipo: «¿En qué momento te reíste hoy en el cole?», «¿Cuál fue el momento más divertido del día?», «¿Quién es la persona que más te hace reír en el recreo?».

Os sorprenderéis con la cantidad de cosas que os cuentan.

Enséñales a disfrutar de la música. Cuando te guste una canción compártela con ellos, cantad juntos y hacedlo como si no hubiera un mañana. Hace mucho tiempo que en el cajón de los cubiertos no guardamos cucharas, sino micrófonos improvisados. Haced la prueba. Muchas mañanas de fin de semana, mientras se calienta la leche, con cuchara en mano y pelos de loca, me convierto en Tina Turner, en Beyoncé o en lo que en esos momentos esté sonando en la radio. Mis hijos no tardan ni tres segundos en coger su «micrófono» del cajón y hacerme los coros. ¡No falla!

Intenta no hablar mal de los demás delante de tus hijos. Ya conoces la famosa frase: «Lo que Pepe dice de José, dice más de Pepe que de José». Es más, yo añadiría que tan importante es lo que dice como el cómo lo dice. No insultes ni ataques ni arremetas contra los demás de forma indiscriminada delante de tus hijos. Nos observan, nos ven, nos escuchan y, por supuesto, nos imitan.

Lee cuentos con ellos, cuentos bonitos, cuentos divertidos, educativos, optimistas. Pero, eso sí, has de utilizar todas las entonaciones necesarias. Mis hijos a veces se ríen más por las payasadas que hago mientras intento poner voz a los distintos personajes que por la historia en sí.

Y, por último, si alguno de tus hijos, de manera repetida, se lamenta de todo lo que ocurre a su alrededor, te propongo un truco. En mi casa tenemos una norma: si se dice algo negativo, hay que compensarlo con tres cosas positivas.

—Vaya rollo, mañana seguro que llueve y no podemos ir a patinar —se lamenta mi hijo cruzándose de brazos.

—¡Ehhhh! ¿Cómo sabes que va a llover? ¿Has visto las noticias? ¿O acaso has encendido tu bola de cristal? —le contesto en «modo ironía», intentando peinar su flequillo.

—No, pero últimamente tengo tan mala suerte que seguro que llueve —añade mirándose los pies.

—¡Tarjeta roja! Ale, a decir tres cosas positivas.

Todos se ríen. Si el «enfurruñado» no decide empezar su tarea, casi con seguridad lo hará su hermana:

—Primera: mañana seguro que hará un sol superguay y podremos ir a patinar.

—Segunda —sigo yo—: además nos llevaremos un picnic para merendar y lo pasaremos

genial.

Mi hijo, que no terminaba de aflojar el ceño, al fin añade con voz pícara:

—Y tercera: a lo mejor llueve, pero si llueve ¡iremos al cine a ver Star Wars!

«¡Conseguido!», pienso orgullosa.

«Los optimistas enriquecen el presente, realzan el futuro, desafían lo improbable y logran lo imposible», dijo William Arthur Ward.



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