miércoles, 26 de octubre de 2022

La carrera de la maternidad para la que nadie me preparó

 Déjate llevar por tus emociones.

Sigue tu instinto.

No permitas que nadie intente juzgar tu manera de vivir y de sentir.

Es intransferible, es irrepetible, es inolvidable.

Y es tuya.

Nadie nos prepara para ser madres. Una piensa que al ser algo que se lleva haciendo desde hace miles y miles de años no tiene demasiado misterio, ¿verdad?

«Solo has de usar el sentido común», escuchas por ahí.

Y cierto que el sentido común es uno de nuestros mejores consejeros, pero dime una cosa: ¿crees que es igual mi sentido común que el tuyo? ¿El de tu abuela que el tuyo? ¿El sentido común de un hombre y el de una mujer? Vayamos más allá. ¿Es igual el sentido común de una mujer angoleña que el de una alemana? ¿Y el sentido común de un padre de familia nacido y criado en Arabia Saudí y el de un padre brasileño? ¿Verdad que no?

No, no es lo mismo. Más que el sentido común yo reivindico «tu sentir», que no tiene por qué coincidir con el sentir del resto, ni siquiera con el de tu madre, aunque cada vez te parezcas más a ella.

Y a esta reflexión llegué cuando de nuevo volví a caer del pedestal en el que me encontraba.

Me quedaba un año para terminar mi especialidad de pediatría. Llevaba trabajando en un hospital ya tres años, había hecho muchas guardias y había visto muchas cosas. Cuando mi marido y yo decidimos ir a por nuestro primer hijo, pensé: «Bueno, esto de la maternidad lo tengo chupado. Después de todo lo que he visto, de todo lo que he estudiado, de la cantidad de niños que he tratado y las interminables conversaciones de madre que he escuchado, ¿hay algo que me vaya a pillar a mí por sorpresa? Con mi experiencia como pediatra y un poquito de sentido común, esto es pan comido. ¡Venga! ¡A por él! ¡Será maravilloso y... será fácil!».

Y una vez más la maravillosa inocencia de juventud. Ahora que han pasado diez años y recuerdo estas palabras, me da la risa.

Tantas cosas había en la maternidad que yo no sabía, que nadie me había contado y que yo, con todo lo buena médico que era, no supe ver...

Porque entramos en la maternidad no por la puerta grande, no; entramos por la puerta de atrás y despacito. Muy despacito, porque desde el mismo instante en el que llegamos a casa tras el alta del hospital sentimos que es terreno no explorado, arenas movedizas incluso.

Recuerdo una calurosa tarde de primavera en mi casa. Mi bebé tenía una semana de vida, justamente el mismo tiempo que llevaba sin dormir, sin poder sentarme en una silla decentemente a comer porque los puntos se empeñaban en recordarme lo doloroso y traumático que había sido mi parto. Jamás imaginé que parir doliese tanto. Una semana de no poder mirarme al espejo porque no me reconocía, una semana de preguntas sin respuestas. Y lo que me quedaba.

«Con lo bonita que estaba yo con mi barriguita de embarazada», pensaba cada vez que un espejo se cruzaba en mi camino.

Una semana de lágrimas agridulces. Una semana de incertidumbre, de miedos, de dolor en el pecho:

«Pero si la lactancia no duele...», me repetía una y otra vez.

Una semana de mirar a mi marido y pensar: «Me lo han cambiado. No se entera de nada».

Una semana en la que la culpa me aplastaba día tras día y en mi cabeza solamente escuchaba: «Lucía, haz el favor de recomponerte, eres pediatra. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás así? ¿Por qué no celebras el feliz acontecimiento como todos los que están a tu alrededor? ¿Dónde está tu energía vital, tu alegría inagotable, ese entusiasmo al que nos tienes a todos acostumbrados? ¿Dónde está tu fuerza?».

Y yo intentaba apartar esos pensamientos de mi cabeza, pero no podía. En cuanto me relajaba volvían a mí como la peor de mis pesadillas:

—No tienes derecho a estar así. Tienes un hijo precioso. Todo ha salido bien. Vale, el parto costó un poco, dolió bastante, pero tú esto ya lo sabías. Eres pediatra. Has asistido a cientos de partos, has cogido a cientos de niños, has hablado con cientos de madres. ¿Qué diablos te pasa?

—¡Que qué me pasa! —exploté en una ocasión—. ¡Que yo esto no lo sabía! ¡Nadie me lo había contado! —Y rompí en un amargo y desconsolado llanto.

Mi madre escuchó, o quizá sintió, mis lágrimas desde la habitación de al lado y entró sin llamar, sin pedir permiso, como cuando te besan.

Los besos se dan sin pedir permiso, los gestos de amor, también.

Se sentó a mi lado, en la cama. Besó la frente de mi precioso y adorable hijo Carlos, que mamaba tranquilo ajeno a mi amargura. A continuación me acarició a mí la cabeza, me besó en la mejilla. No dijo una sola palabra... Yo seguía llorando. Con ella no podía disimular. No quería disimular. Fue entonces cuando se levantó, entró en el cuarto de baño y cogió mi cepillo. Volvió a mí. Se sentó de nuevo a mi lado, esta vez detrás de mí y empezó a cepillar mi larga melena rubia.

Mientras me cepillaba el pelo me acariciaba el alma también. Sí, me estaba acunando..., al fin y al cabo era su hija, su frágil y vulnerable hija.

El tiempo se detuvo, mi llanto se convirtió en sollozo, el sollozo en suspiros y los suspiros en silencio. Silencio que únicamente era interrumpido por los ruiditos de Carlos mamando sin descanso.

Mi madre me hacía una trenza lentamente, con cuidado, con mimo, como cuando era pequeña.

Cuando terminó, se levantó, cogió el bote de perfume de mi mesita de noche y me echó unas gotitas detrás de las orejas, en la nuca y en el cuello. Sostuvo mi cara con sus dos manos, me besó en la frente y así, muy cerquita de mí, me dijo:

—Esto es el posparto, mi amorín. Pasará, te prometo que pasará.

Y pasó.

Claro que pasó. Y cuando al fin salí de ese oscuro y desconocido posparto desperté y amanecí en lo que iba a ser el viaje más apasionante y maravilloso de mi vida: la maternidad.

Y ahora, tras tantos años, recuerdo lo enfadada que estaba esos primeros días. ¿Por qué nadie me había contado esto?

Me enfadé con mis profesores de la facultad:

—Entre todas las cosas inútiles que estudiamos, ¿a nadie se le ocurrió dedicar una clase, solo una, al posparto?

Me enfadé con mis adjuntos del hospital, mis veteranos:

—Cuatro años enseñándome lo mejor de vosotros, siendo vuestra aplicada pupila que trabaja duro por el día y estudia por la noche para llegar a ser tan buena pediatra como vosotros, y ¿ninguno me había contado el posparto?

Me enfadé con todas las mujeres que habían pasado por mi vida y que ya eran madres:

—¿Por qué no me advertisteis?

Me enfadé conmigo misma:

—Lucía, llevas cuatro años atendiendo a niños, a madres, a padres... ¿Y nunca te habías dado cuenta del tsunami emocional que supone dar a luz? Has estado ciega, ¿o qué?

Y es ahora, que disfruto plena e intensamente de mi maternidad, cuando me pregunto...

¿No sería más fácil si compartiésemos más este tipo de experiencias?

¿No sería más fácil si hablásemos entre amigas, hermanas y madres de lo que suponen las primeras semanas tras dar a luz?

¿No sería más fácil si en las clases de preparación al parto nos explicaran menos los pujos y más las emociones? Porque llegado el momento todas empujamos, ¡vaya que si empujas!, claro que empujas, no deseas otra cosa más que empujar con todo tu cuerpo, te va la vida en ello, más aún, va la vida de tu hijo en ello.

Pero, para el posparto, ¿por qué nadie nos prepara?

¿No sería más fácil que hablasen claro a nuestras parejas?

—Mira, esto es lo que le va a suceder a tu chica cuando dé a luz. Tranquilo, porque es normal. No te la han cambiado. Ella volverá. No os hagáis demasiadas preguntas. No permitas que ella se las haga tampoco. Apóyala, ayúdala en todo lo que esté en tu mano. Cuida de ella, de la madre, que es quien más te va a necesitar. Ella es la gran olvidada de esta historia.

Que para coger al recién nacido sobran brazos, pero para consolar a la «recién mamá», faltan ganas.

Cuídala, mímala, tranquilízala y haz lo necesario para que físicamente se vaya recuperando. Esto ayuda mucho a que emocionalmente se recomponga. Y una última cosa, si necesitas ayuda, pídela.

No es la primera vez que acude un padre solo a la consulta, sin su mujer y sin su bebé, a pedir ayuda. Y me parece un gesto valiente que denota un verdadero amor incondicional por su familia.

—Lucía, no sé qué debo hacer. No sé si esto es normal. Ella vendrá la próxima semana, pero yo he decidido pasarme unos días antes para contarte qué le está ocurriendo. Sé que nos ayudarás...

Y en esos momentos no necesitan una opinión de experto, ni de catedrático de universidad. Necesitan fundamentalmente que se les escuche y que aporten un poco de luz en ese túnel que aún están atravesando. En ese caso la bombilla la encendí yo, pero también la puedes encender tú cuando te sientes a tomar un café con unos padres que esperan a su primer hijo.

Así que la próxima vez que compartas una tarde con una embarazada, adviértele, desde el amor que sientes por ella. Te lo agradecerá toda su vida. Será tu mejor regalo.



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